Autobiografía
de Ricardo Caputo

Hernanii
37 min readMar 12, 2015

Hernán Iglesias Illa

(publicado originalmente en Gatopardo en junio de 2011)

Lo que más me acuerdo de la mañana cuando volvimos a Estados Unidos, en 1994, es que el abogado nos había mandado una limusina al aeropuerto. Ahí nos subimos, mi hermano Alberto y yo, y fuimos directo a Manhattan, a la oficina de Michael Kennedy, el abogado, donde ya nos esperaban mi mujer, Susana (a quien habían traído desde Guadalajara), y los productores y técnicos de la cadena ABC, que estaban preparando todo para la entrevista. Yo me sentía nervioso y un poco angustiado porque ya no tenía tantas ganas de confesar mis crímenes y entregarme a la policía.

Kennedy, un tipo grandote y conversador que había defendido a Ivana Trump y era una especie de vocero de los sandinistas en Estados Unidos, me dijo que no me preocupara, que las preguntas estaban pactadas. Alberto, que unos años antes se había hecho millonario gracias a un estudio de fotografía que tenía con su mujer — ellos procesaron, por ejemplo, el famoso Sex, de Madonna — , miraba desde un costado. Después de un rato llegó el periodista, que me saludó con una sonrisa. Yo tenía puesta una camisa bastante fea — azul y blanca, con anchas rayas verticales — y se me notaban en la cara el viaje desde Mendoza y la humillación de tener que revelar en público mi pasado espantoso. Se encendieron las luces y empezaron las preguntas, que contesté despacio y en inglés. Una parte del diálogo, emitido esa noche en un programa muy popular que se llamaba Primetime Live, salió publicada en el diario Clarín, de Buenos Aires:

—¿Mató usted a Natalie Brown? — me preguntó el periodista, que se llamaba Chris Wallace.
— Sí, señor — respondí, bajando un poco la cabeza.
— ¿Mató a Judith Becker?
— Sí, señor.
— ¿Mató a Barbara Taylor?
— Sí, señor.
— ¿Mató a Laura Gómez?
— Sí, señor.
— ¿Por qué las mató?
— Creo que fue por mi niñez.
—¿Recuerda el día que mató a Natalie Brown?
— Sí, me acuerdo que fue un sábado. Agarré un cuchillo, pero no sabía lo que iba a hacer. La oía gritar y la veía borrosamente. Veía líneas blancas, rojas y azules y muchos puntos. Había puntos por todos lados.
— ¿Era consciente de que la estaba acuchillando?
— No. Sabía que estaba haciendo algo malo, pero no sabía qué estaba haciendo.
— ¿Sabe por qué mató a Judith Becker?
— No, estaba mentalmente enfermo.
—Hay mucha gente que piensa que usted es un asesino frío.
— No, señor. ¿Por qué habría de matarlas? ¿Para qué? No tendría sentido. Sólo estando loco podría haber hecho esto.
— ¿Cuál era su nombre cuando estaba con Laura Gómez?
— Ricardo Martínez.
— ¿Sabía que ella estaba embarazada?
— No. ¿Estaba embarazada? No…

Cuando terminaron las preguntas, oí los pasos apurados de un grupo de policías acercándose por la escalera y los vi entrar a la sala de reuniones de Kennedy, quien los había llamado y advertido de mi presencia. Me levantaron, me esposaron y me llevaron a la cárcel del condado de Nassau, cerca de Nueva York, donde me estaban investigando por el asesinato de Natalie. Me acuerdo especialmente de aquel día porque aquellos fueron los últimos minutos de mi vida que pasé en libertad. Fue el día en el que, después de veinte años fugitivo, viviendo vidas más o menos normales con nombres falsos pero con familias verdaderas, decidí entregarme. También fue el día en que los diarios de Nueva York empezaron a llamarme The Lady Killer, por haber “seducido” y asesinado a cuatro mujeres, y en el que, en Argentina, Clarín empezó a agrupar las notas sobre mí con el cintillo “El argentino que no podía dejar de matar”. Me llamaban “asesino serial”, una etiqueta que nunca, nunca reconocí como propia para mí o mis errores. Yo no quería matar. Es más, decidí entregarme porque no podía soportar las pesadillas, las alucinaciones y las voces que me hablaban: la culpa. Como le dije una vez a Kennedy, y él mismo repitió en una de las audiencias:

—Prefiero vivir con mi cuerpo encerrado y mi mente libre, antes que con mi mente encerrada y mi cuerpo libre.

Estas páginas que escribo son, entonces, otro intento de explicarme, de ver si poniendo los hechos unos detrás de otros, quizás asome una nueva verdad o por lo menos una nueva narrativa con la cual contarme esta historia a mí mismo y a quienes quieran leerla. No la estoy escribiendo yo mismo (ya no estoy en condiciones de hacerlo), sino a través de un escritor argentino que vive en Nueva York y que hace unos años se interesó por mi historia y desde entonces ha estado juntando material sobre mi vida. Este testimonio está confeccionado con registros, declaraciones, materiales oficiales y entrevistas sobre mi vida y las vidas de otros. Le pedí al escritor argentino que fuera lo más fiel posible a esos materiales y que no me inventara pensamientos o sensaciones u opiniones. El argentino me sugirió que, en textos como éste, a veces vale la pena, para obtener un mayor impacto dramático, cambiar el orden de ciertas escenas o exagerar las características de algunos personajes. Le agradecí el consejo, pero le pedí que no lo hiciera. Para entenderme, o por lo menos para entender la versión más sencilla de mi historia, realmente no hace falta.

Fucking spic”

Mi nombre es Ricardo Silvio Caputo, nací en 1949 en la asfixiante ciudad de Mendoza, a los pies de los Andes argentinos, y ahí crecí y viví hasta que en 1969 vine por primera vez a Estados Unidos. Estuve acá un año, trabajando en restaurantes de Manhattan, y después volví a Argentina porque me llamaron de la Fuerza Aérea para hacer el servicio militar. Me acuerdo de que cuando volví a Mendoza, Alberto me sacó una foto en la que estoy desnudo, acostado en la cama, sólo tapado por los casi diez mil dólares que había llevado de vuelta. Semejante cantidad de plata debe de haber impresionado a Alberto (que es un año y medio más grande que yo), porque él mismo se mudó a Nueva York meses más tarde, mientras yo estaba en la colimba.

Alberto dice que a mí sólo me interesaban dos cosas: comer y culear. Eso no es del todo cierto, porque en aquella época también me gustaba, si me sentía con el ánimo adecuado, pintar cuadros o escribir poemas. Pero es cierto que la comida y las mujeres siempre tuvieron un atractivo especial. Cuando volví a Nueva York, trabajaba de día en el Hotel Plaza, frente al Central Park, y de noche en el Barbizon, un hotel sólo para mujeres donde vivieron Grace Kelly, Liza Minnelli, Joan Didion y muchas otras. A Alberto lo veía de vez en cuando, pero no mucho: él estaba más metido en el mundo de los hippies y los artistas, todo el día fumando marihuana con su novia colombiana, y a mí me interesaba más ir al gimnasio o a los bares y tratar de ganar plata.

Unos meses después de llegar, conocí a Natalie. Fui una vez al banco a depositar un cheque de mi sueldo, y ella estaba ahí, trabajando como cajera. Charlamos unos minutos, y a la semana siguiente fui otra vez. Mi inglés no era muy bueno todavía y no le entendía todo lo que decía, pero Natalie me pasó una nota por debajo de la ventanilla, en la que decía que le gustaría verme fuera del banco. La invité a salir esa misma noche. Comimos en un restaurante y fuimos al cine. Una semana más tarde, salimos a dar una vuelta y la llevé al cuartito de hotel que alquilaba con otro argentino. Se quedó a dormir.

Natalie tenía diecinueve años y había crecido en un suburbio de Long Island llamado Flower Hill. Era la típica rubiecita linda, quizás un poco gordita, que tanto nos gustaba a los argentinos. Sus amigas le decían que se parecía a Linda Blair, la protagonista de El exorcista, que estaba muy de moda en ese momento. Había viajado por Europa y había empezado la universidad, pero la había dejado para trabajar y vivir en Manhattan: quería tener aventuras. Quizá por eso se atrevió a salir conmigo, un extranjero completamente desconocido que trabajaba limpiando pisos y no había terminado el secundario.

Estuvimos juntos durante varios meses: era mi novia. Los fines de semana iba a la casa de sus padres, una hora al este de Nueva York. En esas visitas, me mostraba como un tipo respetuoso, educado, incluso cortés. Natalie y yo dormíamos en habitaciones separadas. A la tarde jugábamos a las damas o al Monopoly o mirábamos televisión. “Mis padres lo querían, no tenían ningún problema con que viniera todas las veces que quisiera”, le dijo el hermano de Natalie a Linda Wolfe, una periodista neoyorquina que escribió un libro sobre mis crímenes. Una noche fuimos a una fiesta en el departamento de Alberto, donde me dieron a fumar un porro y me puse muy paranoico, incluso violento. Mi reacción me sorprendió a mí mismo y también a Alberto, que ya nunca más me dio de fumar. Natalie se portó muy bien: me calmó y me consoló, probablemente porque creía que en el fondo no pasaba nada grave conmigo. En el verano viajamos juntos a Miami, Los Ángeles y San Francisco, como si fuera nuestra luna de miel.

Los problemas empezaron después del viaje, cuando le pedí a Natalie que se casara conmigo porque mi visa de trabajo estaba a punto de expirar y, si quería seguir en Estados Unidos, tenía que casarme. Ella, que había vuelto a vivir con los padres, fue hasta la oficina de correos, que todavía manejaba los temas de inmigración (en una oficina de correos me habían dado, años antes, mi número de Seguro Social), y me anotó como miembro del hogar de sus padres. Dijo que estábamos comprometidos. A mí me pareció suficiente.

Natalie.

El 30 de julio de 1971 fue un viernes. Salí de trabajar y me tomé el tren a la casa de los Brown, en Flower Hill. Para mí no había nada raro en el aire, pero hay gente que dice que Natalie quería cortar nuestra relación, porque se había cansado de mí. Aparentemente yo era un tipo inestable, celoso y demandante. Yo no sentí nada de eso. Dormimos como siempre, cada uno en su cuarto, y pasamos el sábado con su familia. A la noche, cuando nos quedamos solos, subimos a su cuarto, que todavía tenía ositos de peluche y otros tesoros de infancia. Yo quería hacer el amor, pero ella me rechazó. Natalie no se daba cuenta de que yo no estaba bien, y que no tenía que presionarme tanto con el tema del casamiento. (Mi posición con respecto a este tema ha sido inconsistente: a algunos investigadores les dije que ella estaba desesperada por casarse conmigo; a otros, lo contrario: que Natalie, desalmada, se negaba a casarse conmigo.)

Intenté otra vez tener sexo, pero ella salió del cuarto y bajó al primer piso. La alcancé cuando entraba a la cocina, pero ella se dio vuelta, me empujó y me dijo, según el relato que le hice a la policía esa misma noche: “Fucking spic”. (Spic es una palabra que ahora ya no se usa, pero en ese momento era un insulto muy feo para decirle a un latino. Como decirle nigger a un negro.) Me enojé, la agarré con los dos brazos y, según reconstruyeron los médicos forenses horas más tarde, empece a apuñalarla. Natalie se escapó y se refugió debajo de la pileta de la cocina. Dejé el cuchillo en una mesa y me agaché sobre ella; la agarré del pescuezo con las dos manos y apreté fuerte diez segundos (quizás fueron veinte), hasta que su cuerpo dejó de temblar.

De todo esto me acuerdo bastante poco — sólo me acuerdo de los puntos y las rayas y la angustia — , pero aparentemente entonces me levanté, me quité la camisa manchada de sangre, me puse un suéter y salí a las calles oscuras y suburbanas. Llegué a una estación de servicio. Tiré la camisa manchada de sangre en un tacho de basura y fui a un teléfono público. Marqué el 911 y pedí por la policía. “Acabo de matar a mi novia”, dije en inglés.

Ritchie: paciente modelo

En la cárcel, los policías me pegaron y me castigaron, a pesar de que ya había confesado mi crimen. Se burlaban de mi acento, porque seguía sin dominar el inglés, y me trataban como la mierda porque era latino. Antes del juicio, el fiscal del condado de Nassau me hizo examinar por unos psiquiatras. Yo, que conocía los beneficios de ser declarado loco, empecé entonces a sobreactuar mis problemas. Empecé a decir que tenía conversaciones con Natalie y con mi padre, quien había muerto hacía más de diez años. Me convencí a mí mismo y a los psiquiatras, que me diagnosticaron “una grave enfermedad mental, probablemente esquizofrenia”. El juez decidió entonces no mandarme a juicio sino a un tenebroso hospital psiquiátrico en un pueblo llamado Beacon. En Beacon no la pasé nada bien. Me costaba identificar cuándo estaba fingiendo mi locura o cuándo estaba realmente perdiendo el control. “El paciente exhibe tendencias manipuladoras”, escribió sobre mí uno de los médicos, y debo decir ahora, tantos años más tarde, que posiblemente tenía razón.

En el otoño de 1973, después de casi dos años en el hospital, conocí a Judy Becker, una psicóloga de veintiséis años. Me di cuenta enseguida de que le gustaba, de que le parecía un tipo más inteligente, más galante y más “recuperable” que mis vecinos de pabellón. Gracias a la recomendación de Judy, me mandaron a un hospital menos disciplinario en Wards Island, una islita entre Manhattan y Queens. En Wards, donde podíamos caminar libremente y, pidiendo autorización, salir a la ciudad, fui un paciente modelo. En mi tiempo libre pintaba retratos de mis compañeros y después se los vendía. A veces venía Alberto, manejando un camión de la Singer que le prestaba un amigo, y salíamos a dar vueltas por la ciudad. Una tarde, Judy me llevó a Manhattan a comer y a ver una película de cowboys. Otro día me llevó a su departamento en Yonkers, un suburbio gris al norte de Nueva York. Me acuerdo de que me decía Ritchie. Y también de que me estimulaba para que escribiera poesía. Le escribí entonces unos poemas en inglés. Recordándolos, veo que eran casi una advertencia. Uno de ellos, traducido por el escritor argentino, dice:

Por favor
no esperes que sea siempre bueno
y amable y cariñoso
porque habrá momentos en los que seré frío
e irresponsable y difícil de entender.
Por favor
nunca pienses en otro
cuando te estoy besando.
Por favor, no me pelees
ni me hagas quedar mal
frente a otras personas.

Durante casi medio año, hasta la primavera de 1974, nos vimos con frecuencia. Cuando me llevó a Connecticut para conocer a su familia, Judy me presentó como un “colega” del hospital. Mentí: les dije que mi familia en Argentina era rica y que me habían enviado a Estados Unidos a estudiar. Su hermana dijo en entrevistas que aquella tarde yo le había parecido “más bien introvertido, inteligente, sofisticado, experto en vinos”. Poco después, sin embargo, Judy me dijo que quería terminar nuestra relación, porque se había puesto de novia con un policía. No le creí. Una noche me escapé del hospital y caí de sorpresa en su casa, pero no logré que me abriera la puerta.

Yo ya no sabía qué quería. Había empezado a cansarme de la vida en el hospital, y a veces salía sin avisarle a nadie. Tenía bigote, el pelo largo hasta los hombros y músculos en los brazos, porque llevaba años haciendo karate. Quería estar en la ciudad, pero no se me ocurría nada. Como si tuviera un plan, empecé a retirar los dólares que tenía en el banco y que había ganado vendiendo mis retratos y trabajando en la cafetería del hospital. El 18 de octubre de 1974 saqué los últimos 1.500 dólares y cerré la cuenta. Leallamé a Judy, quien se negaba a verme pero me dejaba llamarla, y le pedí perdón. Le dije que todavía la amaba y le rogué para que me dejara mostrarle que había cambiado.

Con Judy.

Fui hasta Yonkers con un traje que me había comprado ella. Pasamos la tarde en el departamento, y Judy me cocinó un churrasco de ternera, mi comida favorita. Parecía una noche perfecta, pero en un momento, según los vecinos, me puse a gritar. Grité y grité. Empujé a Judy hasta el dormitorio, le arranqué la ropa y empecé a darle puñetazos en la cara. Le rompí la nariz y los pómulos. Después (otra vez voy a tener que confiar en el informe forense, porque de esto me acuerdo más bien poco) agarré unas medias largas negras, las enrosqué alrededor de su cuello y apreté hasta vencer la última resistencia. La policía dice que agarré la billetera y las llaves de Judy y que salí del departamento. Me subí a su auto y manejé hasta la terminal de autobuses de Manhattan, en la Calle 42. Dejé el auto por ahí y, sin pensarlo demasiado, tomé un ómnibus del que me bajé, en California, tres días más tarde.

Cita en las Catskills

En marzo de 2011, el escritor argentino que tipeó este texto visitó a mi hermano Alberto, en su casa de las Catskills, en el norte del estado de Nueva York. El periodista, un treintañero un poco panzón y un poco pelado que se parece un poco a mí a su edad, alquiló un Chevy Cobalt rojo y salió de Brooklyn, donde vive, temprano a la mañana. En Nueva York todavía era invierno, pero la temperatura era razonablemente agradable. A medida que fue dejando la ciudad y trepando por las autopistas, metiéndose en rutas municipales y cruzando pueblos cada vez más cansados y menos lustrosos, la temperatura bajó, el cielo se puso gris y aparecieron a los costados manchones de nieve. Alberto vive en Preston Hollow, un caserío de trescientos y pico de habitantes empotrado en un pequeño valle al norte de la cordillera de las Catskills. Según el censo, el 0,27% de los habitantes de Preston Hollow es de origen latino o hispano; es decir, un solo habitante. Ese habitante probablemente es Alberto, que no vive exactamente en el pueblo sino una docena de kilómetros más arriba, en una casa enorme con vista a las montañas y una laguna propia que aquel día de marzo todavía estaba congelada y tapada de nieve.

Alberto tiene sesenta y cuatro años, pero parece y se comporta como si tuviera muchos menos: no sólo porque su novia tiene cuarenta y dos (Ann: pintora, gringa, comunista), sino también porque parece estar en forma y se niega a vestirse como otros tipos de su edad. El día que recibió al escritor argentino tenía puesta una remera azul ajustada de mangas largas y unos pantalones verdes tipo cargo. Tenía la barba y el pelo plateados y bien esculpidos, enmarcando unos ojos azules, fríos y chiquitos. Tomaron juntos una sopa de papas, porotos y espinaca y después café. Durante un tiempo evitaron hablar sobre mí, hasta que el tema se hizo inevitable y el periodista encendió su grabador.

“A mí nunca me gustó Argentina, y creo que a Ricardo tampoco — dijo Alberto en un momento — . Desde que era chico, toda esa cosa católica y religiosa de Mendoza me dio siempre por las bolas. Y de golpe me encontré en Washington Square y fue como si se abriera una puerta. No hablaba una papa de inglés, pero este país me pareció la cosa más divina del mundo”. Alberto siguió hablando: “En aquella Nueva York, la gente te aceptaba. Ibas a la plaza y terminabas fumando y chupando vino de la botella con desconocidos. ¡Y las mujeres! En Mendoza, para agarrar algo había que salir ocho años de novio. Íbamos todos de putas, a unos puteríos horribles, desde que teníamos catorce o quince años. En el Village era todo mucho más fácil”.

Tiene razón Alberto en lo que dice sobre las chicas mendocinas. Cuando éramos adolescentes, nuestro único contacto con el sexo eran las putas. Esto me hace recordar una de las muchas teorías que han entretenido a los psicólogos para explicar mi comportamiento. Decían que yo había matado a Natalie, Judy, Barbara y Laura porque me había acostado con ellas en la primera o segunda cita. Y después decían que me había quedado varios años con Felicia, mi primera mujer, porque me había hecho esperar semanas antes de acostarme con ella. O que, Susana, mi última mujer, con la que viví más de diez años y a quien, según ella misma dice, nunca le puse una mano encima, tampoco me permitió tener sexo con ella hasta que estuviéramos comprometidos. Eso dicen los psicólogos: mato a las putas, porque no las respeto y me hacen acordar a las putas de Mendoza; y me enamoro de las virginales, porque me recuerdan a las chicas de la sociedad mendocina que nunca pude tener.

El periodista argentino le preguntó a Alberto por nuestra infancia. Alberto parecía un poco cansado de responder, pero dijo lo que tenía que decir, y creo que dijo la verdad. Le contó al grabador que nuestro padre, Alberto Matías, hijo de padre italiano y madre vasca, había llegado a Mendoza desde un pueblo de la provincia de Buenos Aires, sin que nadie supiera bien por qué, probablemente peleado con su familia, que era dueña de un banco. A papá le gustaba salir, tomar alcohol, vestirse bien, tener buenos autos, ir al casino y tener muchas mujeres. No sabíamos bien a qué se dedicaba, pero siempre tenía varios negocios dando vueltas. Durante el peronismo fue jefe de cuadra y, por tanto, un hombre temido en el barrio: pasaba información al gobierno sobre lo que hacían (o no hacían) sus vecinos.

A mamá, Alicia Díaz, la sacó de un orfanato cuando tenía diecisiete años y la dejó embarazada (de Alberto) no mucho más tarde. Mamá era hija de un indio ranquel y una inmigrante siria, pero era sobre todo una chica de campo, sin ninguna sofisticación urbana. Se casaron, un año después me tuvieron a mí y durante un tiempo pareció que la cosa podía funcionar, pero papá salía casi todas las noches o desaparecía días enteros. Mamá se enamoró de Luis, el encargado de hacer los arreglos en la casa, y se fue a vivir con él. Alberto tenía seis años y yo tenía cuatro. Nos dejó. Recordar aquel momento me pone triste, me enfurece y me hace acordar también a otra cosa que decían los psicólogos: decían que cada mujer que mataba era una venganza contra mi madre, la realización de mi sueño infantil.

Lo peor fue que dos o tres años después, intoxicado por unos gases que estaba usando para construir un prototipo industrial, papá se murió de golpe, cuando Alberto y yo teníamos once y nueve años. Nos tuvimos que ir a vivir con mamá y Luis, que seguían juntos y luego se casaron y tuvieron tres hijas. Fui infinitamente miserable en aquella casa. Me acuerdo que una vez, cuando tenía once años, me escapé. Dos días más tarde, cuando me encontró la policía, dije que me habían secuestrado. Creo que nadie me creyó, pero no me importaba. Yo mentía mucho en esa época. Casi siempre creía que tenía mis mentiras bajo control, pero había momentos en que ya no podía distinguir entre lo que había pasado de lo que me había inventado. Una madrugada llegué borracho, después de haber salido con unos amigos, y Luis me echó de casa. A su lado, mamá había decidido tomar partido por él. Cuando me dejaron volver, quisieron que les pagara alquiler.

A los diecisiete años fui a pedir ayuda a un hospital psiquiátrico en Guaymallén, cerca de Mendoza. Les dije que estaba deprimido, pero no me creyeron; me dijeron que no parecía deprimido. Sí me dijeron que era un chico muy manipulador. Les dije que venía de dormir en la calle y que vivía de hacer favores sexuales a maricones ricos que me daban dinero o me compraban ropa cara. Años más tarde, el psiquiatra de Guaymallén se acordaba bien de mí. Le dijo a Linda Wolfe que yo no tenía ética, que le echaba la culpa de todo a mi familia y que no me hacía responsable de nada. Su diagnóstico: “Trastorno de personalidad antisocial”.

Viernes Santo, 1976

En la Nueva York de 1974, los tabloides sensacionalistas criticaban al gobierno por haberme dejado escapar tan fácil de Wards Island, pero en San Francisco, donde había tantos turistas y tanta gente dando vueltas, me sentí seguro. Me corté el pelo, me afeité el bigote y conseguí papeles nuevos en el mercado negro: mi primer nombre falso fue “Ricardo Donoguier”. Empecé a trabajar como retratista a lápiz en la calle, para los turistas, o en los bares de North Beach y Union Street. Una de esas noches conocí a Barbara Taylor, una mujer grandota pero linda, de ojos azules y pelo negro, que trabajaba como documentalista. Me pidió que le dibujara un retrato, y empezamos a hablar. Me preguntó de dónde era. “Mi familia tiene una estancia muy importante en Argentina, que algún día voy a heredar — le contesté — . Mientras tanto, prefiero vivir expresándome creativamente”.

Barbara me compró el retrato que hice de ella y también otro dibujo, de Humphrey Bogart. Ella nunca había vivido con un hombre, pero al día siguiente me mudé a su departamento en Pacific Heights, un barrio mucho mejor que las roñosas flophouses del centro de San Francisco donde estaba durmiendo. Barbara se enamoró rápido de mí. Me llevó a conocer a sus compañeros de trabajo, en una productora de películas y comerciales, e íbamos a comer a pequeños restaurantes étnicos por toda la ciudad, donde pagaba casi siempre ella. Cuando volvíamos al departamento, fumábamos marihuana y hacíamos el amor. Me daba incluso una pequeña mensualidad para buscar trabajo y comprarme cosas.

En Navidad, Barbara me llevó a conocer a sus padres. Todavía me acuerdo de ellos, que me cayeron bien y estoy seguro de que yo también les caí bien. Lamentablemente, como había pasado con Judy, la visita a la casa de los padres fue una especie de principio del fin. Unos días después le pedí plata, porque no tenía más, y ella se negó, sin explicarme por qué. Nos peleamos, porque me sentí despreciado (ella había prometido ayudarme) y me fui, sin saber bien por qué, a Hawaii.

Barbara.

En Honolulu conocí a un tipo que compraba cosas con tarjetas de crédito robadas y después las vendía. Tenía un departamento muy lindo en Waikiki Beach y me invitó a mudarme con él. Conseguí trabajo como mesero en un restaurante muy popular. Trabajaba sólo al mediodía y después salía a caminar por la playa. En esa época estaba bastante musculoso y usaba un traje de baño diminuto, como los que estaban de moda. Me gustaba encarar turistas gringas y ofrecer sacarlas a pasear a la noche. Algunas aceptaban. En marzo de 1975, una de las que aceptó fue Mary O’Neill. La tuve que engañar un poco — le dije que era el dueño del restaurante donde trabajaba — , pero vino. Al otro día, con la excusa de ir a una supuesta playa escondida, fuera del alcance de los turistas, la hice pasar un minuto por mi departamento. Cuando entramos, comenzamos a besarnos. Me pareció que ella tenía ganas de más; empezamos a manosearnos, a calentar el ambiente, pero cuando quise llevarla a la cama, se negó. Yo pensé que era un juego de ella, que decía que no para decir que sí, así que insistí más fuerte y le empecé a arrancar la ropa. Probablemente leí mal la situación: en un momento sus gritos y sus patadas me pusieron de mal humor y, sin saber bien por qué, empecé a pegarle. De pronto entró a la casa el amigo con el que vivía y me gritó para que parara. Mary se levantó y salió corriendo. Mi roommate le había salvado la vida.

Lamenté mucho este episodio, sobre todo porque me tuve que ir de Hawaii, donde había pasado unos meses fabulosos. Aterricé otra vez en San Francisco. Desde el aeropuerto le llamé a Barbara: “Te extraño, te amo, me quiero casar contigo — le dije — . ¿Podrías pasar a buscarme por el aeropuerto?”. Barbara, que estaba en el trabajo, me pasó a buscar y me dejó solo en su departamento, mientras ella volvía a la oficina. Ahí llamó a un tipo con el que iba a salir esa noche y canceló la cita. Le explicó, según le contó el tipo después a la policía, que tenía al “pesado” de su ex novio en su casa y tenía que convencerlo de que la relación entre ellos (entre nosotros) se había terminado.

Barbara vino en la noche muy convencida y me dijo que no me quería ver más. Me puse como loco y probablemente no reaccioné bien, pero acepté su decisión y me fui. Al otro día, el Viernes Santo de 1976, estuve dando vueltas por la ciudad, sin rumbo, desesperado y agobiado por las voces en mi cabeza, que no me dejaban tranquilo. Por alguna razón que no recuerdo y que tanto tiempo después parece inexplicable, volví al edificio de Barbara y logré que me abriera la puerta. Le dije que no tenía a dónde ir, pero la guacha parecía muy segura de sus sentimientos. Después de eso ya no me acuerdo de mucho más. O quizá sí me acuerdo, porque lo cierto es que a distintos interrogadores les di versiones distintas. A un psiquiatra le dije que aquella noche con Barbara habíamos estado haciendo el amor y fumando marihuana durante varias horas. Y que ella había querido hacer el amor otra vez, pero yo ya no podía conseguir una erección y entonces me dio una pastilla. “No sé si fue la pastilla o fui yo, doctor — expliqué — . Pero en ese momento vi los colores y los puntos otra vez”. Los forenses dicen que encontraron a Barbara desnuda (pero no violada), con la cara desfigurada por mis puñetazos y las marcas de mis botas de gamuza en un muslo, un brazo y una mano. También dicen que le pegué patadas en el oído, la frente y la nuca, y que la pateé con tanta fuerza que en varios lugares le abrí la piel hasta el hueso.

Cuatro días más tarde, intenté cruzar hacia México por el puente entre El Paso y Ciudad Juárez. Los gringos me dejaron pasar, porque les dije que era un mexicano que estaba volviendo a casa. Pero los mexicanos no me creyeron, sospecharon de mi acento y me mandaron de vuelta a Estados Unidos, los muy cabrones. En el centro de detención de El Paso, adentro de un cuartito sin ventanas, me interrogaron dos agentes del FBI. Pensé que me habían descubierto, que sabían todo de mí, pero pasaban los días y no me decían nada. Una noche, poco después, me uní a otros tres presos, redujimos al guardia y le exigimos que nos diera las llaves y el walkie-talkie. Como se negaba, le hice un tajo de siete centímetros en el cuello con una daga. Salimos al patio, con el guardia como rehén, y exigimos a los otros guardias que abrieran los portones eléctricos. “¡Me buscan por asesinato! — le grité al guardia que tenía al lado — . Así que don’t fuck around, porque no tengo nada que perder”. Estaba realmente dispuesto a jugármelo todo. Nos abrieron, robamos un auto y cruzamos la frontera en medio de la noche. No pudimos celebrar, porque nos estaba esperando la policía mexicana: mis tres compañeros fueron detenidos, pero yo me pude escapar y salté encima de un tren que justo en ese momento salía para el Distrito Federal.

En la frontera

En ese tren me di cuenta de lo cansado que estaba de estar escapando, nunca en paz, todo el tiempo perseguido por la policía y las voces que gruñían en mi cabeza. Lo único que quería era quedarme quieto, con la esperanza de que una vida normal callara o me aliviara de las voces. Cuando llegué a la ciudad de México, intenté tener una vida normal. Conocí a María López, una chica de veintipico de años, no muy linda ni muy interesante, pero que se enamoró rápido de mí. Cuando me preguntó cómo me llamaba, le contesté: “Richard Cooper”. Le dije que era gringo. “¿Y tus padres?”, me preguntó. “Mi padre murió”, le dije. “¿Y tu madre?”. “Con mi madre y mis hermanas no tengo mucha relación, porque son prostitutas”, le respondí, dijo María en interrogatorios posteriores publicados por la prensa mexicana. Un día le propuse matrimonio. Después de tanto alboroto y tantas fugas, pensé que casarme me haría bien. María dudó, pero fui a conocer a sus padres, católicos fervientes, y ellos, como pasa siempre con los padres, me adoraron. Mi primer trabajo fue en un estudio de karate, dando clases. Me compré una moto y alquilé un departamentito muy lindo en Coyoacán. Un par de meses después desaparecí por unos días (me fui de viaje a un pueblo perdido a conseguir un certificado de nacimiento falso) y, cuando volví, le dije a María que mi nombre real no era el que le había dado, sino “Ricardo Martínez Díaz”. Me preguntó por qué le había mentido y creo, leyendo el testimonio de María a los detectives, que mi respuesta fue bastante sincera: “Porque hice algunas cosas feas en mi vida y me gustaría olvidarlas”.

Como el karate no me daba mucho dinero, empecé a trabajar como vendedor de libros para Time Life. María venía cada tarde al departamento y me cocinaba y me limpiaba. Estábamos a punto de casarnos, pero yo empecé a tener mis famosos cambios de humor, y un día, probablemente enojado por alguna cosa, le pegué. Le imploré que me perdonara y me perdonó, pero ya estaba jodido. Un día me preguntó si estaba con otras mujeres y le dije que yo podía estar con quien quisiera, porque podía tener a la mujer que quisiera. María agarró sus cosas y se fue. Nunca más la vi. Pienso en aquella escena y no puedo dejar de imaginar que, como Mary O’Neill, María salvó su vida sin darse cuenta.

La extrañé poco, porque enseguida conocí a Laura, que era una candidata mucho mejor. Era más joven (tenía 23 años), había ido a la universidad en California y estaba haciendo un máster en Psicología. Su familia, además, era millonaria. Su padre, Fidel Gómez Martínez, tenía una de las empresas de camiones más grandes de México. Vivían en Polanco y su casa ocupaba casi una manzana entera. En el jardín había una pileta enorme y, en el garage, once autos. Dos de los autos eran de Laura.

De todas las mujeres con las que estuve, Laura era la más linda, la más elegante y la más sofisticada. Le gustaba pintar y, como yo, tenía un temperamento artístico. Tenía unos enormes ojos verdes, el pelo castaño claro y una figura estupenda, y había participado como modelo en comerciales para televisión. De hecho, nos conocimos cuando acompañé a unos amigos a un estudio de TV y ella estaba ahí filmando la publicidad de una cerveza. ¿Por qué una chica así me iba a dar bola a mí, un don nadie, un semiclandestino que no había terminado la secundaria y llevaba media vida escapando del gobierno? Porque en el fondo, como expliqué al fiscal en el condado de Nassau, a pesar de toda su belleza y su sofisticación, Laura tenía baja autoestima y sentía que sus padres preferían a su hermana más que a ella. En eso éramos como mellizos: dos almas solitarias y heridas.

Laura.

Gracias a sus conexiones, Laura me consiguió un trabajo en la subsidiaria mexicana de Atlas, una empresa gringa de acero. Un viernes de octubre, por la tarde, Laura les dijo a sus padres que yo la había invitado a una exhibición de karate esa misma noche. Ellos, a quienes nunca conocí, le dijeron que no había ningún problema. La pasé a buscar a las ocho, pero en lugar de ir a la exhibición, le dije que tenía que buscar algo en mi departamento.

Otra vez voy a tener que recurrir a los informes de los forenses, porque no me acuerdo de casi nada de lo que pasó después: sí me acuerdo de que estábamos sentados en el sofá del living y que ella me empezó a presionar por el tema del casamiento y que a mí me agarró una depresión muy grande. Y recuerdo las figuras de colores y los puntitos, pero no mucho más. Según la policía, en un momento de la noche le saqué el vestido, la arrastré de una habitación a la otra, quemé su cuerpo en varias partes con cigarrillos y le pegué en la cabeza y en la cara con mis puños. Después agarré una barra de hierro y le pegué en la cabeza por lo menos diez veces, hundiéndole la frente y astillándole la mandíbula de manera que sus dientes salieron volando hasta el otro lado de la habitación. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, no lo podía creer: me arrepentí prácticamente enseguida.

A veces, cuando logro el coraje de pensar en estas cosas, creo que a Laura la maté para ahorrarle el sufrimiento. Ella estaba enamorada de mí y quería casarse conmigo. Pero yo sabía que no me podía casar con ella. Porque yo soy un asesino. No se lo podía contar, nunca me habría entendido. Cuando le dije que no me podía casar con ella, aquella noche en mi departamento de Coyoacán, Laura se puso muy triste. Entonces quise terminar con su sufrimiento.

Después de matar a Laura, me encontré a mí mismo, como si fuera un sonámbulo, viajando otra vez hacia Estados Unidos. En un diario personal que escribí para un abogado mendocino, en 1994, y del que el New York Times publicó un extracto, anoté: “No me acuerdo cómo crucé la frontera. Sentí que me había convertido en un fantasma”. Estuve cinco meses en Salt Lake City y después fui a Los Ángeles, donde trabajé como mesero en Scadia, un restaurante escandinavo muy famoso en ese momento. Ahí conocí a Felicia, una cubana con la que me casé en 1979. Todavía oía las voces en mi cabeza, que me pedían que hiciera cosas malas, pero cada vez menos. Fueron un par de años bastante felices: a pesar de las voces, por lo menos no estaba deprimido. En 1981 nació mi primer hijo. Cuando Felicia volvió a quedar embarazada, tres años más tarde, la situación había empeorado. Mi mujer, que trabajaba para el gobierno de Los Ángeles, empezó a hacerme preguntas sobre mi pasado. El día que nació mi hija, en abril de 1984, le di un beso en la frente, tomé los ahorros familiares (qué animal) y desaparecí. “Las voces me estaban pidiendo sangre”, escribí más tarde.

Volví a México. Conseguí un pasaporte mexicano con el nombre “Roberto Domínguez” y me mudé a Guadalajara, donde di clases de inglés. En enero de 1985 apareció en mi clase Susana, una adolescente hermosa que acababa de ganar un concurso de belleza. Uno de los premios era un curso de inglés en la academia donde yo trabajaba. Yo tenía treinta y seis años y ella diecisiete, pero me enamoré enseguida. Afortunadamente, ella también se enamoró de mí. Me hizo sentir bien saber que, a pesar de los años y los desastres, mi encanto y mi atractivo seguían intactos.

Nos casamos ese mismo año y enseguida nos mudamos a Chicago, otra vez del otro lado de la frontera. Trabajé como camarero en Harry Caray’s, un popular restaurante del centro de la ciudad. Compramos una casita en Cicero, un suburbio lleno de mexicanos, que hoy tiene 80% de población hispana. Llevábamos una vida bastante normal: nos hicimos amigos de los vecinos, organizábamos asados en los jardincitos, a veces nos emborrachábamos, teníamos hijos. En el trabajo, donde mi nombre era “Franco Porraz”, mis supervisores me adoraban. Un diario habló con uno de mis jefes, que dijo sobre mí: “Fue uno de los mejores mozos que tuvimos nunca”.

Después, como siempre pasa conmigo, me ocupé de arruinar todo. Había comprado a crédito una pila de cosas que no necesitaba y me había llenado de deudas. Como no aguantaba más las cartas de American Express, empecé a cometer errores: empecé, por ejemplo, a darles mal el cambio a los clientes. O les inflaba la cuenta: les llevaba botellas de vino que no habían pedido para abultar la cifra final y abultar a su vez mi propina. Cuando demasiados clientes se avivaron y protestaron, me despidieron, tras tres años y medio en Harry Caray’s. Sabía que era mi culpa, pero en mi mente — en las cosas que escribí y en las explicaciones que di a quienes me preguntaron — el responsable de aquellas desgracias era Estados Unidos.

“Me volví a hartar de este país de mierda, donde tratan mal a los hispanos, donde ser latino es una desgracia y nadie respeta a los inmigrantes”, dije una vez. No sé si verdaderamente me creía lo que estaba diciendo, pero para entonces ya no tenía importancia. Vendimos la casita de Cicero y nos volvimos, con Susana y nuestros cuatro hijos, a Guadalajara, donde vivimos razonablemente felices y en paz hasta enero de 1994.

Me quiero entregar”

En todos esos años, de 1974 a 1994, no hablé nunca con Alberto ni con mi madre. A Alberto, la policía le tocaba el timbre todos los meses para preguntarle si sabía algo de mí, y él les decía la verdad: que no sabía nada. Una vez, cuando mi hermano vivía en los Cayos de la Florida, al sur de Miami, vio a una docena de patrullas ululantes estacionarse frente a su empresa de pesca submarina y supo que algo había pasado conmigo. Creyó que otra vez había matado a alguien, pero los policías le dijeron que había apuñalado a un oficial en Texas y me había escapado a México. Después pasaron tantos años que Alberto no pensó en mí cuando, en enero de 1994, sonó el teléfono de su mansión de Riverdale, en el Bronx, y le dijeron que lo llamaban de Mendoza. El llamado sorprendió a Alberto en medio de una fiesta, tomando champán y comiendo canapés en su casa con docenas de invitados del mundo de la moda y la fotografía. Alberto llegó al teléfono y, del otro lado, Luis, nuestro padrastro, le dijo: “Tengo acá a un amigo tuyo que quiere hablarte”. Dije dos palabras y Alberto supo enseguida quién le hablaba. “¿Qué estás haciendo ahí?”, me preguntó. “Me quiero entregar”, le contesté.

El día que lo visitó el escritor argentino, Alberto contaba estos episodios y se reía con una mezcla de incredulidad y amargura. En una vida en la que parecía haberlo tenido todo — dinero, mujeres, aventuras — , haber sido mi hermano era la única mancha sórdida o fracasada. Pero no parecía afectarlo demasiado, o por lo menos no aquella tarde de invierno en la montaña. En un momento, Alberto se levantó y le mostró al periodista algunas de las fotos que tenía colgadas en la pared: había fotos mías de hace mil años; había fotos de papá, todo empilchado, sonriendo y mascando puros, y había varias fotos de Alberto. Al escritor argentino le llamó especialmente la atención una foto de Alberto al mando de una lancha zigzagueante a toda velocidad entre los Cayos, con el pelo largo y rubio al viento, escondido detrás de un par de anteojos negros y sonriendo como si esa sonrisa describiera la enorme satisfacción que sentía por su propia vida.

Alberto había llegado a Nueva York más o menos al mismo tiempo que yo, pero había logrado integrarse rápido al mundo artístico de Manhattan. “Era fantástico, pensé que me había muerto y me había ido al cielo — dijo — . Era la cosa más deliciosa. Todos los días fumábamos marihuana y tomábamos droga todos los fines de semana. Era una cosa… [suspiro] deliciosa. Una época muy linda”. Alberto se casó con una colombiana, gracias a quien obtuvo la green card, después se separó de ella y luego la fue a buscar a Miami. Fracasó, pero igual se quedó ahí, enseñando buceo y pesca submarina. Un día — al mismo tiempo que yo, en la otra costa, daba tumbos entre Hawaii y San Francisco — apareció un viejo millonario que quería dar la vuelta al mundo en un velero y contrató a Alberto y otros tres pibes para que le manejaran el barco y “para que le consiguiéramos mujeres”. Mi hermano estuvo dos años en ese barco, navegando entre América y Europa y Asia, siempre con una docena de mujeres a bordo y nada en qué gastar la guita que le daba aquel gringo viejo.

Del velero se bajó en Mallorca, donde estuvo más de un año, y sólo entonces se resignó a volver a Nueva York, donde nadie lo esperaba. Empezó a trabajar en un estudio de fotos, después de unos años se lo compró al dueño, se asoció con su nueva mujer, Kim, y de golpe, a fines de los ochenta, se encontró con que era millonario. Sus clientes eran las principales marcas de la industria de la moda de Nueva York, a cuyos dueños y gerentes sacaba a pasear las noches de fin de semana en su propio velero, con abundante comida y bebida, alrededor de Manhattan. A fines de los noventa, Alberto decidió que quería jubilarse y divorciarse de Kim (madre de su único hijo, Matt, que vive en Brooklyn bastante cerca del escritor argentino), y eso hizo: a los cuarenta y siete años dejó de trabajar, se consiguió una novia mucho más joven y volvió a viajar por el mundo, esta vez en moto. Cuando decidió que ya no necesitaba al “mundo”, se refugió en su casa en la montaña, de donde sale poco en verano (tiene una galería de arte en Rensellaerville, un pueblo vecino, donde muestra fotos y muebles diseñados por él) y casi nada en invierno.

Cuando me preguntan por qué volví a Mendoza a principios de 1994, casi siempre digo lo mismo: volví para escapar de las voces. La decisión se aceleró por un episodio confuso en el aeropuerto de la ciudad de México, donde unos tipos me quisieron secuestrar y sólo atiné a tomar el primer avión posible: no se me ocurrió ningún lugar mejor que Argentina a donde escapar. Además, quería ver a mi madre, a quien no veía desde hacía más de veinte años, y contarle lo que había hecho, las cosas malas que había hecho. Eso hice. Fueron dos meses tremendos. Me acuerdo de que el primer día Luis y mamá me pasaron a buscar por la terminal de colectivos, me senté con mi vieja en el asiento de atrás del auto y le dije: “Mamá, ¡pensé que te habías muerto!”. Estaba muy emocionado pero también muy perturbado: le dije a mamá que mi vida era una miseria. Al día siguiente, sentados en la cocina de su casa, le conté sobre los asesinatos. Cuando confesé todo, le imploré: “Mamá, ayudame a entregarme”. Días más tarde, en el mismo lugar, le pregunté si me perdonaba. “Si estás verdaderamente arrepentido de lo que hiciste, te perdono”, contestó ella, según el relato que le hizo a Linda Wolfe. Y me abrazó. Me puse a llorar y no pude evitar preguntarle: “Mami, ¿por qué me dejaste? Yo te quería tanto”.

Fuimos a ver a un abogado amigo de la familia, que se quedó de piedra cuando le conté mi historia. Me preguntó por qué quería entregarme: “Tengo miedo de volver a matar”, le contesté. El abogado mendocino me dijo entonces que no podía entregarme en Argentina, porque ahí, a pesar de la Interpol, no me buscaba nadie. En Argentina podía vivir tranquilamente. Si quería entregarme, me dijo, tenía que ir a Estados Unidos. Pero para eso necesitaba un abogado. Alberto, que tenía amigos en Human Rights Watch, consiguió a Michael Kennedy, que primero le dijo que me iba a defender pro bono pero al final le mandó a Alberto una factura por casi cien mil dólares.

Esas semanas pasaron tan rápido que los recuerdos se me pegan unos con otros y no sé qué pasó primero y qué pasó después. Me acuerdo del programa de televisión, las tapas de los diarios — ”¡El hombre más buscado de América!”, “¡Las seducía y las mataba!” — y las audiencias en Nassau County para determinar si estaba cuerdo o loco y si debía ir a juicio por la muerte de Natalie. Yo quería que me consideraran loco, porque prefería mil veces pasar el resto de mi vida en un hospital que en una cárcel, pero ya no tenía la energía de antes para sobreactuar mis problemas. Lo más importante, en ese momento, era sentir que había hecho lo correcto y que, si tenía un poco de suerte, las voces y los gruñidos dentro de mi cabeza empezarían a callarse.

América, América

En el último día de la audiencia, Kennedy dijo que cuando era chico me habían violado, y que eso explicaba mis problemas. Es cierto que me violaron, o por lo menos en ese momento yo creía que era cierto. Cuando tenía siete años, las mucamas de mi padre me mandaron a comprar pan y, a la vuelta, un tipo de unos treinta y pico de años me interceptó, me dio caramelos y me invitó a su casa. De golpe me bajó los pantalones, me agarró desde atrás y me la metió. Quise escapar, pero me tenía agarrado. No me podía mover, no podía respirar. El tipo me dijo que si le contaba a alguien, me iba a lastimar. Cuando llegué a casa y vi que tenía sangre en el culo, no entendí qué había pasado. ¡Sólo tenía siete años! Pero sabía que algo me había pasado.

Cuando Kennedy terminó su alegato, el juez me dejó decir unas palabras. Dije, en inglés y temblando un poco: “Me entregué a las autoridades, su señoría, para evitar más muertes. Quiero decirles a los familiares de la víctimas que estoy muy arrepentido de lo que hice. Estaba enfermo, y espero que ahora, en la cárcel, pueda curarme”. Tras una pausa, el juez respondió que lo mío no era arrepentimiento sino otro astuto intento de manipular a la gente, como había hecho toda mi vida. Me sentenció a la pena máxima prevista en el código: de ocho a veinticinco años en prisión.

Durante el juicio.

En un momento de su charla, el periodista argentino le preguntó a Alberto si creía (como creían la policía y la prensa sensacionalista) que yo, además de las cuatro conocidas, también había matado a las otras tres o cuatro que a veces se me atribuían. Alberto hizo una mueca y respondió: “Ricardo era un tipo muy mentiroso, que necesitaba todo el tiempo llamar la atención. Si me pongo a analizar todas las cosas que me ha contado, a veces pienso que mató a cien mil personas. O a ninguna, porque un día decía una cosa y otro día decía otra”.

Después de la sentencia me mandaron a la cárcel de Attica, una fortaleza gris y deprimente cerca de las Cataratas del Niágara. Susana, mi mujer y la madre de cuatro de mis seis hijos, se había regresado a Guadalajara, y a veces nos escribíamos cartas. Con ella siempre fui un buen marido y la dejé con una buena posición económica (en México trabajé casi una década como importador de suministros médicos). Eso me hace sentir orgulloso. Alberto, que ya vivía todo el año en su casa de la montaña, venía a visitarme. O me mandaba cajas de comida, mi vicio favorito en la cárcel. Alberto me aconsejó también que dejara de tomar los antidepresivos y los calmantes que me habían recetado. Eso me hizo bien: sin las medicinas me sentí mucho mejor, y por primera vez en años logré dormir varias horas seguidas sin despertarme desesperado o con pánico por las voces. En la cárcel trabajé arreglando televisores, enseñé español a los otros presos y me anoté en una liga interna de basquetbol.

Había encontrado una relativa calma. Después de veinte años de estar escapando, mirando por encima del hombro, siempre escondiéndome y sin un trabajo decente — trabajé mucho como mozo, porque la gente no mira realmente a los mozos — , la cárcel parecía casi un alivio. Sentía que había pasado buena parte de mi vida empujado por los demás, obedeciendo las órdenes de otros: pushed around. En el fondo no había sido más que un latino en Estados Unidos. Y un latino sin visa: lo más bajo de lo más bajo, lo peor de lo peor. Una mañana, Alberto vino a la cárcel con Linda Wolfe, que me preguntó por qué creía que era tan exitoso con las mujeres, qué veían ellas en mí. Hice una pausa y le respondí, con toda seriedad: “Tengo un cock enorme”. Como se quedó callada, insistí, a ver si decía algo: “Tengo un cock de veinticinco centímetros”. Hubo una época en la que me obsesioné con escaparme. Le dije a Alberto que necesitaba cinco mil dólares para darle a un tipo que había prometido sacarme. Alberto se negó: “De acá no salís más”, me dijo sonriendo en el teléfono.

En mi mejor momento, cuando ya me había acostumbrado a la vida en la cárcel y a disfrutar de la mente clara, sin pastillas ni antidepresivos, se terminó todo de golpe. Una tarde de octubre de 1997 salí a jugar al básquet al patio de la cárcel, sentí un aguijón en el pecho y me derrumbé contra el cemento duro de la cancha, hechizado por un infarto. Morí ahí mismo, dos minutos más tarde, boca abajo sobre el piso, acariciado apenas por el tenue sol del otoño. Tenía cuarenta y ocho años.

En el living de su casa, al lado de las fotos familiares, mi hermano tiene un frasco con parte de mis cenizas. (También hay cenizas mías en Mendoza y Guadalajara.) Cuando el escritor argentino le preguntó qué significado tenía para él todo lo que había pasado conmigo, Alberto dijo algo triste pero interesante: “A mí la historia de Ricardo me sirvió para compararme con él”. Y agregó: “En esta vida nada se desperdicia, todo sirve para algo. Y quizás a él le tocó sufrir para que yo viviera mejor. Ricardo, de alguna manera, ocupó un lugar extremo de nosotros mismos que a mí me sirvió para distanciarme y acomodarme en un lugar intermedio, a salvo de nuestros demonios”.

El reportero argentino volvió aquella tarde a Brooklyn manejando el Chevy rojo y pensando en Alberto, en mí y en nuestra historia. Se preguntó si puede un escritor intentar entender a un asesino sin idealizar su vida o caer presa de sus delirios y explicaciones. Se preguntó si debía coronar estas páginas con un diagnóstico o un veredicto, o si sería mejor dejarlas esfumarse de a poco, sin grand finale, como la mayoría de las historias reales. Se respondió con un consuelo: no sólo la mente de los asesinos es inexplicable, todas nuestras mentes lo son. Pero al menos nos quedan las historias. Aunque no podamos entendernos, siempre podremos contarnos nuestras historias, y eso nos ayudará a estar más juntos.

Estas páginas han tenido el mismo objetivo. No espero que los lectores comprendan mi corazón enfermo o mi fiebre asesina. Sólo he querido contarles mi historia. Hace un montón de años, cuando era chico, vi en un cine de Mendoza una película en blanco y negro que se llamaba América, América, dirigida por Elia Kazan. En un momento, un campesino griego pobrísimo que está a punto de subirse a un barco rumbo a Nueva York, dice: “Estoy convencido de que en América me voy a limpiar, voy a quedar como nuevo”. Sentado en mi butaca, pensé: “Ojalá pueda hacer lo mismo, ojalá pueda ir a Estados Unidos y convertirme en otra persona”. Porque yo no he querido ser un hombre malo: tan sólo he sido un hombre enfermo. No sé por qué maté a esas mujeres. Yo básicamente soy una buena persona.

(fotos: Unsolved Mysteries Wiki)

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