El delfín rosado

Emiliano Juncos
16 min readSep 29, 2016

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Crónica de un viaje en barco por la Amazonía Brasilera. Enero de 2015, cinco amigos cordobeses, seis días navegando y 1700 kilómetros recorridos.

El delfín rosado (Inia geoffrensis), o boto (como lo llaman acá, en Brasil), es una especie de cetáceo odontoceto de la familia Iniidae, la cual se distribuye por las cuencas de los ríos Amazonas, Madeira y Orinoco. Es el delfín de agua dulce más grande del mundo; el peso de los machos adultos llega a los 185 kg y pueden medir hasta 2,5 m.

La primera vez que ví uno de estos animales fue desde la planta baja del barco. Estaba lavando las ollas que usamos para preparar el almuerzo, cuando Fabio, que se encontraba apoyado en la baranda del pequeño balcón contiguo a la cocina me dijo, señalando al río, “Argentino, ¡Olha para o boto!”. Evidentemente, pudo leer la incomprensión en mi rostro, y de inmediato repitió más fuerte y más claro “¡Olha para o boto!” “¡¡No río!!”. Como suplicando ayuda, la miré a Sammy que estaba a mi lado, picando verduras para la cena. “¡O golfinho, Emi!” me indicó la cocinera y, sin soltar el cuchillo, apuntó su mentón hacia el río que corría frente a nosotros. Aún sin entender del todo a qué se referían, salí rápidamente y me ubiqué al lado de Fabio, que puso su brazo derecho sobre mis hombros e irguió nuevamente su dedo índice.

Un instante de espera.

De repente, ahí estaba… un gran delfín color rosa que emergió de la turbulencia del agua marrón agitada por las hélices en movimiento, para suspenderse por un segundo en el aire, como detenido en el tiempo, y luego sumergirse nuevamente.

Mi alegría era extrema. El Amazonas, la Gran Selva del Amazonas, aquella con la que soñaba desde muy pequeño, fascinado por las imágenes que había visto en libros y películas, no paraba de sorprenderme…

Entre el sordo rumor de motores listos para zarpar llegamos al puerto, corriendo, como siempre… ¿Por qué será que cada vez que abandonamos una ciudad lo hacemos así, corriendo? A casi un mes de haber emprendido esta locura, me convenzo cada vez más de que la puntualidad no es lo nuestro.

Nos encontramos en el Terminal Hidroviário Do Porto De Belém, capital del Estado de Pará, Brasil, a punto de comenzar una travesía de seis días en barco a través de los ríos más caudalosos que surcan el Amazonas, con destino a Manaos. Junto a mis cuatro compañeros de viaje, Kevin, Checho, Lucio y Soria, ya hemos recorrido Uruguay y algunas ciudades de esta gran tierra, la tierra de la samba.

Plan inicial de nuestro viaje por Sudamérica. Luego del barco en el Amazonas, nos esperan cinco países más.

En Belém, cada día es dividido en dos: antes de la lluvia y después de la lluvia. Cuando subimos a bordo del “Liberty Star”, es justo el intervalo entre estos dos momentos, por lo que, tanto nuestras mochilas como nosotros, nos vemos envueltos en impermeables. Uno detrás del otro, y dando pasos cuidadosos para no resbalarnos, cruzamos un puente improvisado que consiste en una larga tabla de madera percudida, y que nos lleva de tierra firme, a la planta inferior del barco carguero. Allí hacemos el “check in” (el cual consiste en anotar nuestros nombres en una simple planilla impresa de excel), y subimos por las escaleras de metal que nos llevan al siguiente nivel. Tal como nos habíamos imaginado, la mayoría de los lugares ya están ocupados, y encontramos sólo un espacio vacío, justo en frente del comedor. Dejamos nuestro equipaje sobre una de las tarimas que hay en el suelo, y nos abocamos a la tarea de colgar del techo nuestras hamacas, que usaremos para dormir durante el viaje, como se acostumbra en este tipo de embarcaciones.

Pese a que pensamos que perderíamos el barco, éste se demora horas en arrancar, pues aún están subiendo toda la carga que distribuirán en las distintas ciudades a lo largo del río. Es tarde en la noche cuando los motores se ponen en funcionamiento.

Fue un día largo y estamos muy cansados, por lo que cenamos unos sándwiches que trajimos, y nos vamos a dormir. Al principio nos cuesta encontrar una posición cómoda en las hamacas que Checho y Lucio compraron a sólo 10 reales cada una, hace algunas horas en Belém. Son pequeñas, hechas de una delgada tela sintética y cuelgan de unos cuantos hilos del mismo material. Me preocupa un poco que, de un momento a otro,el peso las venza y terminemos desplomados en el suelo, con la espalda partida ¿cómo imaginar que cuatro meses después, aún seguiríamos usándolas para dormir en alguna remota playa del océano Pacífico, a miles de kilómetros de distancia?

El sueño nos vence.

Nuestro nuevo hogar, la “Estrella de la libertad”

El barco es mucho más grande de lo que imaginábamos: consta de tres niveles, mas una terraza, y, entre tripulantes y pasajeros, capacidad para aproximadamente 500 personas.

Tiene una planta baja que se usa para todo tipo de cargas (desde cajas repletas tomates verdes hasta autos). Además es donde se encuentra la cocina, el frigorífico, la sala de máquinas y pequeñas habitaciones dobles donde se hacina parte de la tripulación, aquellos de “menor rango”.

Gran “dormitorio comunitario” en el segundo piso.

En el segundo nivel, del lado de la proa, se ubican los baños de dama y los camarotes privados del capitán y el resto de la tripulación. En popa está el comedor privado donde se sirve (sólo para aquellos que pueden pagarlo, no es nuestro caso), “café da manhã, almoço e jantar”. Al lado están los baños de caballeros, los cuales consisten en un pequeño cuarto con tres cubículos de acero (al igual que toda la estructura de la nave), cada uno con toilette y una rústica ducha. Las paredes y suelo están revestidas de ese rojizo tan particular con que el agua y el tiempo pintan al metal. En lo que queda de este nivel, se encuentra un gran salón donde se mecen cientos de hamacas diferentes, una al lado de la otra. Están colgadas de ganchos soldados al techo, donde también se amarran igual cantidad de chalecos salvavidas de color naranja. Es normal que, en los únicos 50 cm. a los que se reduce tu espacio personal, el vecino de al lado te golpee al darse vuelta en medio de la noche.

El tercer piso, tiene un salón de iguales dimensiones, además de la cabina de mando en proa y camarotes privados en ambos extremos de la embarcación. En estas habitaciones sólo duermen viajantes europeos, algunos locales adinerados, un par de presos que están siendo trasladados bajo custodia y, según nos enteramos unos días después, un grupo de narcotraficantes peruanos. En babor, un pasillo conduce a un amplio espacio abierto en popa. Allí hay un bar que abre de 9 de la mañana a 11 de la noche, y que vende de todo un poco. Una empinada escalerita metálica desemboca en lo más alto del Liberty Star: la terraza.

Algo que nos llama la atención, es que el aire acondicionado, que apunta directo sobre nuestras hamacas, es puesto en funcionamiento a la hora de dormir cuando la temperatura baja, y se apaga durante el día, cuando el calor sobrepasa los 30° C. A partir de la segunda noche, comenzamos a abrigarnos más.

La primera mañana, despertamos los cinco juntos y nos vamos al bar a desayunar. Además de las hamacas los chicos compraron algunas provisiones, así es que llevamos nuestro tereré, galletas de agua y dulce de leche, que llama la atención de un pequeño grupo de locales, quienes no dudan en preguntarnos de dónde somos y a dónde vamos.

La vista es increíble: campos de siembra se intercalan con grandes extensiones de una selva impenetrable. Todo es verde, con la excepción de algunos caseríos coloridos y, por supuesto, el río, de un tinte marrón.

La habilidad de negociar que tiene Checho, hizo que consigamos un beneficio único: el vendedor de pasajes en la hidroviaria nos prometió que sólo nosotros podríamos usar la cocina para hervir el arroz y los fideos que llevábamos, con la única condición de mantenerlo en secreto (para no generar protestas por parte del resto de los pasajeros y del personal).

Del primer almuerzo se encargan Lucio y Checho, y de allá abajo vienen, con los tuppers llenos y una propuesta para hacernos: trabajar en la cocina a cambio de comida. Se lo plantearon a la cocinera y parece que le gustó la idea, a nosotros también. Decidimos probar a partir de la mañana siguiente.

En cinco turnos de dos horas cada uno, nos dividimos el día para poder trabajar, pero también disfrutar de la vida social en la nave. Entonces nos convertimos en los ayudantes de la única cocinera del Liberty: Sammy (Seme Araujo según me enteraría un mes más tarde, al recibir su solicitud de amistad en Facebook). Las tareas son simples, cortar verduras y frango, buscar provisiones en el refrigerador, lavar los trastos y subir bandejas llenas de comida a través de un pequeño conducto que se comunica con el comedor. Lo que los comensales dejan de lado se convierte en alimento para los peces, pero antes, nosotros cinco tomamos nuestra abundante ración.

Sammy

Al comienzo me cuesta bastante entenderme con Sammy: ella no habla ni una palabra en español; la pronunciación del escaso portugués que aprendí en 20 días de viajar por el sur de Brasil, difiere bastante de la de los habitantes del Norte; y nuestro espacio de trabajo se encuentra justo al lado de la sala de máquinas (el ruido constante de los motores es ensordecedor). Pero poco a poco logramos comunicarnos, en una lengua extraña, mixtura entre portugués, español y señas.

Sammy tiene 39 años, es madre soltera de cuatro hijos que esperan su regreso en Belém. Ella los extraña mucho, según me cuenta.

Sammy aprendió a cocinar desde muy pequeña, su abuela le enseñó.

Sammy trabaja para “darle un mejor futuro a su familia”.

En los ratos libres nos reímos mucho intentando enseñarnos mutuamente nuestros idiomas. Decidimos bajar a compartir con ella cada almuerzo y cada cena, y, con el paso de los días, el vínculo que los cinco creamos con la cocinera es muy fuerte, pasamos horas ayudándola.

Checho y Sammy

“[…]e por que eu acho que é importante viver hoje? para os meus filhos.” Seme

“[…] y por qué pienso que es vale la pena vivir? Por mis hijos.” Seme

Fabio

Desde el primer día que comenzamos a frecuentar ese subsuelo al que ningún otro pasajero tiene acceso, empezamos a conocer al personal del barco. Sabemos, por la cocinera, que no todos están de acuerdo con el rol que desempeñaremos allí abajo. Algunos nos tratan con recelo y otros ni siquiera nos dirigen la palabra. Este no es el caso de Fabio, el maquinista.

El hombre, moreno, fornido, y de unos 165 cm de altura, parece estar siempre de buen humor. Nos visita todos los días en la cocina, nos cuenta chistes que en vano nos esforzamos por comprender y nos explica, también en vano, el funcionamiento de los motores y la importancia de su rol en aquel barco.

A Fabio lo espera su mujer y su hogar, y un hijo que está a punto de nacer.

Fabio sueña con “montar mi propio negocio, trabajar para mí mismo”.

A Fabio le apasiona su trabajo.

A Fabio le apasiona la vida.

Es el tercer día de viaje. Kevin y yo estamos trabajando en la cocina. A través de los barrotes blancos de la ventana vemos que el maquinista llega, y sin decir palabra alguna se apoya en la baranda que da al río, como siempre. Luego de unos minutos de mirar pensativo el agua se da vuelta hacia nosotros, y, con los ojos llorosos, le hace una seña a Sammy para que vaya. La cocinera deja el repasador y sale a su encuentro. Intercambian unas palabras, la mujer grita y lo abraza. Con mi compañero nos dirigimos una mirada fugaz. Fabio, sonriente, exclama “¡¡meu filho nasceu!! ¡¡Eu sou o pai!!”

Checho, Soria y Fabio

“A vida te oferece coisas boas e coisas ruins, você tem que viver só as coisas boas”

“La vida te ofrece cosas buenas y malas, tenés que enfocarte sólo en las cosas buenas” Fabio

Brian

Brian Lea es un canadiense de más de 60 años, que duerme en uno de los camarotes. Como ingeniero oceanógrafo, le tocó trabajar y vivir en cuanto país tenga plataformas petroleras, en cada uno de los seis continentes. Pero una vez jubilado, no pudo tachar su identidad nómada: tres meses al año, el hombre deja su tierra fría para dedicarse recorrer uno o dos países de Latinoamérica. Solo. En su motocicleta.

En los días de barco, se nos hace costumbre, cada tarde, luego de trabajar, subir a la terraza y sentarnos a conversar con nuestro amigo mayor. Las cervezas las invita él.

Brian es una de esas personas con las que uno puede charlar durante horas. Amante de la pesca y del vino argentino. Con paciencia de padre, nos explica los fenómenos del agua: por qué la corriente cambia como cambia y por qué en tal o cual momento el barco se acerca o se aleja de la orilla.

Checho, Kevin, Brian y yo

Con el paso de los días, notamos que la mayoría de las familias brasileñas, no salen de las cubiertas: al bar y la terraza acuden sólo la veintena de extranjeros que viajan en el barco, mas unas 15 personas locales. Nosotros nos hacemos amigos de seis alemanas y un holandés, con quienes pasamos el tiempo conversando y jugando a las cartas.

Atardecer en Proa

Me sorprende y causa cierta molestia que sean los mismo brasileños quienes menos cuidan su tierra; desde el nivel inferior, se observa cómo caen constantemente al agua envoltorios plásticos, papeles y hasta pañales arrojados sin titubear. La lluvia de basura aumenta particularmente después de cada una de las paradas que el barco realiza para cargar y descargar mercancía y pasajeros, pues allí es cuando más de 20 pueblerinos se trepan a la nave para ofrecer toda clase de bebidas, snacks y revistas de entretenimiento. Sammy nos advierte que cuidemos nuestras pertenencias en esos momentos, ya que es normal que se efectúen algunos hurtos al equipaje del distraído.

Escalas que realiza el barco

Por unas latas de cerveja

Mañana Checho cumple 21 años, asique decidimos bajar en el pueblo a comprar cerveja, ya que queremos festejar esta noche, pero los R$7 que cuesta cada lata en el bar del barco, están fuera de nuestro alcance.

“¡Não se pode!” nos repite seriamente la encargada, con esa misma cara de “pocos amigos” que siempre lleva, al mismo tiempo que, de brazos cruzados nos obstruye la salida. Le rogamos a la mujer que nos deje bajar. No sé si por por compasión o hartazgo, nos termina permitiendo a Checho y a mí que vayamos a comprar, bajo la advertencia de que tenemos sólo quince minutos, ya que esta parada será muy breve (el barco debe seguir viaje). Felices, vamos corriendo hasta el único minimercado que encontramos abierto, a dos cuadras del puerto. Es un pueblo muy pequeño, y como todo pueblerino, acostumbrado a un ritmo de vida distinto al nuestro, el joven vendedor se toma su tiempo para mostrarnos marcas y precios. ¿No nota que estamos apurados?

elegimos las más baratas 20 reales por el pack de seis seis minutos ya pasaron saco mi billetera del bolsillo le entrego el cartão al muchacho

Lo pasa una vez por el posnet, pero no funciona. Intenta nuevamente, pero nada… entonces, con muy buena voluntad, y sin perder la parsimonia que lo caracteriza, coloca la tarjeta en otra posición, y la vuelve a deslizar. Sin embargo, “o cartão não funciona”.

esperame acá dice Checho que voy corriendo a buscar mi tarjeta mi tarjeta vuelvo a guardar en la billetera y salgo afuera camino unos pasos vuelvo otros tantos y vuelvo empezar empiezo a ponerme nervioso a Checho no lo veo lo veo a Checho que viene corriendo agitado y entramos al local de nuevo

“¡Já!”… “¡Voltaram!”… El vendedor recibe la otra tarjeta de crédito y la pasa por el aparato. Nuevamente hay un error. En ese momento, otro señor que se encuentra atendiendo le sugiere al muchacho algo acerca del monto. Nos explican que debemos hacer un pago mayor.

ponemos sobre el mostrador un pack de doce doce minutos ya pasaron el brasileño al fin nos cobra decimos algo como obrigado y salimos corriendo corriendo estamos cuando escuchamos la bocina del barco aceleramos la marcha y corriendo llegamos al puerto en el puerto la gente nos dice cosas que ni entendemos vemos al barco que se aleja del puerto un metro dos metros tres metros en cada uno de los tres niveles pasajeros y tripulación se agolpan por ver qué está sucediendo sucede que nuestros amigos ríen y los europeos se ven preocupados preocupado esta Checho que empieza a gritarle a Sammy que nos ayude Sammy dice que ya le avisaron al capitán que frene el motor el motor no frena y algunos nos gritan que saltemos saltar no podemos tenemos plata y celulares encima encima de que no podemos perder tiempo no entendemos lo que los locales nos dicen todos parecen hablarnos al mismo tiempo…

Me siento. Respiro. Comienzo a imaginarme cantándole el feliz cumpleaños a mi amigo yo solo, acá, perdidos en un pueblo en vaya uno a saber qué parte del Amazonas. Después de todo no puede ser tan grave… a lo sumo tomaremos otro barco dentro de un par de días.. nuestros amigos seguramente nos van a estar esperando en Manaos ¿Nos van a estar esperando en Manaos?. Estoy pensando en eso, cuando Checho me agarra del brazo y me lleva corriendo con un hombre que nos dice algo inentendible. Éste nos hace bajar por una escalerita inestable al costado del muelle y nos sube a un pequeño bote donde un anciano sin dientes prende el motor y comienza a dirigirse hacia nuestro barco. Desde la cubierta, los pasajeros nos ven y se ríen ya despreocupados. Cuando alcanzamos la nave, unos hombres nos extienden la mano y nos ayudan a subir.

Si alguna de las casi 500 personas a bordo aún no conocía a los únicos argentinos del Liberty Star, a partir de hoy nos recordarán por varios meses más. La vergüenza me invade y se me hace imposible mirar a la cara a todos los que, en inglés, portugués o español, nos hacen algún chiste mientras subimos al encuentro con nuestros amigos. Por suerte al rato logramos relajarnos y reírnos de la situación.

Terminamos el día en la terraza, bajo una bóveda tan repleta de estrellas, como nunca en mi vida había visto, bebiendo y enseñándoles bailar cuarteto a todos los que se acercan a la fiesta improvisada de cumpleaños.

Con amigos de todas las nacionalidades

Despedida en Santarém

Tras cuatro días de viaje, y ya sobre el río Amazonas, hoy llegamos a Santarém, ciudad a través de la cual se accede al “Caribe Amazónico” (las mejores playas de la zona). Queremos bajar acá, pero es tarde, porque ya pagamos el pasaje hasta Manaos y no hay reembolso. La mayor parte de los pasajeros descienden en esta escala.

El día está lluvioso por lo que no podemos salir a la terraza. A la tarde las nubes se dispersan para dejarnos disfrutar el atardecer, el último con nuestros amigos.

A la noche arribamos. Intercambiamos nuestros datos con los europeos y algunos brasileros, y nos despedimos.

El último atardecer

El Barco amanece irreconocible, siento que sobra el espacio y aturde el silencio. Por suerte Brian nos acompaña hasta Manaos, tenemos tiempo de compartir un par de tardes más.

Por primera vez comenzamos a aburrirnos un poco. Aprovechamos para dormir, pensar, escribir, leer. Yo me sumerjo en la tarea de observar cómo corre el río más caudaloso del mundo: el Amazonas. Cuento un par de delfines y más de una docena de canoas manejadas, muchas de ellas, por niños que, kilómetro a kilómetro, se acercan a nuestra barca a saludar, como todos los días. Es entonces cuando me doy cuenta que en realidad no quieren saludar, sino que esperan a que los pasajeros les tiremos algo de comida. Algunos de ellos viven en pequeños caseríos y pertenecen, según averiguo tiempo después, los yanomamo, una etnia indígena americana dividida en tres grandes grupos lingüísticos, que habita en territorio venezolano y brasilero.

Los habitantes de la costa se acercan a pedir comida

Cuando comienzo a aburrirme de nuevo, una señora me regala una manzana y un pastor evangélico me presta su guitarra. Llevo un mes sin hacer música.

El río Amazonas contiene más agua que el Nilo, el Yangtsé y el Misisipi juntos, y supone cerca de una quinta parte del agua dulce en estado líquido del planeta. El ancho del Amazonas es de entre 1.6 y 10 km en su etapa baja, pero se expande (durante la temporada húmeda) hasta 48 km o más.

Fin de fiesta

Esta es la última noche que cenamos con Sammy. La mujer que nos alimentó. La que se preocupó por nosotros. La que nos preparó remedios caseros cuando la comida cocida con la misma agua del río que funciona como basural de las embarcaciones, comenzó a surtir efecto en nuestros organismos.

Esta es la última noche y todos lo sabemos. Mientras silenciosamente nos servimos el menú de siempre (arroz, fejoa, spaguetti y frango), noto que a Sammy, nuestra mamá brasilera, se le escapan un par de lágrimas. Los codeo a los chicos. Todos nos miramos y entramos a la cocina a darle un abrazo grupal. “Eu vou ficar com saudade de vocês” nos dice la mujer… “los voy a extrañar”.

Decidimos organizar una pequeña despedida. Esa noche en el bar armamos un concurso de cuarteto para el personal del barco. Hasta la mujer con cara de “pocos amigos” está presente. Nos divertimos un buen rato, y terminamos en la terraza, comiendo un flan que nos preparó la cocinera.

Noche de despedida

Por la mañana llegamos a destino: Manaos. Brian nos deja su tarjeta y nos invita a visitarlo en Canadá cuando queramos. Tiene una “little hosts’ house” donde podemos alojarnos. Lo vemos alejarse por el muelle en una gran motocicleta BMW.

Juntamos nuestras pertenencias y nos despedimos de Fabio, de Sammy, del barco.

Con las mochilas al hombro, nos alejamos de nuestra querida estrella de la libertad.

Caminando lento pero seguro.

Entre el sordo rumor de motores listos para zarpar…

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