Vestidos y limones

Meryone
3 min readMay 3, 2017

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Azul oscuro, con flores y el escote cuadrado, fue mi vestido favorito de verano. Lo había comprado con otro, más verde que de cualquier otro color y que me gustaba muchísimo menos en algún momento de las rebajas del verano de 2013. Estaba mal cortado, era demasiado grande y no ceñía debajo del pecho como se supone que debería pero era la única talla en que éste me cabía. Siempre le voy a dar un par de puntadas para arreglar eso mínimamente pero me daba igual.

Desde que aprendí que si permiten movilidad y no son demasiado cortos son más cómodos que otras prendas (y dejé de hacer cosas como dar volteretas y subirme a los árboles), me encanta llevar vestidos. Largos, sueltos y de telas bonitas en verano y de punto en invierno. Con sandalias o con botas militares. A veces me los pongo porque sí y otras lo convierto en un “me voy a poner un vestido bonito y hacer tal cosa”.

A principios de verano de 2014 pasó algo que empezó idílicamente y se convirtió, sin que fuera culpa de nadie (eso fue lo peor de todo) en el infierno en cuestión de horas por causas naturales que adoptaron, entre otras, la forma de “tú sabrás qué hiciste, yo no te lo voy a contar” y yo no paré de llorar en todo aquel verano. También empecé a decir eso de “Una cosa terrible, los muchachos”. Algunos os sabéis la historia y, para quienes no, a estas alturas es irrelevante. A finales de verano de 2015, cuando tropecé con el vestido azul en el armario y pensé “hace mucho que no me lo pongo, con lo que me gusta” me di cuenta de que desde aquel principio idílico, antes de que se torciera todo horriblemente. Solo. Sin poder culparme yo ni culpar a nadie.

El otro vestido, el que me gustaba mucho menos, pasó a ser (todavía este verano de 2017 que acaba de terminar) el vestido que más me ponía. Compré otros desde entonces pero por algún motivo éste me gusta más, me es más cómodo, le tengo más cariño. He vuelto a usar el azul de las flores pero mucho menos. Una pena, con lo bonito que es.

Hace casi dos meses, el mismo día que dejaba de hacer calor infernal y yo llevaba el vestido verde, el mundo se terminó de manera abrupta e inapelable y alguien que hasta ese día decía quererme (y había prometido específicamente no hacerme nunca lo del verano de 2014 -que sigo sin saber contar sin llorar-), me dejó al otro lado de un muro de silencio e indiferencia. Yo me debato entre la culpa por haberle hecho un daño horrible sin querer y sin saber muy bien cómo o por qué y el llanto. Para la otra persona es evidente que la culpa es toda mía. En cierto modo, no incumplió su promesa y a estas alturas ya le dará igual.

Unos días después, la primera vez que fui al chino, compré entre otras cosas (recuerdo claramente haber comprado cacahuetes y ciruelas) dos limones. No sé cuál fue mi lógica, si tenía idea de hacer hummus, si pretendía echar limón al té, si los vi bonitos y amarillos o si pensé, en la línea de las fotos inspiradoras de facebook pero al revés, que los que me daba la vida no eran suficientes. Llegué a casa y los puse encima de la mesa.

Estaba muy contenta porque, antes de que llegara del todo el frío, alertada por el recuerdo del vestido azul y al grito de que tenía que exorcizarlo, había vuelto a ponerme el vestido verde. Hoy guardé los dos limones en la heladera.

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