Una historia desde Ritsona

Cruz Roja Málaga
9 min readOct 14, 2016

Nuestro compañero Jamal El Kadib narra su experiencia en Ritsona (Grecia) como delegado de Cruz Roja Española en apoyo a personas refugiadas.

Esta historia que se describe a continuación viene reflejada tal como la relataron dos de sus protagonistas. Se trata de la historia de un refugiado sirio, nacido en Dier Ez-Zor, localidad donde había crecido y conseguido fundar su propia empresa de construcción para después casarse y tener cuatro hijas. Muy concretamente, es la historia de Amir (nombre ficticio para mantener su anonimato) que, en realidad, puede ser también la de cualquiera de las más de cien mil personas refugiadas que, actualmente, se encuentran atrapadas en Grecia.

Todo empezó la mañana del 8 de marzo de 2016 en la localidad de Izmir, situada al oeste de Turquía, cuando Amir decidió cruzar el estrecho que separa Turquía con Grecia. “En mi vida había pasado más miedo que aquella fatídica noche y no creo que vuelva a tener tanto miedo en el resto de mi vida”, aseveró Amir con un tono monótono y apagado. Dos días antes, Amir se armó de valor para ir a hablar y contratar a un traficante que le habían recomendado desde Siria y que supuestamente le podría llevar a las tierras (o aguas) griegas.

Para poder lanzarse al mar, el traficante le exigía pagar 650 euros por cada persona mayor de dos años y otros 350 euros para los que todavía no llegaran a cumplir los 24 meses. A falta de otras alternativas, Amir tuvo que pagar todo lo que le habían pedido por cada uno de los 17 miembros que componían las tres familias que habían viajado con él hasta Turquía; la suya propia y las de sus dos hermanos. El precio incluía transporte hasta el punto de salida en el mar y la barca hasta “Europa”. El traficante pedía recibir la mitad del importe acordado como adelanto de la reserva de cada una de las plazas y la otra mitad antes de subir a la barca. También le aconsejó ir a la tienda de al lado para comprar chalecos salvavidas. Amir sorprendido le preguntó: “¿Cómo? pero en Siria me dijeron que el precio incluía los salvavidas”. La respuesta del traficante fue alegar que antes los precios eran otros y que debido al acuerdo de Turquía con la Unión Europea había cambiado la tarifa; además, le replicó el traficante que los chalecos salvavidas eran muy baratos y apenas costaban 20 euros cada uno.

Amir salió atónito de aquella tienda donde tenían un cartel en la entrada anunciando vuelos a los Estados Unidos y varias ofertas de escapadas en cruceros de lujo para recorrer todo el Mediterráneo por menos de mil euros, nada más lejos de la realidad.

Amir decidió ir inmediatamente a comprar los chalecos salvavidas en la tienda que le había indicado el señor de la “agencia de viajes”. Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando la dependienta de aquella tienda incrustada en un bazar al más puro estilo turco le dijo que el precio de cada uno de dichos chalecos rondaba los 75 euros y que además debería comprar el cinturón que iba aparte y que valía 20 euros. No le quedó otra alternativa que comprar todo lo que le habían indicado y después llevar su compra a la agencia de viajes para dejarla al traficante, ya que llevar tantos chalecos le podría delatar ante las autoridades. Muy amablemente, el dueño de la pseudoagencia de viajes accedió a guardar las pertenencias de Amir, asegurándole que se las entregarían antes de montar en la barca.

Amir, angustiado por la travesía, por la inversión que acababa de realizar y sobre todo pensando en su hija de ocho meses con una cardiopatía y severos problemas respiratorios que le suelen provocar crisis asmáticas desde las primeras semanas de vida, volvió a preguntar en un inglés primitivo si la travesía era muy peligrosa. La respuesta evidentemente fue negativa y el traficante le aseguró que se trataba de un viaje de menos de una hora y que si corrían peligro no les dejarían jugarse la vida bajo ningún concepto. Minutos más tarde, los dos se citaron en el taller de carpintería donde los habían “alojado”. La noche del día siguiente salieron en coche hasta el punto marítimo donde cogerían la barca que les llevaría a él y a su familia a una “nueva vida”.

Amir, inquieto y tremendamente agobiado, le preguntó cuántas personas solían montar en dichas barcas y la respuesta fue bastante alentadora puesto que le aseguraron que probablemente fueran entre 25 y 30 personas y que lo más seguro es que irían sólo los miembros de su familia y un par de mujeres mayores que llevaban días esperando ir en una barca “familiar”.

Al día siguiente, Amir reunió a toda la familia para rezar en grupo, tal vez por última vez. Nada más acabar la oración del anochecer se fundieron prácticamente todos en un abrazo eterno entre lágrimas y llantos que olían a miedo e incertidumbre al futuro más próximo. Alguno de los tres adultos varones espetó que en cualquier caso, pasara lo que pasara, el futuro sería mejor, ya que si llegamos a morir no volveríamos a ir al infierno puesto que ya lo habían vivido y, continuó, “Allah es generoso y perdonará nuestros pecados por todo lo que hemos tenido que sufrir”. Pocas horas más tarde, de repente y sin previo aviso, tres encapuchados abrían las persianas del taller llamando a todo el mundo a montar en los coches todoterreno rápidamente y sin hacer el mínimo ruido. Las tres familias se subieron a los coches y salieron inmediatamente camino a la oscuridad del bosque de Izmir. De repente, se acercaban otros coches de la misma marca y todos pintados en negro oscuro para luego detenerse a la orilla del mar. De nuevo los encapuchados gritaban a todo el mundo, apremiándolos a montarse rápidamente en la barca que les estaba esperando. Gritaban tanto que apenas daba margen a pensar absolutamente nada.

Amir sacó de su bolso una cuerda que había comprado en Siria y empezó a atar por la cintura a cada una de sus hijas con su mujer, para luego atar el otro extremo con su pie derecho. Después preguntó al conductor del coche por los chalecos salvavidas y éste le respondió gritando que se alejara de él y que él no hablaba inglés ni sabía nada de lo que le estaba contando. Amir, se percató que uno de sus hermanos no había llegado aún y decidió no subirse a la barca sin tener a toda su familia en la misma barca. Uno de los encapuchados, furioso, desenfundó una pistola y se la puso en la cabeza amenazándole de que si no se montaba en la barca le mataría a él y al resto de su familia. Amir, firme en su decisión, le respondió que prefería morir antes de viajar a “la muerte” sin su hermano.

Afortunadamente, pocos minutos más tarde, aparece el coche donde estaba su hermano acompañado de otras tres familias. En total, eran alrededor de 70 personas que se vieron obligadas a montarse todas en la misma barca que inicialmente era para 25 ó 30 personas. El mismo encapuchado arrancó el motor de la barca y asignó bajo amenaza de muerte y a punta de pistola a uno de los “nominados” a solicitantes de asilo a “tripular” la barca.

La odisea de Amir y su familia, lejos de terminar, se complicó aún más. A menos de 300 metros de la salida se les apagó el motor de la barca y los intentos de los refugiados de arrancarlo de nuevo fueron en vano. Minutos más tarde, aparecen los mismos encapuchados que curiosamente antes manifestaron que no hablaban inglés para insistir en un árabe fluido a los refugiados que su viaje no tenía billete de vuelta y que deberían seguir, aunque fuera a remo o nadando. Entonces empezó a cundir el pánico y temer lo peor en medio de la oscuridad, entre el llanto y los gritos de los niños y la desesperanza de las madres. Algunos se lanzaron a remar de vuelta a Turquía y al mismo tiempo negociando y pidiendo clemencia a los encapuchados. Cuando los refugiados les aseguraron que sólo querían salvar a los suyos y que no querían nada más y que el dinero que habían pagado lo daban por perdido, accedieron a dejarlos salir y llevarlos de vuelta al punto más cercano de la ciudad y abandonarlos allí sin derecho a reclamar absolutamente nada.

Fue un alivio en medio de un infierno rodeado de olas y bajo la luz de las estrellas. Fue como un punto de esperanza para seguir nuevamente esquivando a la muerte y luchar para no agonizar en el camino al futuro por muy incierto que fuera. Las tres familias decidieron volver en taxis a la pensión donde se alojaron antes de ir la “agencia de viajes” y días antes de lanzarse al mar. Pocas horas más tarde, la esposa de Amir se da cuenta del estado crítico en que se encontraba su hija y deciden llevarla en taxi al hospital público de Izmir. Allí, el empleado del turno de guardia les pide disculpas alegando que sin la tarjeta de solicitantes de asilo no podrían admitir a la niña y que se la llevaran lejos del hospital porque no querían más problemas con los refugiados. Amir le suplica que la admitiera y que al amanecer irían a solicitar la tarjeta mencionada. El empleado le vuelve a insistir fríamente que se la llevara lejos porque para gestionar la tarjeta tardarían al menos 3 semanas. Amir, humillado, desesperado y envuelto en llanto decide llevar a su hija fuera y preguntar al taxista si sabía de alguna clínica privada. Allí, lo primero que le preguntaron fue si era solvente y podía pagar al menos 5 días de anticipo por el más que probable ingreso de la niña en dicha clínica. Le indicaron que el precio por cada noche era de 250 euros pudiendo variar según el tipo de medicación o en caso de intervenciones de urgencias. Amir, desesperado, decide dejar a su niña de 8 meses ingresada en la clínica previo pago de un depósito de 3000 euros. La factura después de siete días ascendió a 3500 euros porque los médicos le diagnosticaron una infección pulmonar aguda y precisaba de suero y antibióticos entre otras cosas.

Tres días más tarde, Amir decidió pagar a otra “agencia de viajes” 800 euros, precio que incluía chalecos salvavidas, cinturones y, evidentemente, la travesía a Grecia. Además, le volvieron a asegurar que no irían más de 35 personas en la barca. Al cabo de unos días de nuevo, como si fuera un dejá vu, desde una nave industrial hasta una de las tantas playas salvajes de Izmir, Amir volvió a implorar a Dios para que salvara a su familia o al menos que pusiera fin a su sufrimiento.

En el segundo intento, las tres familias pudieron ir juntas en la misma barca que compartieron con al menos cincuenta personas más. Tres horas más tarde, pudieron llegar a una isla griega todos sanos y salvos. Actualmente, y después de siete meses, la familia de Amir y las de sus tres hermanos siguen viviendo en tiendas de campañas en el campo de refugiados de Ritsona en Grecia.

Amir me dijo que tenía una empresa de construcción y que poseía 5 pisos y dos coches en su Siria natal. Me aseguró que había vendido todas sus propiedades, a excepción de uno de los pisos, con la ilusión de poder regresar algún día a la tierra en la que nació. Todo el dinero que había traído de Siria y que le costó muchos años de lucha y sufrimiento lo invirtió en la travesía.

El único piso que seguía teniendo en propiedad fue blanco de un misil hace menos de un mes, la última de las noticias que ha recibido. Ya no le queda más que mirar hacia delante.

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