Cuestión de alcance

Eneko Beraza
2 min readFeb 19, 2018

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Toda bendición es una maldición en dosis suficientemente altas.

Él lo sabía muy bien.

Mientras caminaba por aquel desierto frotándose las muñecas recordó el día que sintió su regalo envenenado por primera vez: era aún un niño, viendo la televisión con su perro en el regazo, cuando un súbito dolor indescriptible lo hizo mearse los pantalones. Alargó sus manos a la pierna y la frotó con fuerza, llamó a gritos a su madre desde el sofá empapado pero ella pasó corriendo junto a la puerta del salón en dirección a la calle. Él se arrastró como pudo y se asomó a la ventana: allí estaba su hermano gemelo, tirado en el suelo junto a una bicicleta desmadejada, agarrando con furia una pierna de la que sobresalía algo blanco. Su madre volaba en zapatillas de casa, abrazando el aire con los brazos mientras la distancia entre ellos se hacía más pequeña. Él miraba su pierna y sentía todo ese dolor pero a nadie le importaba.

A nadie.

Su hermano lo llamó ‘el enlace’. No ocurría bajo demanda pero había épocas en que se hacía más intenso. Su juventud pasó entre bromas: uno se pinchaba la mano mientras el otro dormía o se pellizcaba con fuerza el culo mientras el otro estaba en una cita. Sólo estaba asociado al dolor. Eso era su hermano para él: dolor. Intenso. Rastrero. Asquerosamente humano.

Nadie lo supo jamás pero él se volvió loco aquel día, el primero: mientras su hermano era operado bajo una fuerte anestesia, él se revolvía por el suelo notando como unas manos hurgaban en el hueso de su pierna. Por lo visto aquel maldito enlace nada sabía sobre la sedación. Odió a su hermano y su maldita bicicleta, a la zorra de su madre por ignorarle y, aún peor, pegarle a su regreso a casa (quizá demasiado fuerte) por mear el sofá, a los médicos que salvaban a su hermano y que no sabían (¡estúpidos!) que él agonizaba sobre aquella alfombra bajo la estúpida mirada de su perro.

Pero el enlace se difuminaba con la distancia. Lo había comprobado. Y, por fin, decidió emborrachar a su hermano y dejarlo atado a un árbol seco, desangrándose poco a poco en medio de la nada, expuesto a una muerte segura en cuestión de pocas horas.

Esperaba que sus cálculos fueran correctos: necesitaba silencio.

Sólo era ya una cuestión de alcance.

Este relato participa en los #relatosSilencio de Divagacionistas y es un homenaje a las viejas revistas de ciencia ficción (1984, Zona 84, El Víbora, Cimoc, Creepy … ) que mi padre escondía en una caja bajo la cama y yo le robaba para devorarlas con pasión

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