“In no future war will the military be able to ignore poison gas.
It is a higher form of killing”

“En ninguna guerra futura podrán los militares ignorar los gases venenosos
Son una forma superior de matar”

Profesor Fritz Haber, fragmento de su discurso al recibir el premio Nobel de química en 1919.

EL LADO OSCURO DE LA QUÍMICA

La bala que no ves…

El 22 de abril de 1915 parecía que iba a ser otro día cualquiera en las trincheras de las fuerzas francesas en Ypres. La guerra de trincheras siempre era igual: largos momentos de pausa interrumpidos por cortos periodos de stress durante los bombardeos de artillería o los intentos de ataque enemigo. Esa tarde, a las cinco en punto comenzó un nuevo bombardeo de artillería alemán. El suelo temblaba con los impactos de los obuses. Los soldados se prepararon para un posible ataque germano. Pero en lugar de tropas, lo que trajo el viento fue una nube de un color amarillo verdoso que, pegada al suelo, penetró en las trincheras e inundó los pulmones de los soldados. Estos comenzaron a notar un intenso ardor en sus ojos, a jadear y poco después a sufrir fallos respiratorios. Algunos se desplomaron, incapaces de dar una sola bocanada de aire más. Los que pudieron, huyeron en desbandada entre toses inacabables. La nube era de cloro (Cl2), un gas que en contacto con el agua de las mucosas se trasforma en ácido hipoclórico y clorhídrico, causando lesiones en ojos y pulmones. Estos últimos se llenan de líquido al inflamarse, produciendo asfixia.

El ataque se había preparado cuidadosamente. A las 5 en punto y con el viento a favor se abrieron más de 5.500 cilindros llenos de cloro líquido que, a presión atmosférica, se transformó en el gas amarillo verdoso que los franceses verían poco después. Tras el gas fueron avanzando las tropas alemanas enfundadas en trajes que les protegían (hasta cierto punto) del gas. Los soldados, asombrados, encontraron las trincheras llenas de cadáveres y de franceses que luchaban por respirar. El alto mando alemán no esperaba tanto de su nueva arma, razón por la cual no habían mandado refuerzos a esa área. El ataque no pudo ser aprovechado. Aún así se consiguió abrir una brecha en la línea aliada, y el gas causó unas 5.000 muertes y unos 10.000 heridos. Una nueva era para la química había comenzado.

Seguramente sabréis que el último premio Nobel de la Paz ha sido concedido a la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPCW), para disgusto de los miles de fans de Malala. Mi sugerencia antes de ir su sede en La Haya a tirarles plátanos pochos y tomates por haber comprado al comité de los Nobel, es que echéis un vistazo a lo que son las armas químicas realmente (como las que ha usado “supuestamente” Al Assad) y para ponerlo fácil, si seguís leyendo podréis haceros un poco a la idea.

Por guerra química se entiende como el uso en un conflicto bélico de compuestos químicos que atacan a los seres humanos o a recursos como las cosechas, interaccionando directamente con ellos (no incluiríamos la pólvora) mediante reacciones químicas (excluimos las balas y ondas expansivas)

Siendo estrictos, este tipo de guerra lleva practicándose desde la antigüedad. Ya en los mitos griegos se habla de las flechas envenenadas de Hércules, por ejemplo. El problema de estas primeras armas químicas, que en general eran venenos, es que solo podían atacar al enemigo si este las ingería (con los alimentos) o si entraban directamente en el torrente sanguíneo (por una herida abierta). No obstante estas limitaciones no impidieron que se usaran en la guerra antigua, envenenando los pozos de las fortalezas y ciudades asediadas o para asesinar a generales o reyes enemigos.

Este fue el lugar que ocupó la guerra química hasta el siglo XX. EL cambio radicó en el gran desarrollo de la ciencia de la química desde mediados del s.XIX con Alemania a la cabeza. Las industrias alemanas comenzaron con la fabricación de tintes sintéticos y luego ampliaron su producción a una gran variedad de compuestos de síntesis, siendo a principios del s.XX las reinas de producción química, muy por delante de ingleses y franceses. La investigación química no solo llevó al descubrimiento de tintes, pesticidas, lubricantes, etc… también al de sustancias mucho menos agradables y que llamaron la atención de los militares, que se preguntaron si sería factible usar estas sustancias en el campo de batalla. Solicitaron programas de investigación que se convertirían en la semilla de los primeros programas de armas químicas.

Aunque, de hecho, estos países habían firmado la declaración de La Haya en 1899 por la cual se comprometían a no usar proyectiles cuyo fin fuera arrojar gases o venenos sobre el enemigo (ya se sabe, eso de que hay que investigarlo por si el enemigo también lo hace).

Parece claro que fue Alemania, con el apoyo de la industria química y de intelectuales comprometidos con el nacionalismo, la primera en preparar armas químicas en cantidades necesarias como para su uso. Fritz Haber (el de “el ciclo de Haber” que se estudia en química, y futuro Nobel en esa materia) fue sin duda uno de los principales apoyos del programa químico alemán. Desarrolló el empleo de cloro y fosgeno como armas químicas, puso en marcha las pruebas necesarias y supervisó el despliegue de las armas en el campo de batalla. Un intelectual comprometido.

El apabullante éxito de la ofensiva química en Ypres pilló a los las potencias aliadas con los pantalones bajados, pero no tardarían en responder de la misma forma. Ahora cualquier medio estaba justificado para lavar su honor frente a los alemanes. Los británicos se apresuraron a invertir millones de libras en el desarrollo de su industria química que era una minucia comparada con los grandes centros de producción del valle del Rhur. Se habilitó la base de Porton Down, situada cerca de Salisbury, en la campiña inglesa. Porton Down comenzó a operar en 1916, como un centro donde los cuerpos de ingenieros militares podían tanto probar la efectividad de las armas químicas sintetizadas como la de los trajes de protección. Allí los gases se testaban con animales como conejillos de indias, cabras o monos. Realizaban además el proceso de síntesis a pequeña escala de las de los compuestos. Luego otras factorías de tamaño industrial producían toneladas del arma deseada. Se formó además un cuerpo especial (the Special Companies) entrenado en el manejo y producción de este tipo de armas.

En septiembre de 1915 los británicos prepararon una ofensiva con gas. Este fue cuidadosamente transportado a través del canal de la mancha en cajas de madera sin marcar para no alertar a los espías alemanes. El día 25 a las 5:50 am se ordenó que se abrieran los cilindros llenos de cloro. A pesar de algunos problemas técnicos (en algunas zonas el viento no era favorable y los británicos se gasearon a sí mismos, pero al menos cumplieron las órdenes que les dieron y murieron con honor, o algo así), el viento llevó el cloro a las trincheras alemanas, la cuales no estaban preparadas (¡¿Dónde diablos dejé la máscara anti-gas que me dieron hace meses?!) y, al igual que en Ypres, los soldados murieron asfixiados por su propios fluidos. Los alemanes que intentaron huir fueron tiroteados por las ametralladoras alemanas (antes morir que el deshonor, aunque sea por fuego amigo), cuyos operadores tenían máscaras completas con bombona de oxígeno. Su suerte fue breve, la reserva de oxigeno era para media hora y el ataque con gas duró unos cuarenta minutos. Los británicos encontraron trincheras y nidos de ametralladoras repletos de cadáveres.

Sin embargo, también al igual que en Ypres, el ataque sirvió de poco, en una semana el frente volvió a estar como estaba antes.

Junto con el desarrollo de los gases, se llevó a cabo una investigación sobre métodos de defensa. Para la tropa corriente se diseñaron máscaras en cuya entrada de aire había materiales capaces de neutralizar el cloro y otros gases tóxicos y un par de agujeros cubiertos de material transparente para poder ver. El principal problema era que el paso de oxígeno del exterior a interior de la máscara era difícil por el filtro, lo que generaba una gran sensación de agobio en los soldados. Además en cuanto se saturase el filtro la máscara sería inservible. Para puestos especiales (oficiales, ametralladoras) estaba la protección de alta calidad: bombonas de oxígeno a presión o máscaras de calidad superior, pero su duración también era limitada. Y eso era todo con lo que podías contar, aunque era mejor que un trapo empapado en tu propia orina tapándote la nariz y la boca.

Pero el cloro no sería la única bala invisible de la guerra. El fosgeno de desarrolló poco después, también por Haber. En diciembre de 1915 los alemanes lo usaron por primera vez. El fosgeno también es un gas irritante de las vías respiratorias, unas dieciocho veces más potente que el cloro y además de incoloro y con un olor similar al heno pero muy débil. Era mucho más difícil de detectar, cogía a los soldados enemigos desprevenidos y sin sus máscaras puestas. Se estima que el fosgeno fue el gas que causó más bajas en la primera guerra mundial.

En este primer ataque el fosgeno se realizó junto con cloro para intentar mejorar la efectividad de ambos. Los soldados británicos ni se enteraron de que estaban siendo gaseados. Algunos se desplomaron rápidamente en las zonas donde había más cloro. Los que habían sido gaseados mayoritariamente con fosgeno notaron que les ardían los ojos y se fueron sintiendo peor conforme el día avanzaba. Algunos incluso murieron repentinamente por un fallo respiratorio mientras realizaban sus tareas (como llenar sacos de arena). La muerte por intoxicación con fosgeno podía sobrevenir incluso días después de la exposición. Su principal efecto es ir llenando lentamente los pulmones de líquido hasta que sobreviene el colapso respiratorio, una exposición prolongada puede llevar a una fibrosis pulmonar irreversible. Muchos soldados sentían malestar a ratos y cuando creían haberse repuesto se desplomaban, muertos. Los propios operarios que manejaban el gas podían intoxicarse sin darse cuenta, para que sus cuerpos sin vida fueran hallados 48 horas después por sus compañeros. Más que un arma de muerte, el gas se estaba aproximando más a ser un generador de terror y confusión en el adversario. Bastaba que alguien gritara “¡GAS!” para que hasta el más veterano del regimiento se meara en su puesto mientras se ponía la máscara a todo trapo.

Los británicos se apresuraron a copiar el nuevo gas alemán y para junio del año siguiente lo emplearon contra los alemanes. En ese estadio de la guerra el gas ya se estaba usando en distintos frentes y las alarmas de gas ya eran un sonido familiar a la vez que aterrador para la mayoría de soldados.
Poco después se olvidó la Declaración de la Haya de 1899 (si es que alguien todavía se acordaba de ella) y los británicos se colocaron por primera vez en cabeza. Diseñaron proyectiles de artillería repletos de gas que se liberaba con el impacto, haciendo el ataque independiente del viento. Ahora se podían llenar directamente las trincheras enemigas de gas, sin que los soldados tuvieran tiempo de ponerse sus máscaras. Estos proyectiles también fueron rápidamente copiados por Alemania.

El último del trío de gases de la primera guerra mundial fue el bis (2-cloretil) sulfano, más conocido como gas mostaza. Es una sustancia aceitosa de color ocre con un fuerte olor a ajo o mostaza (de donde deriva su nombre) dependiendo de las impurezas que contenga. Muchas veces el olor de un arma química no lo da el compuesto tóxico, sino otros productos indeseados que se producen inevitablemente en el proceso de síntesis, por lo que pueden variar. A temperatura ambiente se evapora lentamente, impregnando cualquier superficie. Es un agente tóxico y extremadamente irritante, produciendo ampollas masivamente en la piel (lo que se conoce como agente vesicante), sobre todo en regiones donde hay mucho rozamiento, como axilas o genitales. También produce irritación en el sistema respiratorio al ser inhalado. Su principal ventaja es que puede penetrar fácilmente la ropa atacando prácticamente a toda la superficie de la piel. Además se ha descubierto que tiene un efecto citotóxico que afecta a la médula ósea. Como el organismo no puede eliminarlo las diferentes dosis recibidas se acumulan a lo largo del tiempo, incrementando el daño.

El primer ataque con gas mostaza fue ejecutado por Alemania a mediados de julio de 1917. Las posiciones británicas fueron bombardeadas por la artillería con municiones llenas de gas mostaza. Los británicos no pensaron que estaban siendo gaseados, puesto que las bombas solo liberaban un liquidillo marrón. A parte de una leve (o a veces no tan leve) irritación en ojos y garganta, los soldados no notaron nada más así que, tranquilamente, se fueron a dormir cuando acabó su turno. Mientras, el gas mostaza había estado evaporándose e impregnando todo a su paso. De madrugada los hombres comenzaron a despertarse entre terribles dolores como si les hubieran frotado los ojos con arena, luego empezaron a vomitar y a muchos se les tuvo que administrar morfina para el dolor. El gas atravesó la ropa de los soldados y provocó la aparición de ampollas y erupciones muy dolorosas que, al reventar, se convertían en una puerta de entrada para las infecciones.

Los hospitales de campaña se saturaron. Las primeras muertes ocurrieron dos días más tarde, causadas por una irritación extrema en el sistema respiratorio. Los médicos contaban que incluso durante las autopsias los cadáveres seguían liberando gas mostaza. Cientos de ingleses murieron los días siguientes. En realidad la tasa de mortalidad de este gas estaba en torno al 1,5%, inferior a la de otros como el fosgeno; su potencial residía en su capacidad de penetración. Ataca toda la piel y deja fuera de combate a un soldado durante meses. Además todo el equipo de la zona gaseada tenía que ser descontaminado y los soldados debían llevar equipos completos impermeables. Con el frío del invierno el gas mostaza permanecía estable, sin evaporarse, en los cráteres que abundaban cerca de las trincheras, hasta que volvía la primavera y atacaba de improviso a los soldados.

Esta imagen tiene una historia detrás, aquí la fuente: http://www.flickr.com/photos/jonspence/5174852937/

Los británicos ya conocían este gas, pero no le veían futuro por su baja tasa de mortalidad (hay quienes nunca están satisfechos). Inmediatamente se dieron cuenta de su error y se pusieron manos a la obra para recuperar el tiempo perdido, aunque casi en vano. Los suministros de gas mostaza no llegaron al frente hasta dos meses antes del armisticio. Sin embargo estos suministros permitieron lanzar varios ataques, en uno de los cuales fue afectado por el gas un tal Adolf Hitler.

Todos estos gases, junto con otros más suaves (precursores de los gases lacrimógenos) fueron empleados también en el frente oriental con una eficacia enorme, puesto que los rusos estaban pobremente equipados. El efecto de las armas químicas durante la primera guerra mundial se estima entorno a 1,3 millones de afectados, de ellos murieron unos 88.000. Los defensores de este tipo de armamento se basan en esto para defender su uso, su baja tasa de mortalidad, según ellos, las convierte en unas armas muy “suaves” que incapacitan al enemigo más que exterminarlo. Sin embargo hay que tener en cuenta que las muertes pos estos gases eran lentas y dolorosas. Salud de los supervivientes quedó enormemente afectada, algunos de ellos no se recuperarían del todo nunca.

El horror contado por los soldados supervivientes, junto, con su carácter indiscriminado, ha hecho que la mayoría de la opinión pública mundial se haya posicionado desde la primera guerra mundial en contra de este armamento, aunque siempre ha tenido defensores. El comandante del primer regimiento químico del ejército de los EE.UU durante la I GM, Earl J. Atkisson escribió en 1925 lo siguiente:

“war is abhorrent to the individual, yet he accepts blowing men to pieces with high explosive, mowing men down with machine guns, and even sinking a battleship in mid-ocean with its thousand or fifteen hundred men being carried to certain death… However, to burn the skin of a man outrages all his civilized instincts”

“la guerra es abominable para el individuo, y aún así acepta volar a los hombres en pedazos con explosivos de alta potencia, acribillarlos con ametralladoras o incluso hundir un crucero en medio del océano avocando a sus mil o mil quinientos tripulantes a una muerte segura… Pero quemar la piel de un hombre es un ultraje a sus instintos civilizados”

Esta visión nunca llegó a calar fuera del ámbito militar, lo que llevó a los gobiernos a proseguir con las investigaciones en secreto, para evitar el la repulsa del público, además de para preservar sus descubrimientos frente al resto de naciones.

Entre guerras químicas

Inglaterra decidió mejorar los gases existentes en colaboración con EE.UU. y Canadá. Se sintetizaron los gases mostaza nitrogenados o derivados del arsénico con mejores propiedades. Por ejemplo el lewisite es un compuesto con arsénico que tiene efectos parecidos al gas mostaza original, pero mucho más potente y rápido, además de oler a geranio (una mejora que los soldados enemigos sin duda apreciarán). Se realizaron también mejoras en el proceso de hacer llegar el gas al enemigo (la entrega o delivery): el acoplamiento de un tanque lleno de gas a un espray montado en un avión. Ahora se podían gasear áreas fuera del alcance de la artillería. Además se desarrollaron armas anticarro, diseñadas para liberar una dosis letal de gas en el interior de tanques, dejándolos listos para que tus propios hombres los capturaran.

Durante el periodo de entreguerras Inglaterra y sus aliados no solo investigaron, sino que también probaron este tipo de armamento. Por ejemplo proporcionaron obuses con gas al ejército blanco durante la guerra civil rusa.

También es probable que se usara en Afganistán en 1919 para acabar con las revueltas tribales. El coronel Foulkes, asesor del gobierno en armas químicas, recomendó su uso ya que los rebeldes no tenían trajes anti-gas ni disciplina, por lo que serían muy efectivas. Se sabe que se enviaron suministros de gas a la región y que las tropas hicieron maniobras con los trajes, pero si hubo algún registro del empleo de armas químicas por el ejército británico ha sido destruido.

Y es aquí cuando España se cuela brevemente en nuestro recorrido histórico para poner en práctica la tesis de Foulkes. Durante la primera parte del s.XX el norte de áfrica había sido un foco de conflicto para las autoridades españolas con varias rebeliones sangrientas. Durante la tercera guerra del Rif el ejército español fue humillantemente derrotado por los rifereños rebeldes en la batalla de Annual, en 1921. Para acabar con la resistencia rifereña y vengar la derrota de Annual se decidió emplear armas químicas contra la población civil rebelde, entre ellas gas mostaza y fosgeno, comprados a Alemania. Se bombardearon pueblos, mercados y fuentes de agua, haciendo de España el primer país en usar este armamento contra la población civil lo que nos da un pase VIP para entrar en ese selecto club en el que también se encuentra gente como Saddam Husein o Bashar al Assad. Finalmente y gracias también a la intervención francesa (eh, de aquí no salieron huyendo) la rebelión rifereña fue sofocada en 1926.

En 1925 se produce un importante punto de inflexión, la redacción del protocolo de Ginebra que prohíbe expresamente el uso de armas químicas y biológicas en los conflictos bélicos entre los estados firmantes. Todas las potencias europeas lo firmaron, salvo la URSS. EE.UU. no lo ratificó hasta 1970. Sin embargo muchos de los estados firmantes añadieron una salvedad: que si eran atacados con este tipo de armas se reservaban el derecho de usarlas ellos también. Si bien este tratado ha sido en general respetado, ello no impidió que se prosiguiera con la investigación de nuevas armas químicas. A esta carrera armamentística se unieron como nuevos participantes la URSS y Japón que comenzaron a manufacturar y probar sus propias armas químicas.

Los japoneses también tomaron nota de la tesis de Foulkes y probaron sus nuevas armas químicas (entre ellas el Lewisite) contra el ejército chino durante la segunda guerra chino-japonesa. También la Italia de Mussolini utilizó armas químicas (gas mostaza) en su invasión de Etiopía en 1935 (Abyssinia, como se la conocía por aquel entonces), alegando que era en respuesta a crímenes de guerra cometidos por los etíopes.

La manufacturación de armas químicas no es muy diferente de la de otros productos como colorantes, pesticidas, explosivos, disolventes… En esencia es mezclar en reactores químicos una cierta cantidad de productos iniciales que suelen ser comunes para la fabricación de muchos compuestos, por lo que no pueden ser prohibidos. Esto debe ocurrir en un orden preciso, una cantidad exacta y unas condiciones determinadas. Es exactamente lo mismo que hace la industria química civil con un par de salvedades.

Primero, la extrema toxicidad de los compuestos manejados hace que sea indispensable que todos los reactores, conducciones y almacenes deban estar perfectamente sellados por la seguridad de los operarios y el entorno. Segundo, como los productos no van a ser usados inmediatamente, debe de haber una serie de instalaciones de almacenaje de alta seguridad, tanto para los stocks en bruto del compuesto, como para las municiones cargadas. Por último también habrá una maquinaria muy específica de este tipo de actividades que llena las municiones con el compuesto químico correspondiente.

Pesticidas para humanos

Pero la mayor revolución en el seno de las armas químicas estaba todavía por llegar y se produciría, como no, en Alemania.

Gerhard Schrader era un investigador del conglomerado empresarial IG Farben. Su trabajo consistía en investigar nuevos insecticidas y en 1936 estaba investigando una familia de compuestos químicos, los organofosfatos. Uno de ellos se mostró tremendamente eficaz contra los insectos. Pero pronto Schrader descubrió que tenía ciertos efectos indeseados en humanos, como la disminución de la visión en oscuridad (contracción de las pupilas) o dificultades para respirar. Teniendo en cuenta que estaban trabajando con concentraciones ínfimas, el efecto era considerable. El aparato de gobierno nazi tenía una red en todas estas empresas químicas y al oír de este descubrimiento llamaron a Schrader para que hiciera una demostración ante oficiales alemanes. Se realizó una prueba con monos con concentraciones mínimas del pesticida. Los monos intentaron en vano taparse la cara, empezaron a perder el control de sus músculos, luego a vomitar, para más tarde convulsionar, entrar en coma y morir a los 15 minutos. Se acababa de descubrir el Tabun, nombre en clave GA, incoloro e inodoro era el primero de los gases nerviosos en ser descubierto.

La diferencia entre los gases anteriores (mostaza, fosgeno, cloro…) y los gases nerviosos es que los primeros son en general agentes irritantes no específicos, atacan a todas las superficies sensibles a su efecto. Los gases nerviosos interrumpen un pequeño proceso químico que es vital para la supervivencia, por lo que matan con menos concentración. Los gases nerviosos impiden la acción de la colinesterasa, una enzima (proteína que acelera las reacciones químicas) que se encarga de romper la acetilcolina, un neurotransmisor. Las neuronas son las encargadas de transmitir (entre otras cosas) mensajes que indican a los músculos cuando y cuanto deben contraerse o relajarse, para lo que usan mensajeros químicos como la acetilcolina, que ordena al músculo que se contraiga. Si no hubiera una colinesterasa, el músculo estaría recibiendo siempre la señal de contraerse, puesto que la acetilcolina presente en el medio no se degrada por sí misma y permanece ahí. El tabun se une fuertemente a la colinesterasa impidiendo que degrade la acetilcolina, provocando que los músculos no puedan relajarse. Esto lleva a una contracción de las pupilas, dificultades para respirar y la pérdida de control de los músculos del cuerpo, resultando en vómitos y diarreas, para finalmente llevar al coma y una muerte por asfixia entre espasmos. Todo ello en menos de veinte minutos. Y se absorbe por la piel, las máscaras no aseguraban protección. El alto mando alemán se frotó las manos, y ordenó la construcción de plantas químicas para la producción de tabun.

Solo un año más tarde vería la luz un compuesto similar al tabun pero diez veces más potente, el sarín (o GB), nombrado así en “honor” a sus descubridores: Schrader, Ambros, Rüdriger y van der Linde.

En 1940 comenzaron los trabajos de construcción de una planta química secreta en Alemania oriental. Era capaz de producir los productos químicos intermedios para la síntesis del tabun y el sarín, de almacenar los gases nerviosos y de llenar las bombas, que luego eran enviadas a un almacén en Silesia. La producción de estos gases fue un reto incluso para los experimentados químicos alemanes, algunos compuestos necesarios eran tan corrosivos que había que recubrir los tanques y tuberías con plata. Los propios gases eran tan tóxicos que todas las cámaras tenían una doble cubierta de cristal, entre los dos cristales circulaba aire a presión. Los operarios tenían que llevar respiradores en todo el recinto y llevar trajes con dos capas de goma que cubrían todo el cuerpo y se desechaban cada diez usos. Aún así los trabajadores tenían que pasar con frecuencia varios días lejos de la planta para recuperarse de los efectos del tabun. Y a pesar de todo hubo accidentes. Unos operarios estaban limpiando una tubería que resultó estar llena de tabun. Murieron antes de que pudieran llegar a quitarles los trajes de goma para ponerles atropina (una sustancia que ejerce el efecto contrario al tabun).

Se desarrollaron nuevas armas como minas cargadas con gas mostaza, o ametralladoras de alto calibre con balas con tabún, para intentar matar a las tripulaciones de los tanques enemigos, dispersores de gas para que los aviones pudieran contaminar las filas de soldados enemigos…
Y había una posibilidad aún más terrible: se pensó en llenar las cabezas de los cohetes V-1 alemanes, que podían llegar hasta Londres, con agentes químicos como el fosgeno o el tabun, provocando el caos y miles de víctimas en la capital inglesa.

Sin embargo, de algún modo, Hitler nunca hizo uso de este armamento. Se especula que el daño que le causó el gas mostaza durante la primera guerra mundial le provocó un fuerte sentimiento de animadversión hacia el uso de los gases en la guerra. También, porque la inteligencia nazi pensaba que los aliados tenían sus propios gases nerviosos, ya que los compuestos relacionados con los organofosfatos desaparecieron de las revistas científicas americanas desde el principio de la guerra. En realidad era porque se estaba desarrollando el DDT (un pesticida organoclorado) en secreto. Realmente desconocemos las razones que llevaron a Hitler a rechazar su uso, cuando todo su alto mando clamaba que debía usarlas. Lo cual fue una suerte enorme. El desembarco de Normandía podía haberse parado en seco con una nube de tabun o incluso del viejo fosgeno. Los soldados se habían dejado sus máscaras anti-gas en Inglaterra para aligerar peso y además los servicios de inteligencia aliados no tenían ni idea de la existencia de los nuevos gases nerviosos alemanes. Sorprendentemente, durante la segunda guerra mundial no se hizo uso de los gases como armas químicas en el escenario europeo.

Tras la victoria, los aliados no renunciarían a estas nuevas armas alemanas. Los soviéticos rodearon y se hicieron con el control de la planta de producción de tabun de Alemania oriental antes de que los artificieros pudieran demolerla, junto con otros centros de producción. Con la captura de estas plantas también consiguieron documentos en los que se explicaba su manufacturación. Tuvieron también acceso a información sobre otros agentes nerviosos aún más potentes que estaban siendo investigados como el soman o GD. Pero los centros descubiertos por los aliados occidentales habían quemado toda información al respecto y no encontraron factorías de gases nerviosos en Alemania occidental. Se enteraron de su existencia por las municiones llenas de gas que hallaron y por testimonios de operarios y científicos. Mientras los científicos occidentales trataban de averiguar qué eran estos nuevos gases, los soviéticos desmontaron las plantas de producción que habían encontrado y las trasladaron a territorio ruso, donde las pusieron de nuevo en funcionamiento, para horror de occidente que veía como su nuevo adversario ganaba ventaja en este campo.

Sin embargo los aliados capturaron a la mayoría de científicos involucrados en la investigación de armas químicas, aunque esto no reportó inicialmente ninguna ventaja frente a los rusos que ya estaban produciendo GD. Precisamente esa situación tan incómoda para occidente llevó a continuar la colaboración en cuanto a armas químicas y biológicas entre USA, UK y Canadá. Era el trío perfecto2s2: UK ponía a los mejores científicos, USA el dinero y Canadá miles de hectáreas de terrenos vacíos en los que hacer pruebas de campo.

Desplegando el abanico

La carrera armamentística que comenzó tras la segunda guerra mundial intensificó la necesidad de pruebas experimentales con los nuevos gases. Solo tenemos conocimiento de parte de lo que se hizo en el bando aliado, pero es de suponer que en el lado soviético ocurrió algo muy similar. Se realizaron pruebas sobre voluntarios para testar los efectos del sarín o la capacidad de las nuevas máscaras y sistemas de protección. Se sabe que algunos de ellos murieron durante los tests y otros quedaron gravemente incapacitados, con problemas neurológicos y motores durante el resto de su vida. A muchos de ellos se les negó la compensación económica o la jubilación que les hubiera correspondido para no reconocer oficialmente que estas investigaciones se llevaban a cabo.
En 1952 nació un nuevo gas de manos de otra investigación sobre pesticidas. En este caso por parte de un laboratorio inglés y llevada a cabo por el químico experto en organofosfatos Ranajit Ghosh. El nuevo gas (VX) era un hibrido perfecto entre el gas mostaza y los gases nerviosos. También era otro buen pesticida con el indeseable efecto de ser letal para los seres humanos. El VX es de aspecto oleoso y no se evapora rápidamente, permanece en el medio durante semanas, evaporándose lentamente y dejando intransitables amplias zonas. Es también un inhibidor de la colinesterasa y se absorbe tanto por la piel como por las vías respiratorias. Sus efectos son exactamente los mismos que los del tabun, aunque es incluso más potente.

Este es el último tipo de gases letales que está perfectamente caracterizado y conocido, al menos para el público. Pero la investigación sobre armas químicas se expandió en busca de otros compuestos útiles en la guerra. Por ejemplo se investigó el LSD (para desorientar y dejar indefenso al enemigo), los gases lacrimógenos (como alternativa suave a los gases letales), defoliantes (para acabar con bosques que molesten o campos de cultivo enemigos) y unos cuantos más. El campo de las armas químicas es amplísimo y una historia detallada de lo que pasó después sería demasiado larga de contar. Pero a continuación está lo más destacado.

La guerra de Vietnam además de ser probablemente la más conocida de la segunda mitad del s.XX, también puso a prueba a varias armas químicas que no eran gases venenosos. La primera está grabada en el imaginario colectivo gracias a Appocalypse now. Sí, el napalm. Una mezcla química capaz de arder durante periodos prolongados de tiempo y sobre cualquier superficie. Las armas de fuego (en este caso en el sentido literal de la palabra) no son nuevas. Se sabe que el imperio Bizantino ya en la edad media usaba una mezcla de nafta y otros aceites inflamables para incendiar barcos enemigos. La tecnología lanzallamas se recuperó durante la segunda guerra mundial esencialmente para desalojar búnkeres y posiciones enemigas con facilidad. En Vietnam se usó para arrasar la selva y atemorizar. A no ser que se impida totalmente el acceso al oxígeno (sumergiéndolo totalmente, por ejemplo) el napalm no deja de arder, lo que es aterrador. Además su consistencia gelatinosa hacía que no fuera fácil librarse de él. Una de las escenas más crudas de la guerra es, precisamente, el de una niña huyendo de su pueblo por una carretera con quemaduras por Napalm. Vietnam y napalm han quedado tan unidos en nuestra cultura que es casi imposible separarlos.

http://www.youtube.com/watch?v=Ev2dEqrN4i0

La segunda arma química puede ser un poco menos conocida, y aún menos convencional: el agente naranja. Puede resultar sorprendente que un defoliante (herbicida) pueda ser un arma química. Es concretamente una mezcla casi a partes iguales de 2, 4-D y 2, 4, 5-T unos compuestos que imitan a las auxinas (hormonas vegetales) que provocan un caos hormonal en la planta. La idea es sencilla. Si te cargas los cultivos de los que se alimenta el Vietcong, los forzarás a rendirse de hambre. Si destruyes las selvas en las que se oculta, quedarán expuestos y no podrán hacer una guerra de guerrillas. Si bien el Napalm hizo bastante bien lo que se esperó de él, el agente naranja fue harina de otro costal. Vietnam es grande, muy grande y es imposible retirar toda la selva y cultivos solo con defoliantes.

Además resulta que el 2, 4-D y el 2, 4, 5-T pueden reaccionar en una pequeña proporción dando lugar a compuestos tóxicos -concretamente la dioxina TCDD- con el calor (recuerden, estas cosas se arrojan sobre un país tropical). La dioxina TCDD es un carcinógeno en dosis altas y aumenta el poder carcinogénico de otros compuestos. Su efecto más grave es que puede alterar el desarrollo embrionario, provocando malformaciones en fetos. Y para poner las cosas aún mejores, es muy poco biodegradable, por lo que permanece en el ambiente durante décadas. Hay zonas de Vietnam en las que todavía está presente. No sólo se contaminaron los vietnamitas, sino también muchos soldados norteamericanos, bien porque les llovió herbicida o porque trabajaban con él (técnicos o pilotos). Total, como la cosa era matar vietnamitas, a quién le importaba que hubiera algún contaminante que otro en el mejunje ese. Por supuesto las víctimas estadounidenses han tenido que luchar décadas por una indemnización y las vietnamitas ya pueden esperar sentadas.

Tras la guerra, en 1973, Richard Nixon impulsó un acuerdo internacional todavía vigente sobre armas biológicas y químicas. Según este tratado los firmantes acuerdan no almacenar, producir, vender, comprar o usar este tipo de armamento. El tratado fue firmado por la URSS (aunque sabemos que la parte de la guerra biológica, al menos, se la pasó por el forro), EE.UU, UK y Canadá entre otros.

Después de este tratado, la carrera armamentística, por supuesto, prosiguió. El último grito en armamento químico son las armas binarias. Son proyectiles que llevan en su interior dos compuestos químicos separados por una barrera. Cuando el proyectil impacta, la barrera se desintegra y los dos compuestos de mezclan. Con el calor generado por el impacto o por alguna carga explosiva extra los dos compuestos químicos reaccionan dando lugar a un gas nervioso. ¿Por qué supusieron una revolución? Para empezar, porque los compuestos químicos que forman parte del arma binaria suelen ser comunes a muchas ramas de la química industrial (por lo que no pueden ser prohibidos). Tampoco son tan peligrosos o corrosivos como un gas nervioso. De modo que se pueden almacenar grandes stocks de estos precursores químicos sin romper las convenciones de armas químicas y con total seguridad para los técnicos. Si se decide alguna vez usar la guerra química, sólo habrá que cargarlos en las bombas y hasta que no impacten no habrá gas nervioso. La única pega es que las condiciones de temperatura y presión, en el impacto de la bomba, no son las ideales para que ocurra la reacción química. “Solo” aproximadamente el 70% de los precursores se transformarán en el arma química. Parece un precio pequeño a pagar a cambio de las ventajas que se han mencionado antes.

A partir de este punto las novedades en el campo de las armas químicas se han centrado en perfeccionar las serie de gases nerviosos similares al VX (serie V) o al tabun (serie G), si hay novedades en este campo más allá de lo dicho, no son conocidas.

Bueno hay una pequeña excepción, en 1992 dos científicos rusos, Lev Fedorov y Vil Mirzayanov, desvelaron (entre otras cosas) la existencia de una nueva familia de gases totalmente desconocida en el hemisferio occidental, llamados Novichok (“recién llegado” en ruso). Estos compuestos también son inhibidores de la colinesterasa. Se han desarrollado para usarse como armas binarias, más potentes que la serie V, pero con todas sus ventajas. Y en teoría penetran mejor las protecciones anti-gas occidentales. Sin embargo poco más se sabe de esta nueva familia de armas.

Daños colaterales

Las armas químicas encierran un potencial de destrucción inmenso. Sus características de alta letalidad y dispersión aérea las convierten armas aterradoras. Hasta este momento, sin embargo, ningún mando militar había tomado la decisión de usar estas armas contra la población civil, aunque esta es, precisamente, la más vulnerable. La alta concentración de civiles en ciudades o campamentos, junto con su falta de medios de protección y adiestramiento los convierte en objetivos ideales. Solíamos pensar que no habría nadie tan loco como para romper de esa manera las “leyes de la guerra”. Pero el ser humano encuentra siempre el modo de superar siempre sus expectativas.

La guerra Irán-Iraq es la última (que sepamos) en la que se ha usado armamento químico. Comenzó en 1980, pero ya en 1981 se empezaron a realizar todos los preparativos para la producción de estas armas. Tanto los materiales e instalaciones, así como los precursores de las armas químicas fueron alegremente comprados a compañías occidentales bajo la excusa de que era para la producción de pesticidas. Además se compraron bombas convencionales a España que fueron fácilmente modificadas para contener armas químicas. Entre las armas empleadas tenemos un repertorio de clásicos como el gas mostaza, tabun o sarín y otros similares como el ciclosarín. Iraq declaró haber empleado unas 1.800 toneladas de gas mostaza y 600 de sarín entre otros. En ocasiones estas armas no se usaron sólo contra los soldados iraníes, también se emplearon en poblaciones civiles.

El acto más vergonzoso no ocurrió en Irán, sino en el Kurdistán, la región en la que vive la etnia kurda y que se extiende por varios países. Los kurdos reclamaban más independencia y guerrillas de esa etnia se habían aliado con los iraníes. Mantenían bajo su control una base militar cercana al pueblo de Halabja’s. El ejército iraquí comenzó a bombardear indiscriminadamente el pueblo, primero con armamento convencional, luego con armas químicas. Los habitantes estaban refugiados en sus casas, aterrorizados por los bombardeos con napalm. En cierto momento pareció que las bombas cesaban. Entonces aparecieron aviones descargando columnas de humo de varios colores: un coctel mortal de armas químicas. Se cree que se emplearon el gas VX, mostaza o sarín. Los supervivientes describen que les llegó un olor como a basura que con el tiempo pasó a ser a manzanas o a huevos podridos. Empezaron a morir los pájaros y otros animales. Luego fueron las personas quienes comenzaron a vomitar y desplomarse. Todos los que pudieron intentaron huir, los que no salieron de Halabja’s murieron. El ataque acabó con las vidas de entre 3.500 y 5.000 personas e hirió de 7.000 a 10.000, la mayoría civiles. Iraq acusó a Irán y occidente no hizo nada al respecto, continuó apoyando a Saddam.

Las delgadas líneas rojas

Las armas químicas supusieron una revolución en el mundo de la guerra. Matan o incapacitan, dejando los edificios y recursos intactos. Si alguien bombardease Londres con sarín, cuando las nubes de gas se disiparan con el viento, el oro del Banco de Inglaterra seguiría allí. No solo eso, si no que cuanto más asimétrico es el conflicto, tanto mayor es su efectividad. Son el antídoto perfecto contra la guerra de guerrillas. Su principal desventaja táctica, su nula selectividad a la hora de matar. Pero más allá de estos aspectos prácticos hay una realidad tangible. Las armas químicas se emplean contra personas, igual que las balas, obuses y misiles. Éticamente puede que no haya mucha diferencia entre matar a alguien con una pistola o hacerlo con tabun. Sin embargo precisamente su caracter indiscriminado suscita la repulsa del público (igual que ocurre con las armas nucleares o biológicas) y hace a los mandos militares más reacios a emplear este armamento.

Pero creo que es poco probable que las armas químicas vayan a dejar de ser una opción para los altos mandos militares o que su investigación se paralize (a pesar incluso de la mala prensa que tienen) y en algún momento serán usadas, como en Siria. La comunidad internacional las coloca tras una línea roja, pero es obvio que cualquier país con la capacidad de manufacturarlas y que crea que merece la pena usarlas, las usará. La línea roja sólo hace que los mandos militares sean más escrupulosos a la hora de emplearlas. Pero si en algún momentolos beneficios superan a las posibles sanciones, nada asegura que no se vayan a emplear.

Como nota final, recomiendo la lectura del libro “A higher form of killing” en el que se aborda de forma mucho más amplia la guerra química e incluye la guerra biológica

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