Primer Acto

Caps
4 min readAug 11, 2020

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“Dios los bendiga”, dijo mamá justo antes de cerrar la puerta.

Era imposible que pudiera imaginar lo que Betty, Alita y yo, sus hijos perfectos, estábamos a punto de hacer, mientras ella retocaba su peinado frente al espejo del ascensor que se dirigía a planta baja.

Una vez más el departamento quedaba solo para nosotros, listo para convertirse en el escenario de la que quizás fue nuestra primera y única fechoría fraternal.

Los tres nos vimos con mirada cómplice y salimos disparados hacia el cuarto de Betty, el centro de nuestras tormentas creativas, para decidir cuál sería la aventura de ese día. Mientras Betty y yo intercambiábamos ideas, Alita se asomó por la ventana y gritó: “¡Allá están todos!”, refiriéndose al grupo de amigos del edificio que corrían en círculos en el estacionamiento, jugando algo que no lográbamos adivinar y de lo que tampoco seríamos parte, porque sin papá y mamá en casa, bajar a jugar con ellos significaba romper las reglas y hasta ahí éramos incapaces de llegar.

Fue la frustración de no poder estar jugando abajo lo que activó la idea. Y fui yo quien dio con ella.

“¡Ok, equipo! Este es el plan. El objetivo: llamar la atención de nuestros amigos. La acción: una representación dramática. Sí, una pequeña obra trágica y con mucho realismo. La credibilidad es clave. Los personajes: ustedes serán mis hijas y yo… la mamá soltera. La trama: somos una familia en peligro porque se incendió nuestra casa y las llamas están por consumirnos. Eso. ¿Está claro?”.

Comprometidas, sin detenerse un instante a considerar el hecho de que yo escogiera ser una madre soltera, ni todos los contras de la idea, Betty y Alita accedieron y todos tomamos posiciones. Alita, paradita detrás de la cortina para evitar que alguno de nuestros amigos la viera desde abajo; y Betty y yo sentados en el piso debajo de la ventana.

“Tres, dos, uno, ¡acción!”

Alita hizo su debut interpretando un papel brillante, llorando y quejándose porque claramente su personaje estaba en un peligro inminente. Betty, quizás por ser la mayor, prefirió usar palabras para expresar su horror: “Auxilio, por favor, nos estamos quemando”. Era imposible no reírnos. Por fortuna el llanto y las risas pueden llegar a parecerse. Luego llegó mi turno de salir a escena. “Mis hijas se queman. Por el amor de Dios, alguien que nos ayude. Nos quemamos”, grité con fingida desesperación, y con mi aguda voz de pito que, por supuesto, reafirmó la elección de mi personaje.

“Lo estamos logrando”, Alita nos informaba desde su posición privilegiada. “Están viendo hacia arriba”. Ya habíamos llamado su atención, pero eso no era suficiente. Además de eso, nos estábamos divirtiendo.

El llanto y los gritos siguieron hasta generar una angustia colectiva. No solo espantamos a los amigos, que corrieron hacia adentro del edificio. Otras personas comenzaron a inquietarse también. Una señora, quizás a un par de pisos debajo del nuestro, comenzó a gritar con tono de preocupación: “¿Dónde es? ¿En qué piso están?”. Al escucharla nos miramos con sorpresa y un mínimo de remordimiento, pero decidimos seguir con nuestro acto, llorando y gritando hasta que nos sentimos solos en nuestro teatro imaginario.

“Creo que aburrimos al público”, dijo Betty. Alita se cansó de estar parada y optó por sentarse. “Uf, este juego como que se acabó”.

“¡Pues no! Silencio. Oigan bien. Vienen por nosotros”, dije yo, sorprendido por la casualidad de que unas sirenas se escucharan a lo lejos. Nos miramos a la cara y estallamos en carcajadas. Ese sí que era el final perfecto para nuestro espectáculo.

Pero la celebración no duró tanto como hubiésemos querido, porque las sirenas se hacían cada vez más evidentes, más cercanas. Las muecas congeladas de los tres solo significaban que estábamos pensando lo mismo. Inmediatamente corrimos hacia el balcón que daba hacia la calle principal, y desde allí, espiando entre las matas consentidas de mamá, pudimos ver lo que temíamos: dos gigantescos y escandalosos camiones de bomberos estaban llegando para detenerse justo frente a nuestro edificio.

“No puede ser”, dijo Betty. “Nos van a joder”, y en ese momento caímos en cuenta de que nuestra obra quizás necesitaba un mejor guion, un poco más de ensayo o un director con más experiencia. Pero ya era demasiado tarde para todo eso. El pánico se apoderó de nuestro escenario. Comenzamos a correr de un lado a otro sin saber qué hacer ni a dónde ir. Era el fin de nuestras carreras dramáticas, de nuestras aventuras. Era el fin del mundo.

Decidimos sentarnos en la sala y rezarle a lo que fuera: a las matas, a los muebles, a las figuritas de Lladró. Nos confesamos entre nosotros y nos arrepentimos. Los golpes de pecho de repente se fundieron con golpes en la puerta.

Tun, tun, tun. “¿Hay alguien allí?”. Son los bomberos, pensé. Tan valientes con sus hachas que destrozarán nuestra puerta para descubrir que nunca hubo fuego, ni mamá soltera, ni hijas, ni nada. Solo los perfectos hijos de Adela y Eleazar, culpables y sin futuro.

Tun, tun, tun, seguían tocando.

Estábamos rodeados. No iban a irse hasta entrar. Era su trabajo.

Entregados a nuestro destino fatal, Betty, Alita y yo nos abrazamos en silencio, como diciendo “siempre nos vamos a querer”. Entendimos que ya era hora de asumir la responsabilidad de nuestro acto.

Respiramos profundo. Juntos giramos la perilla y, al abrir la puerta, dijimos en coro: “Bendición, mami”.

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Storyteller — Fotógrafo — Director Creativo — Sobrevivir no es suficiente.