Fantasmas

Jorge Matías
5 min readJun 14, 2016

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Llevaba unas gafas gruesas con una espantosa montura de color morado. Tenía el rostro asimétrico y la dentadura torcida. La cara redonda y la mirada totalmente ida. Llevaba la ropa que le compraba su madre, y como eran pobres como las ratas, o aún ni eso, pues las ratas no necesitan ropa, se vestía feo. Recuerdo a S. sentada en un rincón, dibujando estrellas y corazones de colores en las páginas de un cuaderno de anillas con papel cuadriculado. Nadie se acercaba a ella, nadie compartía nada con ella, nadie le preguntaba y nadie saludaba al toparse con ella. Íbamos a un instituto rancio y costroso, que era, en aquella época, uno de los pocos institutos en los que se podía estudiar alguna rama de FP. Pero S. no estudiaba. A decir verdad no daba pie con bola. Era torpe en el trato, y nunca supo responder a los ataques ni a los exámenes.

Ella y yo nadábamos en cierto aislamiento. Ella, por causas ajenas a su voluntad. Yo, por un cabreo incurable con el mundo en general, cabreo que aún conservo y para el que no encuentro remedio. En clase, se sentaba justo en la otra esquina, en un rincón, y simplemente parecía esperar a que todo terminara y volver a casa. Los profesores hacía tiempo que habían decidido dejarla vegetar en su mundo. Yo no sabía en aquel entonces, no podía saberlo, que ese mundo era oscuro y terrible, húmedo y sofocante.

Fue a EGB en el colegio de al lado. Compartió compañeros de clase de un centro a otro. Incluso algún profesor. Cuando se encontraba con ellos, agachaba la cabeza y se tapaba la cara con una espantosa carpeta de color rosa chillón. Volvía casi corriendo a casa, una casa sórdida y pobre pero que constituía un refugio. Pero eso lo sé ahora, en aquellos entonces no pensé nunca que aquella forma de ir y venir fuera una huída. Era evidente que sufría algún trastorno psiquiátrico. Nos ignorábamos mutuamente, pero era demasiado peculiar como para no recordar su presencia en mi vida.

A veces, una ciudad mediana te sorprende descubriendo el pasado de alguien, un pasado que ignorabas y no podías intuir. Con el tiempo, conoces a alguien que conoce a alguien que conoció a alguien al que tú conociste. Esa asfixia endogámica asesina las ciudades y saca la oscuridad que llevamos dentro porque no se puede esconder la podredumbre eternamente en un frasco pequeño. La podredumbre expele gases, las ciudades no tienen una válvula como los paquetes de café en grano que impiden que el paquete estalle. Si después de algunos años das con alguien al que conociste y te enteras de lo que nunca quiso que te enteraras, te sorprenderás, aunque siempre estuvo ahí esa parte oscura. En tus narices. Pasando a tu lado entre chistes y humo de cigarrillos. Fumando canutos en un parque, tomando cerveza en un garito. Paseando a sus novias guapas y espectaculares en su mierda de Golf GTI con la bandera de España. Vistiendo ropa cara. Integrados en la sociedad. Guapos y altos y rubios y con coche.

Los compañeros de EGB que acompañaron a S. al instituto la sometieron a un régimen de terror en el colegio. En los últimos años, obligaban a la chica a practicarles felaciones en grupo o por separado. Fue sometida a violencia física. Era humillada a todas horas. Las indirectas y risitas a su paso ya en el instituto no eran otra cosa que amenazas, el recordatorio de la Omertá. Ningún profesor hizo nada. Me enteré de todo esto mucho tiempo después, cuando hacía muchos años que no veía a ninguno de los implicados ni a la víctima. Es difícil explicar lo que sentí al empezar a recomponer recuerdos. En mi mente, poco a poco se dibujó una imagen totalmente distinta del aislamiento de S. El mío siempre fue más o menos voluntario. Pero el de ella era de una profunda soledad y, probablemente, un dolor inextinguible. Tenía que ver todos los días a sus violadores. Todos. Quizá por eso dibujaba aquellas estrellas y corazones ñoños y empalagosos. Quizá por eso tenía la mirada hueca y sin alma y no era capaz de entender lo que le explicaban en clase. Se había metido en su mundo, simplemente. En su interior, en su cabeza, sólo los recuerdos podían dañar su autoestima. Pero quizá era el único lugar donde se sentía segura.

Una vez, le di un cigarrillo a uno de los violadores. No sabía que lo era, y cuando, con el tiempo, pasé la factura por aquella época, se me encogió el estómago. Aún hoy no puedo evitar sentir desasosiego al pensar en S. ¿Qué vida es esa? La pobre chica repitió cursos en EGB y posteriormente en FP, y nunca terminó sus estudios.

Hace un par de años, volví a verla por la calle. No me reconoció, he cambiado mucho desde entonces, por mi vida ha pasado una apisonadora detrás de otra hasta convertirme en lo que soy, y la suya fue durante muchos años una catástrofe sin final a la vista encerrada en sí misma o en una habitación que olía a sudor y a polla adolescente. Pero aquel día la vi diferente.

Llevaba el pelo teñido de negro y lentillas de color rojo. Las uñas pintadas a juego. Vaqueros rotos y, como yo, una cadena metálica para sujetar la cartera. Lucía una camiseta de Marilyn Manson. Reconocí su rostro imperfecto y sus dientes torcidos tras toda aquella indumentaria gótica un poco mainstream. Iba de la mano de un chico alto de parecida indumentaria. Él llevaba su mano agarrada con fuerza a la de ella. S. ya no tiene la mirada vacía, y en sus ojos hay una dureza que en el instituto nunca pude vislumbrar.

Lo peor de todo esto es que la vida sigue. Para sus abusadores también. Ella sigue, pero no puedo dejar de pensar que por dentro una parte de sí misma hace años que dejó de seguir. Con la edad, se te mueren cosas por dentro, y a ella se le debieron morir miles de cosas que se te mueren de adulto cuando apenas era una adolescente.

S., sé que no leerás esto, pero ojalá pudiera decirte lo mucho que siento haberle dado aquel cigarrillo a ese hijo de puta. Se me encoge el estómago al pensar en ello. No puedo sentir todo lo que sufriste, pero sí puedo comprender tu dolor. Nadie hizo nada por ti. Esa es la vergüenza que comparto.

Sé fuerte.

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