Crítica | Teatro
El llamado de la sangre
Sobre ‘Macbeth’
Se dice que hay dos varas implícitas en lo que a objetos estéticos atiende que, valga la redundancia, miden diferente. Se trata de la que se ocupa de los hits del momento, los bajos, los mal vistos, los más brillantes, de rápido consumo e igualmente rápida digestión y desecho. Y la otra, la que se ocupa de estos otros productos dados a perdurar en el tiempo: los clásicos. Esos que maduran a la sombra, para los que hace falta la paciencia y la repetición, cuando no la investigación y la educación. Si el objeto artístico está destinado a la circulación social (esto es, a maridarse con un cierto entramado semiótico fechado, estable en un tiempo particular) debe ser plenamente consciente de que cuando los textos hablan para el público del 1600, hay opciones de puesta que deben llevarse a cabo para que la misma pieza funcione quinientos años después.
La casi pura, casi adaptada puesta del Macbeth shakesperiano de Roberto Aguirre cuenta con un puñado de actualizaciones. Estas son: un voceo muy bien integrado a los parlamentos originales, un vestuario de etiqueta que es al mismo tiempo la actuación de una actuación (una humorada, si se quiere: pero con toda la seriedad del mundo) y un trabajo con la temporalidad que da una sensación de pergamino en continuo, de fluir de consciencia. Y después está el rojo: rojo, todo rojo, fondo rojo, vestuario rojo: una tempestad de rojo sobre el destino ya escrito de la tragedia del poder: nuestros medievales House of Cards.
La historia es la ya conocida historia de Macbeth y su mujer: el militar al servicio del rey de Escocia, rey él mismo: asesino ejecutante de su personal profecía autocumplida: el que duda pero hace, el que no duerme; el que tiembla porque nada es seguro. El que dijo para siempre que “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. El del Shakespeare nihilista avant la lettre. Un good old classic que siempre vuelve, y que es siempre bienvenido.
