Ando con carraspera y mocos y tos y restos de un catarro que no cura y ayer, al aclararme la garganta me desplacé varios años al pasado y varios kilómetros al suroeste (es una licencia poética, iba en un autobús, no sé hacia dónde eran los kilómetros) a un momento en que alguien me preguntaba fieramente, sin parar de acariciarme, si ese carraspear indicaba que yo mentía o que decía la verdad. Si podía fiarse de mí o si se iba a enamorar y yo a destrozarle la vida. Y le cambiaba la mirada y me acariciaba con más ternura y me decía que iba a confiar, que no le decepcionara y le volvía a cambiar y me decía que yo tenía razón, que los ojos azules sí dan grima.
(“¿Me estás diciendo que te doy grima?” “Un poco pero no te vayas a poner a llorar”)
Y así en bucle, sin parar, acariciándome todo el tiempo y exigió mucha, mucha, muchísima labor de “pero tus amigos sabemos que no eres así, ¿por qué te sientes así? ¿No ves que ese chico no está bien? ¿Por qué te crees esas cosas tan horribles que dice?”
(“Y si no tienes amigos, plantéate por qué”)
Uno de mis antisuperpoderes es que los traumas y las luces de gas me paralizan y hacen que la huida, mi actitud natural ante esa cosa terrible que son los muchachos, sea impracticable. Cuánto más en el infierno, más hay que echarme, cuánto más descabellada la acusación, más intento por todos los medios explicarte que oh, dios mío, si te herí no era mi intención, lo siento muchísimo. Y eso si logro articular palabra. En raras ocasiones, si no me molas, me enfado y te discuto y de qué coño vas acusándome de esto, imbécil. ¿No ves que me estás diciendo que hago lo que estás haciendo tú? Pero si me molas, la cagamos.
(“Eres fría y calculadora y mucho más inteligente que yo y recuerdas todo lo que te cuento y vas a usar todo eso para aprovecharte de mí”)
(“Qué rara eres, qué rara”)
Pasaron los meses y se puso mejor y me pidió perdón y luego se comportó como un imbécil por motivos no justificables por la química cerebral y hace años que ni sé de él ni me importa. Incluso alcancé el maravilloso momento del “¿quién es fulanito?” porque el trauma (atenuado pero listo para volver a saltar a traición) sigue ahí pero él ni existe.
(“No recuerdo nada de lo que te dije o hice porque no era yo” “Yo prefiero no acordarme y mejor ni te lo cuento porque te va a hacer daño y pues, ¿para qué?”)
Efectivamente, siempre he tenido pavor a que alguien se enamore de mí y destrozarle la vida. Jamás a la posibilidad de que me la destrocen a mí, como si eso (como si mi vida) no importara. Es mucho más fácil pasarla evitando tener relaciones si lo que eres no es tanto una mujer independiente sino una niña aterrada que no se cree merecedora de amor. Que nunca sabe de dónde van a caer las hostias pero a quien es facilísimo convencer de que son, van a ser, culpa suya.
Ah, pero un superpoder que sí tengo es el de aprovechar cada herida nueva para hacer exégesis de traumas anteriores. Levantarme más fuerte que antes de caer. Ser mejor a pesar de. Voy a ser la más equilibrada y la más luminosa del geriátrico. Y seguro que para entonces ya tengo un mapa mental de por dónde caen las hostias y quiénes las dan.