Penélope
Tocó su bolsillo y se puso los cascos: escuchó la voz rota de Janis Joplin. Bobby McGee. El paisaje tras la ventana cambiaba y ella imaginaba a un mono loco apretando botones en un mando a distancia, ahora acelerando, ahora parando la imagen. Un puto mono ansioso como el que ella tenía encima pero que aún controlaba. Se había metido una hora antes de llegar a la estación. Tranqui.
Pasó la mano sobre su bolsillo. Enseguida, Penélope. Aguanta un poco.
Miró a su alrededor en el vagón. Viejos, adolescentes y yonkis. ¿Quién montaba en tren en estos tiempos? Viejos invisibles, incómodos en su anonimato, tristes de saber que a nadie de los presentes les importaría una mierda que cayesen al andén al abandonar el tren. Adolescentes de espalda curva, asomados a su smartphone con caras brillantes y ajenos a todo lo que ocurría a pocos metros de su pantalla. Se palpó el bolsillo por tercera vez en cinco minutos para asegurarse de que la droga seguía allí. Yonkis. Incómodos en sitios más estrechos como esos autobuses de mierda en los que olía a jabón sobre vómito, a ambientador sobre nervios, a grasa capilar contra el cristal.
Pensó en el reloj de oro que llevaba en la mochila. ¿Por qué la gente guarda secretos? ¿Y por qué no dejan escrito en algún sitio todo lo que esconden antes de morir? Buscar era cansado. Se imaginó a su madre guardándolo amorosamente en ese pañuelo bordado en un cajón, debajo de facturas y cartas antiguas. Sacaría unos cuantos chutes vendiéndolo, eso sí. Aunque una pequeña punzada de tristeza se clavó en su pecho, la silenció pensando en que era la última vez. La última. En serio.
El reloj era de su padre. Se lo dieron cuando cumplió 50 años en su empresa. Aún se podía ver su nombre grabado en la tapa trasera. Pensó de nuevo en la pasta que le ofrecerían por él antes de arrebujarse en su asiento de colores imposibles.
Lo iba a dejar. Después de esto lo iba a dejar otra vez, joder. Para siempre. Vender ese reloj era ya el colmo. Decidido. Recordó el sudario de aquella que llevaba su nombre, la vieja historia que su madre le contaba antes de dormir. Pero ella era distinta.
Lo iba a dejar. Seguro. Ésta es la última.
Jugueteó con el contenido de su bolsillo y suspiró, antes de levantarse y dirigirse al baño.
Este relato participa en la iniciativa #relatosTrenes de Divagacionistas