Proteger a los más vulnerables: una estrategia para salvar vidas frente al COVID-19 en Costa Rica
Costa Rica es un país líder en salud pública a nivel mundial y como tal está llamado a ser un ejemplo mundial en la actual crisis por COVID-19 que enfrenta la humanidad.
La anterior afirmación no es una exageración. Utilizando algunos de los indicadores más aceptados internacionalmente podríamos afirmar que Costa Rica es el país más eficiente del mundo en dar una vida larga a su población con su limitada capacidad económica. Logro que no es despreciable.
Si comparamos todos los países del mundo en cuanto a la relación entre la esperanza de vida al nacer (edad promedio que se espera llegue a vivir una persona que nace en cada país en un año determinado) y la riqueza económica (medida por el pib percápita), los resultados nos muestran que Costa Rica es un país muy eficiente en dar una esperanza de vida alta según su capacidad económica. Ciertamente existen países con mayor esperanza de vida como España, Australia o Noruega, pero son países que además tienen entre el doble o hasta cuatro veces la riqueza económica de Costa Rica. Sin embargo, Costa Rica alcanza una esperanza de vida de 80 años, lo cual es comparable con la de los países más desarrollados del mundo, sin tener una riqueza económica comparable a la de estos países.
El gráfico anterior nos resume un logro histórico de Costa Rica a nivel mundial. Quienes vivimos en este país no debemos ser mezquinos en reconocerlo y, por el contrario, debemos valorarlo, protegerlo y potenciarlo.
Este texto pretende demostrar que en este país tenemos las herramientas para implementar una estrategia que nos permita minimizar las muertes por COVID-19. Una estrategia simple pero efectiva, que básicamente consiste en priorizar y proteger lo más importante: la vida de las personas, sobretodo de las personas más vulnerables. Esto solamente será posible si logramos enfocar los recursos de una forma eficiente y oportuna, haciendo un uso adecuado e inteligente de las herramientas de información que hemos construido como país y que es momento de utilizar para proteger a quienes más lo necesitan.
Cierro esta introducción haciendo una aclaración. Este texto tiene muchos datos, pero no se trata de ellos, se trata de las personas a quienes esos datos representan. ¡No perdamos esto de vista!. Detrás de cada fría estadística hay rostros humanos, historias de vida.
Enfoquémonos en lo fundamental
Por estos días la cantidad de información y estadísticas del COVID-19 es abrumadora. Cada día vemos salir nueva información y se vuelve prácticamente imposible seguirle el ritmo a la cantidad y velocidad con que se comparten datos sobre la pandemia. En ese contexto, es más fácil que perdamos de vista los datos más importantes para enfrentar esta crisis.
Ante una crisis como la que vivimos, el indicador más importante es el número de muertes. No hay otro dato al que debamos prestar más atención. Cada vida que se pierde es irremplazable y por lo tanto el objetivo mayor de cualquier estrategia en este momento debe ser mantener este indicador lo más bajo posible.
Adicionalmente, por distintas razones que no me detendré a explicar, de los distintos datos que se publican, la cantidad de muertes es la estadística más confiable y comparable entre países hasta el momento.
Entiendo que enfrentamos múltiples y muy complejos retos. Actualmente todos los Gobiernos del mundo se preguntan, ¿qué medidas implementar para aplanar al máximo la curva de contagio a la vez que minimizamos el impacto negativo en la economía y sin afectar la privacidad de las personas?. Cuestionamientos absolutamente relevantes en este momento. Sin embargo, ante la realidad que enfrentamos el principal objetivo que nos debemos plantear como especie o como nación debe ser salvar la mayor cantidad de vidas posibles. Debe imperar el humanismo. Ojalá y paralelamente logremos también atender los demás retos, que si bien son sumamente importantes solamente tienen sentido si logramos proteger lo fundamental: la vida de muchas personas.
Las muertes siguen aumentando de forma exponencial. Escribo esta línea a inicios de abril (7/04/20). Hago esta aclaración porque los números cambian rápidamente. Para hacernos una idea de lo que es un crecimiento exponencial veamos estos datos, el 11 de enero se registró la primera muerte por COVID-19 a nivel mundial, casi tres meses después (81 días) al cierre de marzo se registraban 37.271 muertes, pero hoy, siete días después de esa fecha, contabilizamos un total de 74.066 muertes, prácticamente el doble; y una tendencia que se acelera cada vez más. Un escenario dramático a nivel mundial.
Todavía hay mucho que no sabemos de este virus. Por ejemplo, aún no sabemos qué tan mortal es. Para ello, necesitaríamos conocer la tasa de mortalidad. Es decir, del total de personas contagiadas el porcentaje que llegan a morir. Pareciera algo básico, pero lo cierto es que no existe un único dato a nivel mundial. La tasa de mortalidad varía de forma considerable entre países e incluso ha mostrado fuertes variaciones dentro de un mismo país en cuestión de días. Hay países como Italia con una alta tasa de mortalidad cercana al 12%, mientras que en países como Alemania o Corea del Sur el porcentaje de pacientes de COVID-19 que fallece es cercano o menor al 1%.
Costa Rica hasta ahora se ubica en el grupo de países con un bajo porcentaje de mortalidad. Sin embargo, para mantenernos en ese grupo debemos comprender a fondo los factores que influyen en este indicador para diseñar estrategias dirigidas a disminuir las muertes.
¿Quiénes son los más vulnerables?
La diferencia entre países en cuanto a la tasa de mortalidad por COVID-19 puede responder a múltiples causas. Mucho se ha dicho que la mortalidad depende en buena medida de la magnitud y velocidad con que se esparce el virus, la famosa curva de contagio. También se ha señalado que depende de la capacidad de respuesta del sistema de salud de cada país, o de qué tan acertadas y oportunas resultan las medidas implementadas por los gobiernos para enfrentar la crisis. Todos estos son factores que sin duda influyen en qué tanta mortalidad puede registrar el COVID-19 en cada país. Sin embargo, existe una variable que ha mostrado una relación consistente con la mortalidad en prácticamente todos los países donde hay buenos datos disponibles: la edad.
La relación es simple: a mayor edad, mayor riesgo de morir. Esto no tiene nada de nuevo, en realidad es algo que sabemos desde que inició la epidemia. Sin embargo, es un dato de suma relevancia para diseñar una estrategia dirigida a salvar vidas y por ello sugiero que lo exploremos más a fondo.
China fue el primer país en publicar sobre la relación entre la mortalidad por COVID-19 y la edad. Para comprender y enfrentar mejor este reto global el Centro Chino para el Control y Prevención de Enfermedades publicó los datos de mortalidad según grupos de edad de sus muertes registradas. Mostraron una relación donde la tasa de mortalidad varían de 0% en menores de 10 años hasta 14,8% en personas de 80 o más años de edad. Es decir, en ese país la mortalidad fue diez veces mayor en los adultos mayores que entre pacientes de mediana edad. Estos han sido los porcentajes que más se han utilizado a nivel mundial para comprender la relación entre la mortalidad y la edad. Sin embargo, considero que la tasa de mortalidad por edad no es la mejor forma de comprender esta relación, ya que este indicador varía de forma importante entre los distintos países, lo que hace que no se pueden extrapolar los valores de un contexto a otro. Sin embargo, podemos re-interpretar esta relación de una forma más simple que elimina el efecto de las variaciones en la tasa de mortalidad y hace los resultados más comparables entre países. Simplemente se trata de analizar del total de muertes el porcentaje que superan cierta edad. Para el caso de China, los mismos datos anteriores se pueden re-interpretar como que un 80% de las muertes ha ocurrido en personas con 60 años o más y la proporción llega al 93% de los casos si consideramos las personas de 50 años o más.
Con la expansión del virus Europa pasó a ser el nuevo epicentro global y el territorio que pasó a registrar la mayor cantidad de muertes. Muchos de los indicadores variaron su comportamiento con respecto de lo que se había registrado en China. La curva de contagio ha seguido una tendencia y ritmo distinto. La tasa de mortalidad ha registrado importantes variaciones respecto a China e incluso a lo interno de los distintos países de Europa. Estas diferencias en la tasa de mortalidad por edad se muestran en el siguiente gráfico.
A pesar que entre los países se registraron distintas tasas de mortalidad por edad, si analizamos esos datos según la concentración de muertes por edad encontraremos un resultado muy similar y que se ha mantenido prácticamente constante a lo anteriormente reportado por China.
En Italia, país con la tasa de mortalidad por Covid 19 más alta del mundo y país con la segunda población más envejecida del mundo, la relación entre ambas variables es particularmente relevante. Para el 29 de marzo, del total de muertes registradas en este país el 83.4% eran personas de 70 o más años y un 95.2% eran personas de 60 o más años. En España se ha dado de forma similar, al 23 de marzo, del total de casos registrados las personas con 60 o más años concentraron el 95,4% de las muertes. Para el caso de Alemania, con datos al 24 de marzo, el 93% de las muertes se ha concentrado en población de 70 o más años. Es decir, en países con distintas tasas de mortalidad se registra una concentración similar de sus muertes entre personas de mayor edad. Esta es una relación que se mantiene prácticamente constante entre los distintos países.
De Europa el epicentro de la pandemia se movilizó hacia los Estados Unidos. País que rápidamente pasó a registrar la mayor cantidad de contagios por COVID-19 en el mundo. De acuerdo con los datos que el Centro para el Control y Prevención de la Enfermedad incluyó en un reporte sobre el tema, se concluye que del total de casos confirmados un 31% corresponden a personas de 65 o más años. Sin embargo, entre la población en ese rango de edad se concentra el 45% de las hospitalizaciones, el 53% de las admisiones en camas de cuidados intensivos y el 80% de las muertes.
La conclusión es simple y es global: entre las personas contagiadas por COVID-19 los adultos mayores son la población con mayor riesgo de ser hospitalizadas, de requerir cuidados intensivos y de llegar a morir. Por tal razón, la edad de las personas contagiadas no sólo es un factor determinante en la cantidad de muertes en un país, sino que genera un enorme impacto en la capacidad de respuesta del sistema de salud público frente a la crisis, incluso para responder ante la necesidad de atender a personas de menor edad que así lo requieran. En ese sentido, insisto en que a la variable edad se le debe prestar una mayor atención si queremos implementar una estrategia dirigida a salvar vidas.
Conviene señalar que los países, por distintas razones, tienen poblaciones más o menos envejecidas. Es decir, tienen proporciones distintas de adultos mayores dentro del total de su población. Considerando el mayor riesgo de este grupo, lo anterior sugiere que los países con poblaciones más envejecidas son además los países con mayor riesgo de registrar una proporción importante de muertes por el COVID-19.
Según datos del Banco Mundial, el porcentaje de población con 65 años o más es de 9%. El país con la población más envejecida es Japón con un 28% de sus habitantes en ese rango de edad, seguido de Italia con 24%. En contraste, en Qatar y en Emiratos Árabes Unidos el porcentaje de población con 65 o más años es tan sólo 1%, y en muchos de los países más pobres de África esta cifra es menor al 5%. En América Latina y el Caribe esta proporción varía entre 4,7% en Honduras hasta el 14% en Uruguay. En Costa Rica el 9,5% de su población es adulto mayor, es el quinto país más envejecido de América Latina y el Caribe y el más envejecido de Centroamérica.
A partir de lo anterior, uno de los temas en los que más quisiera llamar la atención es que no necesariamente la distribución por edad de las personas contagiadas con COVID-19 se distribuye igual que la estructura por edad de la población de cada país. Existe la posibilidad de los contagios se concentren en personas con ciertas edades y en función de ello puede variar considerablemente el impacto en el sistema de salud y en la cantidad de muertes.
Entre los países con buena información disponible, se ha observado que los casos confirmados de COVID-19 se distribuyen muy distinto por edad entre los distintos países. En Italia y España se ha registrado un mayor proporción de casos confirmados en personas con 70 o más años, mientras que en países como en Corea del Sur o China la proporción de adultos mayores contagiados ha sido considerablemente menor. Llama la atención que en países como Estados Unidos y Corea del Sur se ha dado una mayor concentración de casos entre personas menores a los 30 años, que según los datos es la población en menor riesgo de sufrir una complicación severa de su salud.
Ante el argumento de que la proporción de casos confirmados de COVID-19 en adultos mayores tenderá a ser proporcional a la cantidad de adultos mayores en la población diría que no necesariamente es así, o al menos no al inicio. Siendo estrictos, uno esperaría que conforme el contagio avance hasta alcanzar a una mayor cantidad de la población de un país la distribución de los casos por edad tienda a parecerse cada vez más a la distribución por edad de la población total de ese país. Siguiendo lo que los estadísticos llamamos la ley de los grandes números. Sin embargo, al menos al inicio existe la posibilidad de que el contagio tienda a concentrarse en ciertos grupos de edad. De hecho así se ha dado en otros países y en función de ello el impacto en la cantidad de muertes puede variar drásticamente. Al respecto este texto demuestra que uno de los factores que explican porqué en Italia el COVID-19 ha tenido una tasa de mortalidad tan alta es justamente porque los casos confirmados se han concentrado en la población de mayor edad, en una proporción incluso mayor que su ya envejecida población. En ese país, donde el 30% de la población tiene 60 o más años, en ese mismo grupo de edad se confirmaron el 60% de los casos de COVID-19. Una combinación fatal.
De hecho, si comparamos la distribución de los casos de COVID-19 por edad y la tasa de mortalidad en los distintos países la conclusión es la misma, en los países donde se da una mayor proporción de contagios en personas adultos mayores es donde la tasa de mortalidad es mayor.
Si el principal objetivo es salvar vidas, es claro que la población que uno desearía que sean los menos contagiados son las personas de mayor edad. Los más vulnerables. Esto es algo que según lo que muestran los datos a nivel internacional se puede lograr, al menos al inicio del contagio del virus, y que de lograrse podría disminuir mucho la cantidad de muertes que se registren.
Comprendo que frente a esta amenaza es imposible proteger del todo a los más vulnerables. Pero al menos, una estrategia bien enfocado permitiría postergar en la medida de lo posible el contagio de esta población a lo largo del tiempo. Esto ayudaría a disminuir el riesgo de saturar los servicios de salud sobretodo en las primeras etapas, también permitiría desde un punto de vista preventivo preparar mejor a esta población antes de que lleguen a ser contagiados. En el mejor escenario, nos permitiría ganar tiempo en la carrera por tener disponible una vacuna que llegue a ellos antes que el COVID-19 o la muerte.
Por estos días recibimos muchas noticias bastante fuertes de distintos sitios del mundo. De todas las que he recibido, la que personalmente más me ha golpeado es la que nos contaba como en ciertos lugares no está quedando más opción que dejar a los más ancianos morir. Utilizan protocolos para definir a quienes priorizar para ocupar uno de los pocos espacios en las camas de cuidados intensivos según su probabilidad de sobrevivir. Esa es la estrategia de dejar morir a los más vulnerables. Es la respuesta más cruda y al parecer la inevitable cuando ya el sistema no tiene capacidad de reacción. Sin embargo, estoy convencido de que que en Costa Rica aún estamos a tiempo de implementar otra estrategia, la de proteger más a los más vulnerables. Un ejemplo de cómo podríamos hacerlo es lo que planteo en las siguientes líneas, bajándolo a tierra para el caso de Costa Rica y haciendo uso de nuestras herramientas poderosas que hemos desarrollado como país.
¿Cuáles son nuestras localidades más vulnerables?
Hasta el momento en que escribo esta línea (7 de marzo de 2020) en Costa Rica se contabilizan 2 muertes por Covid 19. Ese es el dato más relevante. El 100% de las muertes son de adultos mayores, ambos de 87 años. No sabemos, ni podemos saber, qué porcentaje de la población se va a contagiar, tampoco cuántas muertes vamos a contabilizar ni cuándo va a ser el momento más crítico. Lo que sí sabemos, por la experiencia internacional, es que las personas mayores son las más vulnerables y por ello si queremos minimizar el número de muertes debemos implementar una estrategia que les brinde a ellos una protección especial, de forma eficiente y oportuna.
Ha pasado prácticamente un mes desde que se registró el primer caso de COVID-19 en Costa Rica, al momento tenemos 483 casos confirmados. Al analizarlos, es posible concluir que la distribución por edad de estos casos no es igual a la de la población general. Lo más característico de los casos confirmados es que se concentran en la población con edades entre los 20 y los 64 años. También, llama la atención que se han registrado pocos casos confirmados de menores de edad con respecto al peso de esta población a nivel nacional. Sin embargo, la comparación de mayor interés, por el riesgo que supone, es con respecto a los adultos mayores. Al respecto, se puede concluir que la proporción de casos confirmados en este grupo de edad ha sido menor al peso de este grupo de edad en la población nacional, con 6% de casos confirmados en adultos mayores.
En la estrategia que propongo de proteger más a los más vulnerables el objetivo es que la proporción de casos confirmados en la población de adultos mayores sea considerablemente menor que el 9% de la población nacional en esa edad. Una disminución en la cantidad de casos confirmados en este grupo de edad generaría un menor riesgo de colapsar el sistema de salud y posiblemente muchas menos muertes que lamentar.
Para diseñar una estrategia de protección especial enfocada en los adultos mayores del país, necesitamos respondernos a las preguntas de ¿cuántos son?, ¿dónde están? y ¿quiénes de ellos son los más vulnerables o prioritarios a atender?.
De acuerdo con el INEC, se estima que para el 2020 en Costa Rica habían poco menos de medio millón de adultos mayores, 453.064 personas de 65 o más años de edad. Representan un 9% de la población total del país. Estos a su vez se pueden dividir en tres grupos según su edad, cerca de 170 mil tienen entre 65 y 69 años, otros 113 mil tienen entre entre 70 y 74 años y los restantes 170 mil tienen 75 o más años. Estos datos nos responden la primera pregunta, las otras dos son más difíciles de responder, pero en este país tenemos la fortaleza de contar en las instituciones públicas con los sistemas de información que nos permiten responder estas preguntas con una enorme precisión.
Para poder protegerlos necesitamos saber en dónde están. Sabemos que algunos de ellos viven en centros de adultos mayores a los que es más fácil llegar de forma precisa. Pero la gran mayoría viven en sus casas de habitación en distintos lugares de todo el territorio nacional, lo que hace más difícil saber cómo llegar a ellos de forma eficiente. Sin embargo, haciendo un uso adecuado de la información por la que hemos invertido como país, podemos identificar en qué territorios viven la mayor cantidad de adultos mayores e incluso ubicar a los más vulnerables y así protegerlos antes de que el COVID-19 llegue a ellos.
Las personas adultas mayores no se distribuyen de forma uniforme en todo el país. Tienden a existir concentraciones de esta población en ciertos territorios. Esto se puede dar ya sea porque son los lugares más poblados o porque tienen una mayor proporción de adultos mayores, o una combinación de ambas razones. Por ejemplo, hay cantones como Montes de Oca o San Mateo donde la concentración de adultos mayores es considerablemente mayor con más de 12% de su población en estas edades, mientras que en cantones como Garabito o Matina los adultos mayores representan apenas el 4% de su población.
Existen ciertas localidades específicas del territorio nacional en los que existe una mayor concentración de adultos mayores. En este contexto, conocer con precisión dónde están ubicados estos lugares es clave si queremos diseñar una estrategia para brindarles una protección especial.
El INEC cuenta con información que permite ubicar los lugares con mayor concentración de adultos mayores con una enorme precisión. Ahí existen datos desagregados territorialmente a nivel de las seis regiones de planificación, los 82 cantones y los cerca de 490 distritos. Pero lo cierto es que en contextos como este necesitamos la mayor precisión para enfocar los pocos recursos de la forma más eficiente posible. Territorialmente hablando, los datos con mayor precisión para responder esa pregunta son los que maneja el INEC a nivel de Unidad Geoestadística Mínima, esto es casi a nivel de cuadra, es cerca de 100 veces más preciso que los distritos que son nuestra unidad geográfica administrativa mínima. Existen poco menos de 50.000 UGM´s, la pregunta entonces es ¿en cuáles de las UGM´s se concentra una mayor cantidad de población adulta mayor en Costa Rica?. La respuesta a esta pregunta nos dará la información con una adecuada precisión territorial para diseñar una estrategia de priorización y de mayor protección.
En el siguiente mapa se muentra la ubicación de las UGMs con mayor concentración de adultos mayores. Son ciertos lugares muy específicos a nivel nacional que en este momento deberían tener algún protocolo o resguardo particular ya que de presentarse contagios en estas zonas representan un mayor riesgo para una cantidad importante de adultos mayores. En cada uno de estos cuadrantes viven entre 30 y hasta 110 personas de 65 años y más. Es decir, son zonas de mayor riesgo para el sistema de salud y estratégicas en cuanto a su impacto potencial en el número de muertes por COVID-19 que tendrá el país.
Es importante ubicar los lugares con mayor cantidad de adultos mayores en cada subregión del país. Fuera de la Gran Área Metropolitana tenemos al menos seis focos de mayor concentración de población en edad avanzada. En la Zona Norte la mayor cantidad de adultos mayores se ubican en Upala, algunas zonas muy específicas de Ciudad Quesada y otros lugares cercanos a la frontera con Nicaragua, donde además conviven con otros problemas como la pobreza, la migración y la falta de oportunidades. En la Región Chorotega los lugares con mayor cantidad de adultos mayores son zonas específicas de Santa Cruz y sobretodo de Nicoya. Al respecto llamo la atención en que Nicoya es una de las cinco zonas reconocidas a nivel mundial como una zona azul, es decir de los pocos lugares del mundo donde una mayor proporción de su población llega a vivir 100 o más años. Hoy estas personas corren un enorme riesgo. En el Pacífico Central se da una mayor concentración en ciertas localidades de Esparza y San Mateo. En la Región Brunca o Zona Sur del país la mayoría de adultos mayores viven en ciertos barrios de San Isidro de Pérez Zeledón y otros puntos específicos de Coto Brus. En el Caribe las localidades con mayor concentración de esta población se ubican cerca de Guácimo, ciertas partes del centro de Limón y en el Valle de la Estrella. La ubicación especifica de esos lugares se muestran en la siguiente imagen, las zonas pintadas son donde viven más adultos mayores y conforme más verde sea el color es porque ahí viven más.
Frente a la amenaza del COVID-19, si realmente queremos salvar vidas las localidades con mayor cantidad de adultos mayores deberían estar identificadas con una alta precisión y definir un protocolo de atención particular. Deben ser consideradas comunidades de alto riesgo, por la mayor cantidad de población de alto riesgo frente al virus que vive en ellas. Por ello, planteo la necesidad de complementar la actual respuesta institucional centrada en los pacientes, con una estrategia de alcance comunitario, siguiendo un enfoque de comunidades de riesgo. Quizás se podría informar a la población que vive en esas localidad de que se ubican en un lugar con un alto riesgo de mortalidad en caso de contagio del virus, para que se extremen las medidas.
En la Región Central también sucede que hay ciertas localidades específicas con mayor concentración de población adulto mayor. Una adecuada estrategia de protección a la población más vulnerable debería relacionar las zonas con mayor concentración de población adulta mayor con las zonas con mayor cantidad de contagios por COVID-19. Aquellas zonas donde coincida una alta concentración tanto de adultos mayores como de contagios debería ser considerada una zona con un riesgo aún mayor y por lo tanto adoptar medidas de prevención ante la inminente propagación, así como protocolos particulares de protección para la población adulta mayor que viven en esas zonas. Las dos siguientes imágenes muestran las localidades de la Región Central del país con mayor cantidad de adultos mayores según el INEC y los lugares donde se ubican los casos confirmados de COVID-19, según la información oficial que publican las autoridades de la Caja Costarricense de Seguro Social.
Este tipo de análisis nos permiten tomar decisiones con alta precisión territorial. A manera de ejemplo, nótese como al cierre de marzo, las localidades justo aledañas al cuadrante central de Alajuela son de los lugares del país con mayor concentración de adultos mayores y a la vez el lugar con mayor concentración de casos confirmados por COVID-19. Sin ánimos de alarmar, pero esta debería ser considerada una localidad de muy alto riesgo, porque ahí coincide una alta presencia de contagios del virus con una alta cantidad de adultos mayores que viven en esa zona. Esto representa un enorme riesgo tanto para el sistema de salud, como para la vida de esas personas. Son este tipo de análisis los que conviene realizar si queremos tomar decisiones informadas y oportunas para evitar muertes.
Esta es información con la que cuentan las instituciones. Convendría que las usen para tomar decisiones, pero también valorar si se debería presentar de forma simple y fácil de utilizar a nosotros los ciudadanos. Con esta información podríamos saber donde vivimos además son zonas con alta cantidad de personas adultas mayores y si además se han reportado casos confirmados en nuestra localidad, para que podamos extremar, aún más, las medidas para reducir la exposición lo máximo posible sobretodo para la población en mayor riesgo.
Este es solo uno de los usos potenciales que considero se le debería estar dando hoy a este tipo de información. El INEC cuenta con muchos otros datos que bien analizados permitirían conocer otras características de interés en estas localidades para precisar aún más la estrategia frente al COVID-19. Tales como la edad de la población adulto mayor, para priorizar aún más si fuera necesario. También, la estructura de los hogares para identificar aquellas zonas donde las personas mayores tienden a vivir solas e incluso las condiciones de su vivienda o contexto socioeconómico. En fin, insisto en que con información agregada a nivel territorial es posible diseñar estrategias con alta precisión y eficiencia para proteger a nuestra población más vulnerable.
Los vulnerables de los vulnerables
Ya sabemos que los adultos mayores son los más vulnerables, pero incluso a lo interno de esta población existen aquellos que por sus condiciones socioeconómicas o de salud son aún más vulnerables o de mayor riesgo frente al COVID-19. Si queremos minimizar la cantidad de muertes es prioritario que enfoquemos una estrategia de atención que priorice la protección de aquellos más vulnerables dentro de los ya conocidos vulnerables. Para ello, nuevamente tenemos en el país las herramientas de información necesarias para diseñar una estrategia de protección de esta población con una enorme eficiencia y precisión.
Una de estas poderosas herramientas, en la que el país mucho ha invertido, es el Sistema Nacional de Información y Registro Único de Beneficiarios del Estado (SINIRUBE). Ahí se administra una base de datos con la información del 80% de la población del país. Esa base es a la que tienen acceso y utilizan varias instituciones como el IMAS, MTSS, CCSS y otras para orientar la atención de hogares en condición de pobreza. La información que ahí se tiene nos permite trascender de la estadística a nivel de cada distrito o territorio y llegar hasta el hogar de las personas más vulnerables. Es un sistema de información que nos ha costado a los costarricenses muchos años y muchos recursos públicos para llegar a tenerlo y mantenerlo, es un activo valioso con el que contamos y del que hoy deberíamos estar haciendo el mejor uso para enfrentar un reto tan complejo como el COVID-19.
En el SINIRUBE se tiene información para casi 305 mil hogares en el país en los que vive al menos un adulto mayor. Es decir, ya ahí tenemos la información de la mayoría de hogares del país que sabemos que tienen al menos una persona vulnerable o de mayor riesgo frente al COVID-19. Sin embargo, para priorizar conviene ubicar los vulnerables de los vulnerables. Este sistema de información nos permite ubicar los cerca de 97 mil hogares donde hay adultos mayores que viven en condiciones de pobreza, muchos incluso en pobreza extrema. Son hogares con ingresos promedios de 55.000 colones por persona al mes. Esto antes del impacto económico que esta crisis les pueda generar. Cerca de una tercera parte de estos hogares además no reciben ningún beneficio por parte del Estado, es decir son hogares que enfrentan una muy compleja situación y hoy además un enorme riesgo. Son esos los hogares más vulnerables dentro de los ya vulnerables. En los que además de factores de riesgo como la presencia de adultos mayores también existen fuertes carencias que muchas veces les impide suplir sus necesidades básicas de alimentos, mucho menos tendrán la posibilidad de abastecerse con lo mínimo necesario para proteger a su familia frente al riesgo que representa el COVID-19. Podemos y debemos llegar a ellos y protegerlos.
La herramienta, con la que ya las autoridades del Gobierno cuentan, permite ubicar los poco menos de 100 mil hogares con mayor riesgo frente al COVID-19 de forma precisa en el territorio. Hace posible llegar a ellos de forma eficiente y oportuna para brindarles alguna protección frente a esta amenaza. Ante la necesidad de priorizar por contar con recursos escasos, lo más eficiente sería concentrar los esfuerzos en los distritos con un mayor número de hogares vulnerables. Este tipo de herramientas permiten esa priorización. De los cerca de 490 distritos del país, en 9 de ellos se ubica el 10% de los hogares más vulnerables. De todos los distritos del país San Isidro del General es el lugar que concentra una mayor cantidad de hogares altamente vulnerables porque viven adultos mayores en condición de pobreza. Utilizar este tipo de información nos permitiría priorizar los esfuerzos para llegar hasta los lugares donde hay más vidas en riesgo y concentrar ahí los recursos de atención para protegerlas.
Personalmente, por mi trabajo, he tenido la dicha de poder ver el poder de estas herramientas en la práctica, en el campo. Por esa razón estoy absolutamente convencido de que es el momento de utilizarlas de forma adecuada en favor de quienes más lo necesitan y así minimizar las muertes por COVID-19 en nuestro país. Les comparto una de esas experiencias que viví y quizás una de las principales razones que me hacen escribir este texto.
El año anterior, utilizando la información del SINIRUBE se seleccionaron una serie de hogares vulnerables para visitarlos y corroborar que las herramientas de información tenían la capacidad de dirigir a distintas instituciones del Estado hasta esos hogares que más lo necesitan. Fue parte del diseño de una estrategia de política social de precisión con alcance interinstitucional, pero liderada por el IMAS. Fue así que un grupo de funcionarios públicos llegamos hasta el hogar de doña Leticia en Pococí. Adulta mayor con 70 años viviendo sola y en condición de pobreza extrema. Quizás mejor dicho, sobreviviendo. Su casa tenía paredes de madera, techo de latas, piso de tierra y servicio de hueco. Un único aposento rectangular con muchas y muy distintas carencias. Nos contó que el lugar donde vive es muy inseguro para ella, sobretodo cuando se inunda con las lluvias. Ahí no existen las condiciones mínimas necesarias de sanidad para protegerse el día a día, mucho menos frente a un riesgo como el COVID-19. El televisor que tenía ya no le sirve desde el año anterior cuando se dio el cambio a televisión digital, por lo que ahí no llega ni la información oficial del Ministerio de Salud para enterarse del riesgo que enfrenta su vida. ¿De qué le sirve a doña Leticia que tengan registrada su información en una base si no se utiliza para protegerla en un momento como este?.
Recuerdo ese día como aquél que los datos guiaron a las instituciones del Estado hacia dónde más se necesitan las ayudas. Ese día una de las personas que visitó la casa de doña Leticia fue el señor Presidente, todavía recuerdo su satisfacción al salir de esa casa y saber que la información con que cuenta el país hoy nos permite llegar hasta los hogares más vulnerables para protegerlos. Les comparto una foto que tenía guardada de ese recuerdo.
Quise compartirles este caso para que nos alejemos por un momento de las frías estadísticas y nos acerquemos un poco más a la realidad humana de quienes trata este texto. Las imágenes nos ayudan a dimensionar las necesidades de esa población. Los datos nos ayudan a cuantificar la magnitud de población en esa situación. El hogar de doña Leticia era solamente uno de los cerca de 100 mil hogares que están en esa condición. Ellos son los vulnerables de los vulnerables, a quienes más debemos proteger hoy. El país tiene la posibilidad de llegar a ellos y brindarles alguna protección así sea mínima, antes de que el COVID-19 llegue a ellos y quizás sea demasiado tarde. Por esta razón, el país debe usar, de la mejor forma posible, las mejores herramientas de información que tenemos para dirigir una estrategia de protección hacia los más vulnerables. No hacerlo teniendo a disposición estas herramientas sería fallarles como país, como sociedad.
El reto es dirigir una estrategia de atención preventiva y humanitaria hacia las personas más vulnerables de morir frente al COVID-19. Es el momento de utilizar nuestras mejores armas como la información y la innovación, pero también la institucionalidad, la solidaridad y la compasión en favor de proteger a quienes hoy más lo necesitan.
¿Cómo proteger a los más vulnerables?
Una vez ubicada la población de adultos mayores, el objetivo es brindar una serie de condiciones para disminuir sus posibilidades de contagio o al menos asegurar que estén lo más preparados posible. La estrategia debería definir personas que puedan llegar hasta estos hogares siguiendo todos los cuidados sanitarios posibles. Este tipo de protocolos quienes lo deben definir son las instituciones respectivas, empezando por las autoridades de salud. Esto además ayudaría a que otras personas no estén visitando estos hogares y así disminuir el riesgo de contagio de las personas vulnerables.
Como sociedad, debemos asegurarnos que estos hogares cuenten al menos lo mínimo necesario para enfrentar esta crisis. En esto la información es clave, y conviene recordar que es una población que no se informa igual que la población más joven. Por ello, es importante hacer todos los esfuerzos para que toda persona adulta mayor en este país reconozca que efectivamente está en mayor riesgo frente a este virus y tome las precauciones adecuadas. Además, es fundamental que en los hogares de adultos mayores se cuenten con el mínimo equipamiento necesario para protegerse frente a esta crisis, esto incluye alimentos básicos, medicinas en caso de necesitarlas para que no se deban movilizar, termómetros, artículos de limpieza y desinfección, entre otros que definan los expertos.
También es importante brindar información a los miembros del hogar respecto al protocolo que deben seguir en caso de que uno de los miembros presente síntomas o lleguen a ser casos de COVID-19 confirmado, entendiendo el riesgo adicional que representa para la persona adulta mayor con la que convive. Además, sería valioso establecer un canal ágil de comunicación entre estos hogares y las autoridades de salud, de forma que puedan avisar oportunamente en caso de que los adultos mayores lleguen a sentirse enfermos o con los síntomas que se vinculan a este virus.
En fin, el propósito acá no es profundizar en cómo debería ser la estrategia de atención de los territorios o los hogares con adultos mayores frente al COVID-19. Eso le corresponde a los expertos en el área y a quienes hoy están diseñando estas estrategias y tomando estas decisiones. Mi interés con este texto era señalar que una estrategia enfocada en los más vulnerables nos permitiría salvar vidas, y que haciendo un uso adecuado de los sistemas de información con que cuentan las instituciones públicas es posible ubicar con mucha precisión los territorios e incluso los hogares en los que debemos priorizar la atención, y así llegar hasta ellos con mayor eficiencia y de forma oportuna.
Entiendo que una estrategia dirigida a proteger a los más vulnerables frente al COVID-19 no debe limitarse a priorizar a las personas solamente por su edad. Sé que existen otros factores vinculados a la condición de salud que aumentan el riesgo de morir. Al respecto, lo primero que diría es que al dirigir una estrategia decidida hacia la protección de las personas adultas mayores a su vez se está enfocando hacia una de las poblaciones que presentan de forma simultánea otros factores de riesgo vinculados a la salud. Este análisis que recientemente publicó la Universidad de Costa Rica de un estadístico riguroso como el profesor Gilbert Brenes, nos confirma que de cada cinco adultos mayores tres han sido diagnosticados con hipertensión y uno de cada cuatro con diabetes mellitus, ambos factores que agravan el riesgo de morir en caso de ser contagiados por COVID-19.
Concluyo recordando lo señalado al inicio, que Costa Rica históricamente ha demostrado ser un país altamente eficiente en brindar salud pública a su población a pesar de limitada capacidad económica. En medio de esta crisis estoy seguro de que podemos y debemos seguir siendo líderes en ese sentido, ya que tenemos las herramientas para hacerlo. Costa Rica es ya uno de los países del mundo que hoy cuenta con mejores sistemas de información para diseñar una estrategia de protección de su población más vulnerable frente al COVID-19. Lo señalo pensando en un sistema de información como el Expediente Digital Único en Salud (EDUS) de la CCSS, que tiene digitalizado el 100% de los expedientes médicos de los tres niveles de salud pública que existen en el país y que ha sido admirado a nivel mundial e incluso recientemente premiado por las Naciones Unidas. Es un logro por el cuál el país ha hecho una enorme inversión y hoy es quizás la mejor herramienta de información con la que el país cuenta para proteger a su población frente al riesgo del COVID-19, especialmente aquellos más vulnerables ya sea por su condición socioeconómica o de salud.
A pesar de su potencial, no voy a profundizar en el uso del EDUS para atender esta crisis por dos razones. Primero porque no conozco del todo sus alcances y limitaciones. Pero segundo y más importante, porque para un adecuado aprovechamiento de esta herramienta la institucionalidad pública debe alcanzar una madures en cuanto a sus capacidades humanas y tecnológicas en el análisis de datos que hoy no ha demostrado tener. Además, previamente deben fortalecerse los estándares y regulaciones en cuanto al acceso y usos de la información que hoy son muy débiles y en muchos casos inexistentes. Hasta que no existan estas condiciones, herramientas como el EDUS representan hoy una de las mayores oportunidades para enfrentar esta crisis, pero también un enorme riesgo si no se utiliza con todas las condiciones, capacidades y cuidados necesarios. Como país hemos hecho enormes esfuerzos para contar con estas herramientas, en lugar de seguir limitando un adecuado uso de estas por miedo o desconocimiento, debemos brindar las condiciones y recursos necesarios para que se utilicen en favor de quienes más lo necesitan.
La mejor arma que en el siglo XXI tenemos como especie para luchar contra el COVID-19 es nuestra capacidad de tomar decisiones inteligentes utilizando la mejor información disponible, usémosla para proteger a nuestra población más vulnerable, nuestros adultos mayores. Quienes además son los que tienen un menor acceso y capacidad de uso de la información. Ellos en el pasado utilizaron sus herramientas para trabajar y cuidarnos por muchos años, nos toca ahora a nosotros hacer lo mismo, usar nuestras mejores herramientas para protegerlos; y demostrarle así al mundo que Costa Rica es y quiere seguir siendo un país líder en la protección de su gente, sobretodo la que más lo necesita.