Tolkien, Lewis y los libros infantiles
Al leer C. S. Lewis y la Iglesia Católica, y al charlar sobre él con algunos amigos, recordé algunas ideas que redacté cuando escribí Una magia profunda: que Lewis comprendió mejor que Tolkien lo específico de la literatura infantil.
A lo largo de las décadas veinte y treinta, Tolkien tiene hijos pequeños y, de las historias con las que les entretiene, publica El hobbit. Al mismo tiempo, como consecuencia de su trabajo, va fijando sus opiniones acerca de la creación literaria, en particular dentro del género de fantasía. A lo largo de los años cuarenta confecciona El Señor de los anillos, sufre mucho con la situación de su país y del mundo — podríamos decir que su visión de las cosas se hace más concentrada y seria — , y disminuye su contacto cercano con niños. Por otra parte, su convicción de que su novela será leída por un público mayoritariamente no cristiano le hace trabajar pensando en una obra que cualquiera pueda leer. A la vista de su creciente prestigio como una de las figuras señeras de la literatura universal, difícil es no darle la razón.
En ciertos aspectos la evolución de Lewis es la opuesta. No tiene contacto con niños en los años veinte y treinta, época en la que publica trabajos académicos y de pensamiento filosófico y teológico. Con el paso del tiempo adquiere una notable relevancia pública como polemista cristiano. En los cuarenta se incrementa progresivamente su contacto directo con niños: con su ahijada Lucy, con los niños refugiados que se alojan en su casa en los años 40, con los hijos de la que sería su mujer, Joy Gresham. Escribe sus obras con la intención explícita de dar a conocer las ideas cristianas a muchos que creen conocer el cristianismo pero que realmente no lo conocen. En ese contexto, escribe las Crónicas de Narnia y, también, a la vista del éxito que obtiene con ellas y con sus otras obras, difícil es no darle la razón.
Se podría decir que mientras Tolkien ahonda más y más en el trabajo literario serio y académico, Lewis dedica cada vez más tiempo y ve con mayor simpatía los trabajos de divulgación; y que mientras el primero pierde contacto con los niños y reduce su vida social, el segundo adquiere una mayor comprensión del público infantil y recibe comunicaciones continuas del eco que producen sus libros y sus numerosas conferencias. Si Tolkien, una persona extraordinaria en todos los sentidos, no tenía una gran comprensión de un trabajo que se podría denominar como periodístico, en cambio Lewis sí sabía y proclamaba que la obra de Tolkien sería imperecedera y, al mismo tiempo, como se deduce de sus cartas, pensaba que sus propios libros no le sobrevivirían mucho tiempo.
De ahí que Lewis, que dominaba la historia de la literatura y la técnica literaria, y que conocía el gran valor del trabajo académico y creativo de su amigo Tolkien así como sus reticencias respecto a las Crónicas de Narnia, fuera muy consciente de lo que hacía cuando las redacta y las publica. Pasado el tiempo podemos asegurar que comprendió mejor que su amigo la realidad de la literatura infantil, algo cuyo probable origen lo podemos ver en la significativa diferencia entre los recuerdos lectores de la infancia y juventud de ambos: más entusiastas y amplios los de Lewis, más discretos y selectivos los de Tolkien.
Ambos insistieron en que los cuentos de hadas llegaron a ser históricamente para niños por una serie de razones aunque los niños no son necesariamente sus destinatarios naturales y deseaban reivindicar el valor de la fantasía como género serio. Seguro que Tolkien suscribiría el comentario de Lewis acerca de que la literatura infantil debe ser juzgada como literatura, que «un relato infantil que sólo gusta a los niños es un mal relato infantil», un punto de vista un tanto revolucionario a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Igual que asentiría a las palabras de W. H. Auden de que «si hay buenos libros que son sólo para mayores, por la razón de que sólo pueden comprenderse a partir de algunas experiencias propias de adultos, no hay buenos libros que sean sólo para niños».
Sin embargo, Tolkien se arrepintió del narrador con acentos orales que usó en El hobbit: llegó a parecerle incompatible con el nivel literario que buscaba. En cambio, Lewis no perdió de vista que la calidad de un relato infantil empieza por su aceptación entre sus destinatarios naturales. Dicho de otro modo, hay un tipo de historias, y hay formas de contar las cosas, con las que los niños disfrutan: a quien posee ese don para construir y contar relatos que agraden a los niños le perdonamos con facilidad sus deficiencias narrativas y constructivas — como las mismas que señaló Tolkien de las Crónicas de Narnia — .