CAPÍTULO 2: LA CUIDADELA

Isra Fdez
ÚLTIMOS DÍAS
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8 min readJul 30, 2015

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— Tienes que entender que esta gente es ultraciudadelista.

Sahíd me pedía que buscase a su mujer y a su hija. Repetía una y otra vez que no podía salir de allí, que había perdido todo contacto con el exterior, que Ciudad 5 engullía a sus habitantes. Bebimos cerveza corriendo a su cuenta y él apenas tomó unos sorbos de la suya. No preguntó por nuestra procedencia, simplemente estaba seguro de que no nos vincularíamos con la ciudad.

— Vosotros, los nómadas, no teméis a nada, pero la mayoría de la población nos hemos acomodado a este sistema de gobierno. Los de fuera matarían por gozar de nuestras riquezas, por ver la luz del sol desde las Granjas y no escondidos entre ruinas, pero algunos piensan que las cosas no funcionan como deberían.

— ¿A qué te refieres? — bebí hasta terminarme la primera ronda.

— No sé explicártelo mejor. La Ciudadela siempre se cobra sus deudas.

— ¿Y yo qué tengo que ver en todo esto?

— Te necesito. Os oí decir que mañana partiríais camino al Enclave. Mi mujer y mi hija fueron llevadas allí, necesito saber que están bien. Volver a verlas una última vez.

Su voz se tornó turbia. Los susurros ahora eran ronroneos y sollozos, la excitación moría presa de una resignación vaga; una forma de derrota.

— No me importará hablar con tu mujer, pero necesitaría saber cómo es.

— A sí. Toma. — sacó una foto del interior de su gandora, muy envejecida. La sacudió un poco y se quedó mirándola durante un rato, casi pegándosela a la nariz — . Ten, guárdala bien.

La mujer era joven, de ojos esmeralda y tez cobriza. Llevaba el pelo recogido, coleta baja, y su piel parecía bruñida y tersa como una manta estirada. Vestía un caftán con incrustaciones de algo que podrían ser topacios. La niña aparecía abajo, con la barbilla cortada. El deterioro de la fotografía ocultaba parte de sus facciones. En cualquier caso, se distinguía un evidente parecido con los progenitores: morenos, firmes, encrudecidos. Por detrás figuraba una numeración, aunque no sentí el deseo de preguntar por eso.

— Es muy importante que mañana salgáis pronto, al primer bocinazo. Como ves, aquí nadie duerme del todo, pero no nos preocupamos por asuntos ajenos.

— Debería darme una ducha, tal vez sea la última en mucho tiempo.

— Gracias, de verdad. Esto es muy importante para mí. — expresó reclinándose, mirándome con firmeza y tendiéndome sus manos, en un gesto que entendí particular de su cultura. Realmente parecía conocerme de toda la vida.

La camarera, un ente difícil de definir para los cánones terrestres, me preguntó si me acabaría la cerveza de la segunda ronda. Bebí cuanto pude empapándome la barba y, para cuando volví la cabeza, Sahíd había desaparecido entre la muchedumbre. La masa tentacular que la camarera tenía por cabeza se reclinó para recoger la mesa, descubriéndose así un chip de propiedad en la parte trasera, algo que no veía desde hacía tiempo. La esclavitud de esbirros fue abolida por el Segundo Tratado de El Cairo.

— ¿Va todo bien? — pronunció como una resonancia desde algo similar a una boca.

— Genial, excelente cerveza. Muchas gracias.

Caminé furtivamente entre la gente sin mirar a nadie en particular intentando recordar la ruta hasta el cuartel de descanso. La espuma de la cerveza se había resecado creando un cerco en torno a mi boca, que saboree untando la lengua. Sin duda, una excelente cebada, con una pizca de acidez pero sin excedentes ni posos agrios. La echaré de menos.

El pabellón, arropado con el manto de la noche, se antojaba interminable, mucho mayor de lo que percibí durante la luz del día. Unos leds parpadeantes en verde indicaban que la puerta no había sido alterada y seguía abierta. De hecho, la hoja exterior, un protector blindado, conjugaba un ángulo de noventa grados, exactamente tal y como la dejó Sahíd, haciéndome sentir un escalofrío al recordar su nombre. Entré a hurtadillas y recorrí el pasillo infinito dejando camas a uno y otro lado, contemplando en detalle la magnitud de algunos bultos, camas standard para moles de tres cuerpos o pequeños torsos de un palmo. Al fondo distinguí luz eléctrica de un blanco jabonoso y tenue. Allí estaban, en bloques mixtos, aproximadamente unas cien duchas y otras tantas saunas, incluso compartimentos estancos con columnas de doble hélice coronadas por un difusor de vapor con el indicador “SOLO PARA VORTIGANOS”. Todo el mundo podía usar libremente las instalaciones, nada indicaba prohibición. Justo cuando fui a entrar al acceso más cercano, me topé con Ella. Aún le goteaba el pelo y su piel emanaba el vaho perfumado del agua depurada, en aquel reino de clima estable, con una sensación térmica doméstica y llana.

— Supuse que eras tú. Hemos tenido la misma idea, ¿verdad? — dijo, primero esbozando una sonrisa y después apartando la cara a un lado.

Estuve, lo que sería un instante, ajeno al mundo y sin pronunciar palabra. Aturdido por su desnudez sobria y glaciar, como quien encuentra un botín prohibido, mis ojos se dirigieron incontrolados hacia su pubis, pero aquel escrutinio no pareció incomodarla especialmente. Con la paciencia o la vanidad de un pescador acabó por cubrirse con al toalla. Pronto reparé en su cadera derecha. Ni rastro de cicatrices, como debería, pero sí un código de respuesta rápida, imposible de descifrar sin el correspondiente lector magnético.

— Tú eres un…

— No. Cállate. Ni se te ocurra decirlo, por favor.

Su voz se volvió frágil, inestable, de fortaleza vulnerada. Mi ventaja frente a ella se esfumó en cuanto oímos un ruido proveniente del exterior, el rumor de algunas camas agitadas. Ella aprovechó para frotarse el pelo con otra de las toallas dispuestas en pilas e hizo el gesto de querer evitarme, cercando los brazos sobre su cuerpo y tapando así su pecho. No faltaría más de una hora para el primer aviso de las bocinas, indicando despertar y claridad, el preludio de una mañana arrebatadora. Ella casi había terminado de vestirse. Aproveché rápido para meterme en la ducha y dejar correr el agua. Los pensamientos se arremolinaron, diluidos después, cayendo por el desagüe uno detrás de otro como hojarasca muerta: negaciones no formuladas, cuestiones relativas al recuerdo más furtivo y accidental, imágenes de visiones aleatorias.

— ¿Vas a tardar mucho? Tengo concilio a las ocho.

La voz provenía de una mole cobriza, puro fuego, un tipo de más de dos metros de altura.

— No, ya salgo. Hacía tiempo que no disfrutaba de una ducha. Esta agua es tan…

— Purificadora. Todos dicen lo mismo la primera vez. Te acostumbrarás, y todo se volverá castizo, perderá su embrujo. El agua solamente es agua.

Quedaban veinte minutos para las siete. Mientras me cambiaba para salir le expliqué abreviadamente la reunión que tuve con Sahíd. Ella no parecía conforme, se estaba adaptando rápido, pero entendió que no entorpecería los planes. En seguida caminamos con fuerzas renovadas, desperezándonos sobre la marcha. Yo bostezaba hasta oír crujirme la mandíbula y Ella me regañaba por estar saliendo así, violentamente, sin dar las gracias o esperar hasta la comida. Oír la palabra comida me produjo angustia. Algunas cosas no terminaban de funcionar en aquella ciudad, eso era cierto. Al paso nos salieron varios, no más de cinco, hombres altos como los que vi en la ducha, prácticamente desnudos de torso para arriba, con generosos abalorios, pulseras, anillos, pendientes e incluso gargantillas engarzadas sobre sus cuellos, bastos como troncos de árboles.

— ¿Ya os vais? ¿A qué tanta prisa? La Ciudadela no os ha tratado nada mal hasta ahora, ¿verdad? ¿Alguien os ha tratado mal? — apareció como por arte de magia el mismo alcaide que nos recibió, cortándonos el paso hasta que el pequeño grupo de colosos nos rodeó.

— No, al contrario; de hecho estábamos hablando de ir a daos las gracias. Pero él… — dijo Ella señalándome con la mirada.

— … Tenemos una importante misión. No podemos perder el tiempo. —solté tajante, casi sin querer, evidenciando inquietud.

— ¿Cómo es eso? ¿Una importante misión? Uuh, suena taaan sugerente. Pero, ¿qué misión tenían ayer, cuando fueron recibidos como indigentes herrumbrosos cuando, en un afán de hospitalidad, os ofrecimos nuestras mejores viandas y nuestras más selectas prendas?

— Y nosotros lo agradecemos, de verdad. Visitaremos Ciudad 5 en cuanto se preste la ocasión, la recomendaremos a todo el mundo. — al oír aquel nombre, sus ojos se entornaron, su respiración se descalibró.

— Así que se trata de eso, La Ciudadela no es lo bastante buena para vosotros. ¿No os han enseñado nada nuestras costumbres, nuestros nobles actos? — dijo subiendo el tono, con socarronería. Gustaban de llamarse así para distinguirse del resto de ciudades numeradas, una especie de clasismo que caía remisamente sobre cada palabra, una ignominia recalcitrante que empezaba a echar humo.

— Esto con Kyrie no habría pasado — dijo Ella murmurando por lo bajo, para sí misma — , mi pequeño siempre olía el peligro.

— Alojamos a algunos de los criminales más temibles, salvajes, especialistas del terror, aquellos que nadie respetaría su dignidad sin juzgarlos. El mundo está completamente roto, el mundo necesita el perdón, la purificación. ¿Han probado el agua?

No entendía muy bien lo que aquellas palabras significaban. Por un lado sentía la amenaza sobrevolando nuestras cabezas como un buitre acecha su presa, por otro sentía una culpabilidad mezquina, una sensación que atenazaba mi cuerpo y me invitaba a abrazar a aquel gordo estúpido y charlatán.

— Miren, creemos en el perdón y la culpa, creemos en la noche boreal y la necesidad de comer siempre que sea posible, pero debemos continuar nuestro camino. — expresó Ella con diligencia, convencida.

— Está bien. La Ciudadela no es un cadalso, ni nosotros carceleros. Solo vosotros sois dueños de vuestros actos y decisiones.

Las últimas palabras cayeron como maldiciones arcanas levantando una polvareda, pero así lo hicimos y nos dispusimos a abandonar la ciudad. No más de treinta pasos nos separaban de los grandes portones naranjas del exterior, cuando de pronto uno de ellos me agarró y, tomando mi mano, me entregó una tartera. Me miró fijamente durante unos segundo y entonces recordé mi promesa con Sahíd, volviendo la cabeza para encontrarlo entre una multitud que se remoloneaba en torno a los nuevos, nosotros. Una lluvia fina como de aspersor empezó a desnudar las calles; el corrector de PH, oí decir a alguno. El gentío se dispersó un poco, algunos corrían hacia los puestos abiertos a uno y otro lado de la avenida. Tonos lilas reflexionaban sobre las gotas de agua de la cartelería. La ciudad pronto se convirtió en una joyería de inflexiones vespertinas, incluyendo la orfebrería de aquel ébano mastodonte. El agua caía desde la cúspide de aquella bóveda invisible, la prisión de cristal para los bienaventurados.

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Isra Fdez
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Escribe cosas a todo volumen desde su cuartel general en Toledo. Lleva el fuego.