crítica | teatro

Un sálvese quien pueda en do mayor

Sobre ‘Las ratas’

Paratexto Mag
2 min readNov 17, 2019

Hay en Las ratas un sentido de consistencia y estabilidad poco visto, poco habitual en la escena dramática (y literaria también, hay que decirlo), que es fácil notar cuando, por ejemplo, una pieza arranca con el ritmo propio de su respiración como singularidad y luego va dejando caer estas peculiaridades no para transformarse en otra cosa -siempre válido- como en el hecho trágico de la falta de coherencia. No es el caso con Las ratas: la obra tiene en su totalidad algo rumiante, un ritmo aletargado, que hace a lo personal de su universo. Por ahí pasa su principal e inhabitual valor.

En Las ratas se juntan lo postapocalíptico con una visión lynchiana alla Eraserhead con una idea de la familia como el núcleo de destrucción individual (al mismo tiempo que es la garantía de un tipo de supervivencia); todo esto con trazas de lo inverosímil y hasta bizarro del musical experimental. Este cocktel da por resultado, de esto se trata, una obra sólida que reclama como propio un poético modo de decir y hacer.

La historia en sí es la de una familia con un parecido a la de Los Locos Adams de los ’90 que sobrevive a huesos y autoritarismo, mientras afuera la humanidad desapareció y adentro los comen las ratas. Con un potente dispositivo escénico que hace uso de más espacios de los que pudiera imaginarse (sobrevivir en el teatro independiente es muy similar a vivir después de un estallido nuclear: la inventiva es todo), la puesta se abre en capas de texto que deja en evidencia el poder masculino, violento; y capas de despliegue sobre la geografía narrativa para abarcar tanto como sea posible. Y cuando no hay más lugar para decir y moverse, cantar.

En este sentido, si visualmente Las ratas es una explosiva puesta en escena, lo es mucho más por el delicado, intrincado trabajo sonoro que realiza. Por mencionar solo tres aspectos cruciales: hay una cadencia formada por el murmullo constante de los protagonistas, que es un manto de misterio y extrañamiento, pero también un aullido oscuro y espectral, un pedido de auxilio para criaturas cada vez menos humanas; hay el recurso de tomar las voces y los llantos, y los cantos, y loopearlos en escena, en vivo, como un elemento retórico incorporado a la diégesis, aún en su artificialidad; hay, por último, la más extraña de las convenciones: hablar(se) cantando (¡lírico!). Suma, al fin, de procedimientos que hacen a lo extraordinario de una pieza que se sabe y se nota trabajada, madurada, lista para el mundo (de quien se nutre políticamente en su mismo rechazo) y a quien tiene algo contundente que decir sobre el estado de las cosas. Metafóricamente. Lo más metafóricamente posible.

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