Muros

Meryone
5 min readMar 22, 2017

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Sé que hay pocas cosas más violentas y menos parecidas al amor que levantar un muro que impida la comunicación no tanto porque me lo acaben de hacer, sino porque hace años se lo hice yo a una persona a quien quería. Alguien con quien ya he arreglado las cosas (que nunca volverán a ser como antes pero espero que no-sólo-por-eso) y por cuya ausencia no dejé de llorar sistemáticamente cada vez que tuve la regla durante los cuatro años y algo que duró mi ley del silencio.

No os voy a contar demasiado la historia entre otras cosas porque, como escribí en un mail que nunca llegué a enviar, nunca supe su versión de los hechos y cuando escribí aquello ya hacía siglos que no recordaba la mía.

Sé que estaba segura de haber sido afrentada de maneras terribles. En parte porque me lo habían contado (y en parte me habían contado mentiras), en parte porque la amistad que habíamos tenido de manera intermitente desde la adolescencia estaba pasando un momento delicado. Ha pasado tanto tiempo que ya ni recuerdo en qué fecha nos peleamos pero sí sé que volvimos a hablarnos una noche de Todos los santos o Difuntos. Que tenía una regla abundantísima. Que llovía. Que él vivía en otro país y había venido. Que pocas veces he sentido tanto alivio en mi vida. Que durante esos años en los que sólo me permití creer que le echaba de menos cuando tenía la regla y no podía ocultármelo, soñé repetidas formas estúpidas de llamarle y decirle que no podía seguir si no éramos amigos porque era verdad que no podía. Que uno de nuestros mejores amigos se casó y nosotros no nos hablábamos durante su boda.

Algunas personas tenemos un mecanismo psicológico muy feo que implica que no importa lo que suceda: siempre que sea malo creemos merecerlo y asumimos más culpa de la que tenemos (y muchas veces tenemos más que bastante). Las cosas de dos son de dos pero siempre sentimos que, en último término, la culpa ha sido nuestra. Que si hubiéramos, que si no hubiéramos. Hay veces que te caes y no sólo no te recogen sino que te acusan de haberles machacado el pie y sientes que la culpa es tuya por haber tropezado. Lo bueno, sin embargo, nos lo merecemos menos. Siempre está en el horizonte la posibilidad de que termine y siempre que termina ha sido culpa nuestra por ser como somos. Nunca de la otra persona. Siempre podríamos haber evitado caer. Siempre era demasiado bonito para que te estuviera pasando a ti.

Siempre dije de A. que pocas cosas había que no hiciera por él. Y a personas cercanas que me acusaban de tolerarle comportamientos que al resto no, que es que no eran A. Funcionaba exactamente así y funcionaba bien. Un día pasaron cosas, me mintieron sobre otras y levanté un muro. Sin más. Varios meses después me hizo derribarlo pidiendo ayuda y lo dejé caer. Pasó más tiempo y sentí que de nuevo pasaba lo mismo y lo reparé añadiéndole más altura y del otro lado me senté a esperar que pasara el resto de la vida sin una de las personas que más me importaban.

Expliqué un millón de veces que no estaba enamorada de él, que de estar enamorada de él no hubiera pasado esto. Que ya decía Oscar Wilde que la amistad es más trágica que el amor porque dura más. Que lo que más me dolía era que tuviera novia y no conocerla.

Es hasta gracioso lo fácil y liberador que fue reconciliarse. Como era verdad que no podía ser que nos pasáramos el resto de la vida sin hablarnos. Como el amor (en sentido amplio) es de verdad más fuerte que el resto aunque lo hayas encerrado en una torre y tirado la llave. ¿Cómo nos reconciliamos? Reconciliándonos. Fui yo. Amigos comunes evitaban por todos los medios que coincidiéramos pero un conocido no tenía ni idea, así que me invitó en facebook a un evento en que él tocaba. Y entré en bucle. Y lloré y sentí e intenseé y me sangró muchísimo el coño. Recuerdo con especial claridad esta última parte. E hice un “a la mierda todo”. Y le envié, cuatro años después una solicitud de amistad que aceptó. Y le pregunté que si le parecía bien que fuera y me dijo algo así como “pero claro, criatura”. Las cosas ya-no-son-como-fueron porque cuando más fueron éramos adolescentes y cuando volvieron a ser, éramos universitarios pero se parecen bastante a lo que son con otros amigos en la vida adulta.

Quien nos robó lo que fuera que pudiera haber pasado entre nosotros durante esos cuatro años (probablemente tomar cañas y hacer el idiota) no fue él con lo que yo pensara que me había hecho (os prometo que de verdad no lo recuerdo): fui yo. Por insegura de mierda. Por autopreservación mal entendida. Por levantar un muro desde mi lado de la comunicación y el cariño. Por la necesidad enfermiza que tengo por etapas de hacerme una bolita dentro de mi caparazón de armadillo e irme rodando hasta un rincón. Un rincón de la mierda.

Hasta la fecha, de las muchas y muy variadas maneras que he ensayado para autoboicotearme, la más efectiva fue esa: no dejar hablar a la otra parte. Imposibilitar cualquier arreglo, cualquier “lo siento”. Algunas veces todos estamos mal y todos hacemos cosas feas. Otras no entendemos que los demás nos dicen cosas feas porque están mal. Yo una vez estuve tan mal que dejé de hablarle durante cuatro años a uno de mis amigos más queridos.

No, no estoy hablando de ti ni este texto es para ti. Ahora estoy al otro lado del muro y no sé cómo gritar que me perdones. Porque, vid supra, la culpa es mía. Pude haber hecho cosas para evitarlo. Pude no haberme puesto odiosa. Pude no haber sido enfermizamente insegura. Pero lo fui. El caso es que no tan en el fondo sé que el muro lo has levantado tú. Ahora mismo asumo toda la culpabilidad y daría cualquier cosa porque me dejaras arreglarlo pero por más que te quiera, por más que quiera que vuelvas, no eres A. De ti sí estoy enamorada. Quererte a lo mejor, pero no te voy a esperar para siempre.

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