Los inútiles,
mapa personal para un cine argentino sobre la juventud de los 60

Karina Solórzano
10 min readDec 1, 2023

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Este camino comenzó con un libro de David Oubiña sobre Miguel Antin que encontré en una librería de viejo en Corrientes. Escribo los nombres en ese orden porque conocía al crítico, no al cineasta, confié en la crítica como si fuera una brújula para emprender esta ruta. Después vino la amistad, otra brújula, o más bien, un faro. Varios mensajes de audio con mi amigo Cristian Ulloa para decirle, entre otras cosas, que me parecía que tanto en La cifra impar (1962) como en Los venerables todos (1963) se entiende la memoria a través de juegos narrativos y ficcionales que me remite a una forma de tratar el tiempo muy propia de la década de los 60. Era como volver a la literatura de Julio Cortázar o Jorge Luis Borges, era como encaminarme hacia Santa María, la ciudad imaginaria de las novelas de Juan Carlos Onetti, implicaba un desvío en mi camino. Estaba ante una suerte de “anacronía”, esa forma, ese tiempo, me parecían distantes de la urgencia del presente. El presente, en ese momento, era la víspera de las elecciones en Argentina.

Los venerables todos (1963)

Y es que hay que recurrir a la propia literatura para hablar del cine de Antin, es como “plegarse” sobre el cine mismo o sobre la literatura. En su libro, Oubiña escribe: «A ese tartamudeo literario» — está refiriéndose a Cortázar — «le corresponde una sintaxis cinematográfica dubitativa, hecha de rebotes (y rebrotes), y una imagen incierta, hecha de pliegues y repliegues» — ese pliegue, para mí, es algo así como “refugiarse en el cine” — . Por otra parte, ¿cuál sería esa sintaxis cinematográfica dubitativa? Tal vez los movimientos de cámara, los juegos en el tiempo, los diferentes puntos de vista o la intromisión de distintas voces en off para dar cuenta de la interioridad de los personajes. Los escenarios: París y no Buenos Aires, pero yo buscaba Buenos Aires. Buscaba algo que “agitara” el presente. Me encontré entonces revisando la filmografía de Raymundo Gleyzer como si la militancia política de aquella época pudiera iluminarme en medio de la incertidumbre. Después de Gleyzer apareció de nuevo Ulloa, le pedí una recomendación para acompañar Los jóvenes viejos (1962, qué gran año), quería algo de “solemnidad”, esa fue la palabra que usamos para distinguirla del humor crítico de otras películas de Rodolfo Kuhn como Pajarito Gómez (1965) o Ufa con el sexo (1968). Buscaba un estado de ánimo basado en esa suerte de desesperanza, acaso una especie de proyección del estado de ánimo de mis amistades en Argentina. Ulloa me recomendó Tiro de gracia (1969) y creo que ahí comienza realmente este viaje.

Los jóvenes viejos (1962)

Si Oubiña escribe sobre un tartamudeo literario y una sintaxis cinematográfica dubitativa, Tiro de Gracia es puro aullido. La película recoge varios temas de la literatura beat: la ciudad y la sensación de estar atrapado en ella, un hartazgo permanente que se manifiesta en el carácter voluble de esos jóvenes viejos que viajan a Mar del Plata como antídoto para la monotonía porteña. Son los hijos de una generación de refugiados españoles o exiliados italianos marcados por la guerra, pero también son huérfanos de las grandes luchas de sus padres. Hijos de los que murieron
— a veces con un tiro de gracia en la cabeza — y que verían a sus amigos, sus contemporáneos, morir de esa misma forma. La Historia siempre reverbera. Son los jóvenes viejos que se parecen a «las mejores mentes de la generación destruidas por la locura» que Allen Ginsberg evoca en su poema Aullido. Jóvenes y amigos; cuerpos y mentes que «viajaron a Denver, murieron en Denver, que volvían a Denver; que velaron por Denver y meditaron y andaban solos en Denver y finalmente se fueron lejos para averiguar el tiempo, y ahora Denver extraña a sus héroes». Y el Denver de Ginsberg puede ser el Buenos Aires de la década de los 60. Y estoy segura que Sergio Mulet, que escribió la novela homónima, protagonizó y coescribió el guion para la adaptación de Ricardo Becher, conocía la poesía de Ginsberg. En internet hay poco sobre Mulet pero existe un poema,. El estilo se parece al del estadounidense: «dulce delirio pensar en la sangre de la bestia/ dulce la calle el fruto la revancha/ esos no querrán morir no sabrán hacerlo/ habrá que vendarles los ojos/ puede que ellos mismos se los tapen».

Tiro de gracia (1969)

Pero en el cine de esta década también hay jóvenes con los ojos muy abiertos, como los de la huelga estudiantil que José A. Martínez Suárez filma en Dar la cara (de nuevo, 1962). Hay una veta casi neorrealista interesada en registrar los rostros en las calles. Una extraña intuición
— de esto también le platiqué a Ulloa — me hace pensar en el cine de Martínez Suárez como el polo opuesto al de Antin: lo que es juego ficcional en uno, en el otro me parece registro de un momento político. Lo que es una forma de entender el tiempo propia de cierta literatura, en el cine de Martínez Suárez me parece móvil para entender un momento de incertidumbre que parece repetirse en el presente. Como en uno de los diálogos iniciales de Los jóvenes viejos «Hoy es una de esas noches en las que quisiera tener mucha guita para poder filmar, ¿qué filmarías?, una historia de tipos jóvenes. De tipos como nosotros» está presente una autoconciencia respecto al cine que acá también parece un compromiso con la forma de filmar cine: «El cine es un negocio, un negocio sí, pero no una mugre», dicen en la de Martínez Suárez, son jóvenes que se posicionan en contra de la apatía. Y posiblemente esa postura también sea política.

Dar la cara (1962)

Jóvenes en huelgas, jóvenes vagando por los parques o por las calles de Buenos Aires. Estudiantes de clase media o trabajadores que se encuentran en una reunión de bachilleres, temáticamente el gran antecedente es Los de la mesa 10 (Simón Feldman, 1960) en ella ya está presente la diferencia de clase y el mundo del trabajo pone en juego los planes de la pareja que se acaba de conocer y sueña con casarse, una pareja que espera hacer de la ciudad un refugio para el amor, pero hay policías en los parques y el único refugio es la mesa de un café — la 10 — a la vista de los meseros, testigos del romance. Jóvenes que habitan la ciudad pese a todo, con la promesa de una experiencia que lo cambie todo drásticamente, sea el amor o la muerte. «Si París nos invita a disfrutar sus lugares históricos y antiguos, nos invita a recordar y a estar, Buenos Aires, al igual que Nueva York (o, para el caso, cualquier gran urbe americana), nos impele a huir. Todo movimiento debe ser hacia adelante. Los espacios tienen peso, no en sí mismos, sino por lo que ocurre en ellos. Nada de contemplación, nada de naturaleza, nada de flâneurismo: puro frenesí, los sonidos/ruidos son nuevos, acompañamos — somos parte de — la Máxima Ebullición» escribe Álvaro Bretal desde Buenos Aires y yo pienso en las imágenes de Buenos Aires, un cortometraje dirigido por David José Kohon en 1953, una especie de sinfonía de ciudad. Kohon filma el tráfico y la agitación urbana pero también de su contraparte: las periferias rurales y la gente en ella, los rostros, las casas, apenas casas. Breve cielo (1969) y Prisioneros de una noche (1962) son una prolongación de eso. En la primera, Delia vive en la periferia y llega al centro de la gran ciudad huyendo de la casa familiar, en un parque conoce a Paquito que la acompaña a buscar una pensión en San Telmo. El columpio en el parque, el café y la cama de él son espacios que parecen ser una extensión de aquello que los acoge — sobre todo a Delia — los espacios son testigos de la fugacidad de encuentro. En la segunda toda la ciudad parece vibrar frente a la pareja marcada por la fatalidad. Todo está iluminado. La avenida Corrientes de noche.

Buenos Aires (1953)
La mesa del 10 (1960)
Breve cielo (1969)
Prisioneros de una noche (1962)

A partir de este grupo de películas, la década de los sesenta me parece una especie de registro de la edad del desconsuelo. La existencia se juega en un marco límite, se filma la juventud y con ella un período en tránsito que en su forma cinematográfica da cuenta del paso de lo clásico a lo moderno. Si repaso las capturas de pantalla que he hecho en estos días veo que, en la mayoría, he registrado cuerpos: cuerpos tocándose, besándose, abrazándose con furia o con ternura. Manos de hombres que toman la cara de las mujeres al besarlas. Un cine de cuerpos. Los cuerpos al sol, en un espacio mínimo — una terraza — construyen también una atmósfera en película de Leopoldo Torre Nilsson (1963) y quizá este director es el ejemplo decisivo que da cuenta de ese paso de lo clásico a lo moderno. Iván Zgaib escribe: «el film de Torre Nilsson se justifica mucho más por […] las texturas, los gestos, los cuerpos que componen su universo. Como el ambiente del verano, que se filtra en los planos a través de las penumbras y del sol enceguecedor. Incluso sin utilizar colores, la película exuda ese estado aplastante: un resplandor que choca contra el asfalto caliente». Se trata, también, de otra película en la que la “conciencia de clase” — la idea me parece otro anacronismo de esta época — está en el personaje de Belita, una niña que atiende a los jóvenes ricos, bellos y ociosos, a cambio de dinero.

La terraza (1963)

Mi camino llega a su fin, tras el ocaso de los relatos de juventud daba comienzo forma de hacer cine más orientado a la militancia política. Es la urgencia de movilizarse, de no hacer del cine una especie de refugio para la melancolía — aunque esta lectura, como este mapa, parte de una búsqueda personal — . En ese sentido, es curioso que dos de los grandes representantes del cine político y militante, Fernando “Pino” Solanas y Raymundo Gleyzer, comenzaran sus carreras cinematográficas filmando historias de juventud. Seguir andando (1962, ya no es sorpresa) sigue a Carlos y Susana, una pareja que podría haber sido filmada por Kohon pero acá el mundo del dinero y del trabajo — las “cosas ciertas” como el título del corto de Gerardo Vallejo, que también trata estos temas — actúan sobre el espacio de lo íntimo. En un inicio el río se presenta como un escenario idílico para la pareja y, de nuevo, hay cuerpos besándose y manos tocándose; poco después los escenarios serán prolongación de la incertidumbre, la estación de un tren que no llega nunca. «Su vínculo amoroso pasa de ser una manifestación de vitalidad a un refugio contra la hostilidad del mundo: dos personajes a la deriva, desamparados, sin ninguna proyección optimista, mientras sus mínimas aspiraciones se desmoronan y sus espíritus se desgastan» escribe Agustín Durruty. Y sin embargo, el amor, respondo aquí.

La conclusión del texto de Agustín es interesante, para él los cortos iniciales de Solanas y Gleyzer «dan cuenta de una posible síntesis entre la vanguardia estética y la política, un eslabón entre el cine de autor de la Generación del 60 y la radicalización política de finales de esa década». Los jóvenes de El ciclo (1963) el cortometraje de Gleyzer podrían ser los amigos de los de La Terraza, ostentan una crueldad que quizá no es sólo síntoma de su apatía y aburrimiento; de ahí la importancia de la ironía a partir del sonido — que Agustín señala con el uso de la música de Palito Ortega — . El calor, el ocio, las piletas y el sonido me hacen pensar en el cine de Lucrecia Martel, así como Mar del Plata me recuerda a un momento de Silvia Prieto (Martín Rejtmann, 1999). Desde aquí, el cine argentino parece dialogar entre sí a través de distintas generaciones, una perplejidad que atraviesa varias épocas para alcanzarnos en el presente. Pero esos serán otros caminos que algún día también recorreré.

Seguir andando (1962)
Las cosas ciertas (1965)

Al grupo de películas revisadas le llamé Los inútiles, en referencia a una película de Federico Fellini de 1953, habría que pensar en un desconsuelo general que atraviesa distintas épocas, distintos territorios geográficos.

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