Les Bleus.

Toulouse era una fiesta

Misapekas
5 min readJul 11, 2018

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Ya pasaron las cuatro de la mañana en Toulouse y quiero lo mismo que empecé a querer hace siete horas: algunos nietos, su atención por un rato, y que me salga bien contarles cómo es estar en un bar en el que las botellas de vino circulan a la velocidad de los deseos que están a punto de cumplirse, y que unos doscientos franceses, trescientos, quinientos sumando a los del bar de al lado se paren de alegría y canten La Marsellesa.

Tener nietos para explicarles que escuchar y ver a quinientos franceses que llevan tres horas embriagándose, que miran por los televisores del bar cómo su Selección gana uno a cero el partido que hay que ganar para jugar la Final del Mundial, que creen que a ese partido le quedan nada más que cuatro minutos y no los otros seis que sumará el árbitro, y que por todo eso se paran y gritan le jour de gloire est arrivé es para morirse de un escalofrío en la nuca. O para ponerse a llorar como lloran los más borrachos. O para contarles a los nietos.

No se ve porque no daba la perspectiva, pero estos dos señores están subidos a la mesa. El de la izquierda tiene cara de sans-culotte.

Decirles que en Francia los partidos como el de hoy se esperan en filas que terminan donde un amigo les pinta los cachetes a los demás de rojo, blanco y azul, y que hay algo bello en que escucharlos gritar “¡Allez!” porque un lateral desborda, porque un central la revienta o porque Mbappé explota como una gacela se parezca a cuando nosotros gritamos “¡Dale!” porque en la tele uno de los nuestros encara para el área.

Describirles el gesto de preocupación que hizo con la ceja derecha el francés más lindo de todo el bar durante el primer tiempo. Contarles que el gesto fue porque el primer tiempo fue más de Bélgica que de Francia y que por eso el apellido que más gritaron los franceses en los primeros cuarenta y cinco fue el de Lloris, su arquero-capitán. Que cuando Lloris voló a su derecha para mandar una pelota que se le metía al córner, una cincuentona abrazó a su mamá y le pidió que se calmara porque era peligroso hacerse mala sangre. Que en esa volada el chico más lindo del bar casi pierde la ceja, y que con el partido uno a cero y casi terminado el chico más lindo del bar se dedicó a chamuyarse a una italiana que se había colgado una guirnalda azul, blanca y roja. Y que chamuyar es parecido en todos los bares del mundo.

Decirles que cuando Umtiti cabeceó y la pelota se metió en el arco de Courtois, los franceses rugieron. Que los que estaban sentados se pararon, los que estaban parados se subieron a sus bancos, y los que estaban parados sobre el banco, escalaron a las mesas. Que la madre de la cincuentona vociferó “¡Allez Les Bleus!” y su hija pareció entregarse a que a la mujer le diera un infarto, si era lo que el destino les tenía preparado. Que hubo una parte de mi cuerpo argentino -diría que los pies, diría que los más apegado a la tierra- que sintió vacío en ese preciso instante. Que lo que pasó delante mío fue hermoso, inolvidable y de otros.

Quisiera tener nietos como un desafío para no olvidarme de que en este bar de esta ciudad de este país que acaba de conseguir jugar el séptimo partido que todos queremos jugar -y no el séptimo partido que equivale a disputar el Tercer Puesto que equivale a querer tachar ese sábado de todos los calendarios del mundo- hubo un mozo idéntico a Robledo Puch que no tenía idea de quién fue Robledo Puch. Contarles a mis nietos quién fue. Decirles que las camisetas que no decían Griezmann ni Giroud ni Mbappé, indefectiblemente decían Zidane. Contarles a mis nietos quién fue. Y decirles que algunos franceses ni se ponen camiseta ni se pintan los cachetes, pero eligen para la ocasión una chomba Fred Perry que habría sido completamente blanca si no fuera por la raya azul y la raya roja de las mangas.

The one and only.

Mostrarles el posavasos de cartón amarillo que los del bar prepararon especialmente para esta noche y que ya guardé en la valija. Decirles que los franceses lo levantaron de la mesa y lo apuntaron a la tele cada vez que pidieron a los gritos que el árbitro amonestara. Cada vez que exigieron que al patadón de quien ya no soportaba una sobrada más de Mbappé le cayeran con todo el peso de la ley.

Decirles que, cuando los franceses miran un partido de fútbol que les sujeta el estado de ánimo, dan el segundo beso sin ganas. Que el segundo cachete es casi un huérfano porque la atención ya volvió a llevársela el televisor. Contarles que la alegría se parece a cuando el barman que vende medio litro de cerveza a 7 euros agita una botella de Perrier con gas y nos moja a los que estamos más cerca, y después sacude otra para llegar a los que están más lejos pero quieren ser parte de una celebración a punto de hervir.

Contarles que, cuando ganan un partido importante, justo en el instante en que ganan un partido importante, los hinchas franceses, como los argentinos, hacen sonidos guturales. Y las bocinas francesas hacen “pa-pa-papapa”. Que cantan y se abrazan y se ponen a llorar y se vuelven a servir de lo que estuvieran tomando.

Parece un Delacroix pero es una foto movida.

Que caminan y arman caravanas de autos para converger en algún punto del mapa que les sirva de pista para tanto baile. Que se sacan la remera y asoman las banderas por la ventanilla. Que se llenan el pecho de aire y gritan “Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons! marchons, marchons! Qu’un sang impur abreuve à nos sillons!”. Y que ninguna de todas las veces que escuché La Marsellesa por televisión se pareció a esta noche, que la gloria ha arribado.

@jroffo

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