El día que fuimos valientes
Habíamos caminado por aquella rivera del Río por lo menos unas cien veces ya desde que regresé al pueblo. Yo había conocido otras ciudades pero nunca había tenido que ser valiente.
Habíamos crecido juntos, el primer rastro de nuestra amistad tenía su origen en las épocas del jardín de niños. Es muy común que los niños tengan amigos, no tanto así, que esa amistad, la conserven a través del tiempo y la distancia.
Afortunadamente Héctor había sido muy paciente, había sabido esperar y guardar esa amistad como conservada en ámbar, hasta el día en que nos volvimos a encontrar, un poco más grandes pero aún bastante infantiles.
Desde entonces recorrimos las calles de Río Blanco de inicio a fin, caminamos en las vías como en un cuento de Stephen King; sumamos amigos a la pandilla pero al final siempre terminábamos recorriendo aquel río en solitario.
Esos momentos eran los más preciados, dejábamos atrás el ruido de la alegría febril de estar jóvenes, y justo antes de entrar en nuestras casas y dedicarnos a la tarea de ser “hijos”, nos contábamos nuestros anhelos y sueños.
Aunque lo negábamos, es cierto que el pensamiento de la sociedad hacía mucha mella en nosotros, mucho más que los dolores que nos hacían pasar las chicas y sus desdenes. Nos pesaba porque lo seguíamos, creíamos que acatarlo era el camino perfecto al éxito.
Un ejemplo de esto, siempre fue el futuro, dedicar horas a pensar a qué dedicaríamos las horas de nuestra edad adulta. Con qué nos ganaríamos el pan de cada día y qué legaríamos a la sociedad.
Pensábamos que seríamos grandes ¡eso sí! pero desde trincheras distintas. Héctor por ejemplo me decía que sería Ingeniero, mientras caminábamos me decía que construiría puentes más grandes y fuertes de los que estaban en ese río y yo, para no quedarme atrás le contaba que sería abogado, notario, de los más respetables con grandes oficinas aburridas y una secretaria en la puerta.
¡Qué bien nos hubiera ido! qué bien hubiéramos encajado en la sociedad, nos hubieran aplaudido los mayores y nuestros hijos vivirían en un mundo más tranquilo. Pero de haber sido aquello así, no estaría escribiendo esto.
Pasamos de los 10 a los 16 años sin mayores sobresaltos, para entonces ya nos habíamos graduado, por lo menos, dos veces más y la vida había llevado de paseo nuestros corazones por caminos sinuosos difíciles de recordar, la verdad. Hasta que en uno de aquellos conocidos paseos nos sentamos a platicar en él barandal de nuestro Puente favorito, la tarde era como todas las tardes de invierno y no habían muchos temas de los cuales de hablar, tal vez eso fue lo que desencadenó el tiro.
“Tal vez no quiera ser ingeniero” dijo Héctor con miedo de traicionar esa promesa de infancia. Como vio sorpresa en mi rostro decidió seguir sin parar “la verdad es que no me gusta tanto, lo que realmente me gusta es la cocina, creo que intentaré ser chef” terminó la frase con más seguridad, sabiendo que yo sabía de su fracaso cuando intentó ser parte del taller de cocina de la secundaria pero la secretaria lo tachó de homosexual y lo mandó a un taller más ad hoc.
Antes de hacer algún comentario le dije “yo también, no quiero ser abogado, llevo varios meses escribiendo canciones y creo que a eso quiero dedicar mi vida” lo dije, con una confianza especial, porque aquel sueño ahora ya no sonaba loco frente alguien que quería ser chef.
“Pues estudia música y yo estudio gastronomía y ya está” aquella frase cerró esa conversación y pudimos seguir hablando de otras cosas menos interesantes.
Tal vez en ese momento no nos dimos cuenta pero ahora cuando nos reunimos y Héctor me cuenta sobre los restaurantes de los que se hace cargo como chef y yo le muestro las obras que producimos en el estudio me doy cuenta que realmente, aquella vez, en aquel puente en la rivera del río, fue la primera vez en la vida en que fuimos valientes.