La noche que arriaron la Vieja Dixie

Jorge San Miguel
7 min readAug 13, 2015

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Hace algunos años comenzaron a aparecer en medios conservadores -o “liberales”, según definición emic de algunos de ellos- españoles artículos críticos con la figura de Abraham Lincoln, o abiertamente revisionistas sobre la Guerra civil de EEUU y la “Causa Perdida” confederada. Algunos eran traducciones de autores pertenecientes o cercanos al Ludwig von Mises Institute, como Thomas Di Lorenzo. Otros, y esto resultaba más chocante, eran obra de articulistas españoles del entorno de Libertad Digital y el Instituto Juan de Mariana. Chocante sobre todo por la virulencia con la que arremetían contra un político que, aunque universalmente conocido, a los españoles no deja de quedarnos lejos. Había algo impostado en la vehemencia con la que tomaban partido en una querella distante y reproducían los argumentos habituales del think tank de Alabama: Lincoln como el gran Satán estatista que había convertido a los prístinos EEUU de los Framers en algo así como un Leviatán socialista pasando por encima de los derechos de los Estados y, a lo que se ve, de la libertad de los emprendedores sureños para celebrar contratos libres entre particulares.

Por supuesto, por allí desfilaban dos grandes temas de la Lost Cause: de un lado, que la esclavitud no había sido la causa principal de la guerra, sino una excusa para laminar la soberanía de los estados frente a la maquinaria de gobierno federal; y de otro -nótese una pequeña paradoja aquí-, que la “institución peculiar” del Sur era algo así como un atavismo, una forma decadente de relación económica que, librada a las benéficas fuerzas del mercado, hubiera desaparecido de todas formas sin necesidad de guerra y coacción. Sobre ambas cuestiones hay toneladas de literatura, que en conjunto no dejan en buen lugar las tesis de los misianos de Alabama y sus émulos españoles. Por ejemplo, la discusión sobre la decadencia o ineficiencia de la esclavitud está en el origen mismo de la cliometría gracias a los trabajos clásicos de Conrad y Meyer o Fogel y Engelman. Resultaba también sorprendente el arrojo con que los polemistas españoles se animaban a dictar sentencia sin que parecieran estar al corriente en absoluto del debate académico; siguiendo además al pie de la letra a articulistas como Thomas Woods o el propio Di Lorenzo, cuyos trabajos gozan de nula reputación fuera de su iglesia.

He recordado este diminuto episodio del debate político de la década pasada mientras leía el capítulo que Barrington Moore dedica a la Guerra civil en Social origins of dictatorship and democracy. O, más precisamente, mientras, a raíz de la lectura, pensaba en la polémica reciente sobre los símbolos confederados en el espacio público de los Estados del Sur. Hay que recordar que Moore escribe y publica su libro en pleno período de lucha por los derechos civiles en el Sur, lo que otorga una dimensión -y se diría que una intensidad- particular a los pasajes en los que intenta establecer un juicio crítico sobre lo que llama la “última revolución capitalista”.

Moore dedica buena parte del capítulo al debate sobre las causas de la guerra, y señala acertadamente que la presencia de dos modelos económicos distintos o aun contrapuestos no es motivo suficiente para que estalle un conflicto de la proporción de la Guerra civil. A la vez, es preciso entender que los modelos económicos del Norte y el Sur correspondían a su vez a dos modelos civilizatorios, por usar la propia expresión de Moore, en último término inconciliables. Y el espacio que ocupaba la esclavitud -y, de modo más general, la herencia del estatus- en la civilización sureña. También el papel de las élites de cada section a la hora de activar conflictos que para la masa de la población tenía un peso menor o unos contornos menos definidos -así, por ejemplo, los trabajadores del Norte, que contemplaban con recelo la perspectiva de la emancipación y una posible competencia de los negros. En el esquema de Moore, la alianza entre el capital del Norte y los granjeros libres del Oeste (“Vote yourself a farm — vote yourself a tariff”), además de sofocar el socialismo americano antes aún de la cuna, impidió un matrimonio de conveniencia entre la gran propiedad del Norte (industrial y financiera) y del Sur (rural), que hubiera podido alumbrar un capitalismo reaccionario del tipo alemán o japonés.

No obstante, tras la guerra, el verdadero programa revolucionario, abanderado por los Radical Republicans de Thaddeus Stevens, y que incluía sufragio universal y una reforma agraria para convertir a los esclavos liberados en propietarios, quedó inconcluso. Si Stevens abogaba por tratar a los sureños como a un pueblo conquistado y colonizado, y borrar todo rastro de la civilización esclavista, el compromiso entre la propiedad del Norte y del Sur tras la Guerra consistió más bien en aceptar el fin de la esclavitud sin dotar a la libertad de los esclavos de un contenido redistributivo. El lema Forty acres and a mule se tornó en motivo de ridículo teñido de cierto pánico moral. En la práctica, el nuevo arreglo perpetuó la dependencia de los negros, convirtiéndolos en aparceros atados a la tierra y el crédito de los propietarios blancos; y el orden social que los relegaba se mantuvo mediante la segregación y una violencia dosificada pero más o menos sistemática contra ellos.

Al margen de lo convincentes que nos resulten hoy las tesis de Moore en conjunto, las dinámicas, conflictos y líneas de fractura que señalan pueden ayudarnos a reflexionar sobre la herencia de la Guerra civil, y el hecho de que ciento cincuenta años después de ella se siga debatiendo en torno a los símbolos de los Estados Confederados de América. O, de manera más cruda, que el estatus civil de la población negra aún fuera motivo de disputa en los días en que Moore escribía su libro, como sigue siendo hoy una cuestión abierta su situación material. Pese a la derrota en la Guerra civil, la civilización sureña no fue borrada del mapa como pretendían Stevens y los radicales que, acertadamente, entendieron su incompatibilidad fundamental con el ideal puritano de civilización. Antes al contrario, se le permitió, en lo práctico, mantener la estructura básica de la propiedad; y en lo simbólico, refugiarse en un limbo ahistórico, en un relato cavalier edulcorado por el que pululan la Vieja Dixie, el General Lee, Escarlata O’Hara y la estética “rebelde” en la cultura popular. La tradición de la Lost Cause otorgó un barniz respetable a la nostalgia. Pero no se ha tratado sólo de ensoñaciones, películas, canciones rock y persecuciones cómicas con música de banjo. En una visita reciente al Capitolio de Austin pude comprobar cómo los símbolos y la legitimidad confederada se imbricaban con los de la Unión en un collage que sólo pasa desapercibido por hábito o irreflexión. Un breve paseo por los jardines del Capitolio nos lleva del monumento a los soldados de Vietnam al que honra a los héroes caídos en la lucha por “los derechos de los Estados”. En tiempos antiguos, la damnatio memoriae decretaba el olvido de los gobernantes caídos en desgracia y de sus hechos, hasta eliminarlos si era preciso de inscripciones y registros. Se diría que, muy al contrario, en el Sur, el intencionado olvido de la esclavitud, que fue clave de bóveda de su modelo civilizatorio, ha operado durante siglo y medio una rehabilitación del conjunto.

Digo clave de bóveda a sabiendas de que la amplísima mayoría de la población sureña no tenía esclavos: apenas sí un 6% en la época de la Guerra civil, y de ellos la mitad eran pequeños propietarios. Lejos de invalidar la relevancia de la “institución peculiar” en el camino a la guerra, pues la gran plantación era el motor de la riqueza en el Sur, y los grandes plantadores quienes dominaban la agenda política y los resortes del poder, el dato ilustra otro hecho fundamental sobre los Estados Confederados: la enorme y creciente desigualdad entre los blancos, cimentada sobre la posesión de la tierra y la herencia. De hecho, los propios blancos pobres se convirtieron también en aparceros en masa tras la guerra. Como apunta de forma atinada Moore, no cabe interpretar el Sur como un modelo de sociedad compatible a grandes rasgos con la modernidad salvo por el pequeño desliz de la esclavitud, sino que el principio hereditario y señorial era un pilar central, y la esclavitud de plantación una manifestación sangrante y lucrativa. Tanto da para el caso si la Unión no ha honrado siempre el ideal igualitario de Nueva Inglaterra, como de nuevo nos recuerda Moore, pues la realidad es que el Sur representaba algo esencialmente contrario a ese mismo ideal y a los cimientos normativos de nuestras sociedades modernas.

Es tentador asimismo remitir la controversia sobre los símbolos confederados a otras más cercanas, también producto último de una guerra civil. Las diferencias son muchas y evidentes, pero de igual manera podemos ver en la tolerancia, o la condena postergada, a las manifestaciones del régimen anterior, la expresión externa de un acuerdo entre élites de uno y otro bando. También puede contribuir a refinar y relativizar nuestra percepción de la historia reciente de España que aquella otra guerra civil siga coleando, en los símbolos y en lo material, siglo y medio después.

En cuanto a aquella breve moda anti-Lincoln con la que abría estas líneas, se presta a un colofón entre cómico y patético, que ya se ha contado en otro lugar. En 1988, Murray Rothbard, santo patrón de la escuela austríaca misiana revelada de los últimos días, y Lew Rockwell, fundador del Ludwig von Mises Institute (con sede en Auburn, Alabama), abandonaron el Partido Libertario para fundar una corriente “populista de derechas”. La etiqueta no es mía, sino del propio Rothbard, y quien quiera más detalles puede leerlos de su pluma en “A Strategy for the Right” (1992). La estrategia populista apuntaba a una coalición entre las “exploited masses” y los intelectuales paleolibertarian representados por el LvMI, con notas de color sureño, guiños a la Lost Cause, cantos a los “derechos de los Estados” frente al gobierno federal y alguna ocasional dosis de supremacismo blanco. Este Outreach to the Rednecks fue sólo un episodio más en la disparatada carrera de Rothbard, que nunca dudó en intentar aliarse con todo movimiento de oposición al gobierno federal a derecha o izquierda del espectro, por estrafalario que fuese -un tipo de perfil con que las conspiraciones de internet y las redes sociales nos han familiarizado en los últimos años. Pero tuvo el efecto de atraer a nostálgicos y de dar lugar a una cierta tradición y un cierto corpus de textos. Como quiera que la doctrina liberal que empezó a venderse a principios de la década pasada en España seguía patrones americanos y, muy señaladamente, los del think tank de Alabama, al público español le llegaron estas manifestaciones marginales de una guerra cultural lejana por una sucesión de azares. Que autores y medios que se proclamaban liberales acabasen prestándose a la nostalgia del Sur sólo sorprenderá a quien no haya vivido aquellos años del debate político en internet.

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Jorge San Miguel

Politólogo y otras cosas. Coautor de #LaUrnaRota Trabajo en comunicación política. A favor del Bien y en contra del Mal.