Te acostumbras. Más o menos. Sigo, cuando lloro muy fuerte por algo, necesitando que me desinfecte la herida y me diga que en nada ni me acordaré de que estuvo ahí, como cuando me caía jugando. Ha habido cientos de cosas buenas que me hubiera encantado contarle y otras tantas malas en que he necesitado consuelo. He leído docenas de libros que le hubiera regalado o prestado y todavía está ahí cuando veo una película que es “de miedo y de risa todo a la vez”. Lo dejé en Ferrol pero hice mío uno de los vestidos que más usaba. Desde que consumo regularmente puré de tomate, me pregunto si a ella también le gustaría o el puré tampoco. Me salen mejor las lentejas a mí. Me pregunto cada poco tiempo cómo hubiera vivido cosas que no podía soñar fuera de los cuentos, como sacar fotos con el móvil y también, todo el tiempo, cómo sería yo si todavía tuviera madre. Cómo sería ella de madre de tres hijos adultos y no de dos adultos y una adolescente.
En 2010, en lo que parece otra vida, escribí esto en un blog que sigo sin saber por qué no cerré nunca. Desde entonces viví dos años en Suiza, volví tres a Ferrol sin ella, llevo algo más de uno en Buenos Aires. Cosas que ni yo podía saber entonces ni ella imaginaba. Estos meses la he echado de menos más que nunca, he necesitado más que nunca tener madre, me he echado a llorar como pocas veces desde el verano en que se murió llamándola, como si estuviera, como si pudiera venir a decirme que ya va a pasar el dolor que, por cierto, no se pasa.
La avenida más conocida de esta ciudad enorme lleva por nombre la fecha de su muerte y de un tiempo a esta parte, cuando voy a ella a tomar un colectivo me golpean dos ausencias: la suya y la de alguien a quien ya no escribo al subir “voy en el colectivo, llego en 20 minutos”. Alguien que ya no está pero le hubiera encantado mientras estuvo y de cuya abrupta marcha necesitaría que me consuele. Aunque de la marcha que de verdad voy a necesitar consuelo toda la vida es de la suya.