André el gigante: vida y leyenda. Una biografía desperdiciada.
En una suerte de prólogo, el autor de esta novela gráfica (Box Brown) da una breve explicación acerca del funcionamiento de la lucha libre, de la forma en que el deporte se fusiona con el espectáculo y cómo los luchadores hacen girar el engranaje para que los concurrentes se enganchen y así, aquello que hace sensacional la lucha libre, se ponga en marcha. El pacto entre luchador y público es fundamental para que este deporte exista. Cito el párrafo de Brown:
Y sí. Es una mentira. Los resultados están predeterminados. A mí me gusta compáralo con los médiums psíquicos. Los magos no hacen magia realmente. Utilizan ciertos medios para hacerte creer que están levitando o serrando a alguien por la mitad. La mayoría de la gente lo sabe. Pero cuando los magos son muy buenos en su trabajo, hacen que el público se lo crea, aunque sea sólo un instante.
Una vez echa esa aclaración (aclaración escrita para lectores ajenos al deporte de los costalazos, que es, el que infiere el autor, será quienes leerán su libro) Brown se da a la tarea de narrar la vida de André el gigante. Inicia con la ilustración de una entrevista hecha a la máxima figura norteamericana del pancracio: Hulk Hogan, quien pretende darnos un panorama humano de su colega: André René Rousimoff. Box prepara el terreno, nos hace una promesa: un libro lleno de emotividad y de grandes emociones. Por desgracia esa promesa no se cumple. Y digo desgracia pues las ilustraciones en blanco y negro son realmente bellas y la narración del libro es bastante fluida. Desgracia pues pudo haber sido una gran novela gráfica.
El libro carece de una investigación minuciosa con respecto al también conocido como La octava maravilla del mundo. Si bien nos sitúa en sus años de adolescente―ahí donde inicia a notarse su problema de acromegalia― y nos muestra las dificultades para adaptarse a un mundo inhabilitado para su tamaño, no abunda mucho más allá de esto. Vamos a decirlo con palabras claras: la talla de André lo hacía un discapacitado. No cabía en el autobús escolar y seguro no cabía en las butacas de su escuela, ni en las del cine, ni en las del teatro. El autor sólo se limita a ponerlo como portero de futbol y a relatarnos pasajes folclóricos como el ride que lo dio―en una pick up― el dramaturgo Samuel Beckett a la escuela pues el luchador no cabía en dicho autobús.
Por otra parte, la narrativa del libro adopta recursos demasiado sobados por parte del cine: André encabezando carteles de lucha libre (piensen en cualquier biopic de actor, comediante o cantante y sabrán de lo que hablo), y el avión que recorre un mapa para hacernos entender que viajaba mucho y por lo tanto el tipo era un éxito.
Box Brown se centra, como lo dije, en aspectos folcloristas del gigante: que si usaba dos sillas para sentarse; que si bebía a lo estúpido para poder embriagar ese cuerpo absurdamente largo y pesado; que una vez borracho el tipo era un imbécil y ya sobrio hacía gala de su simpatía para reconciliarse con quienes había ofendido. Según el relato, ninguna de las aventuras etílicas del luchador tuvo mayores consecuencias, pero tampoco ahondó en los verdaderos motivos por los que gustaba embriagarse y perder la conciencia de sí mismo: fuera un dolor físico agudo pues sus huesos dejaron de ajustarse a la mole en que se estaba convirtiendo, o el dolor de la soledad pues, o era visto como una deformidad, o como una celebridad debido a esa enfermedad que lo aquejó y lo hizo envejecer y morir prematuramente.
Hay otros aspectos que el autor no se preocupó por mostrar: las primeras incursiones de André al cine y sus breves apariciones en la televisión (El hombre de los seis millones de dólares, Conan, el destructor, etc.). Sólo ilustra los pasajes exhibidos en los extras del DVD de la Princesa prometida de Rob Reiner, donde, es cierto, hizo un papel memorable. Sin embargo, el impacto que provocó André René fue mucho mayor a lo que presentan aquellos extras. Por poner un ejemplo, Billy Cristal co escribió My Giant, ―película que también estelarizó― en honor al bonachón luchador francés.
Además, como centralistas que son los gringos, apenas si menciona las presentaciones de André el gigante en el mundo de los encordados japoneses. Ignora por completo el paso de Rousimoff por las arenas mexicanas. Nada. Ni una sola mención. Debería saber el autor que no sólo él anduvo por los cuadriláteros mexicanos, también lo hizo, aluna vez, Hulk Hogan. La estancia de André por Japón y México merecía una mayor investigación por parte de Brown. Los luchadores norteamericanos suelen tener cuerpos más atléticos que los mexicanos, además su estatura y su tonelaje son aún mayores que el promedio del de los nipones y de los aztecas. Ese simple hecho los ponía más a la par de André: es decir, sus enfrentamientos eran menos injustos, y sin embargo, el engolosinamiento por lo teatral, la lucha veloz y poco sustanciosa norteamericana generó combates desabridos, ―luchisticamente hablando― alrededor de André.
No así la lucha mexicana o la nipona. Los enfrentamientos entre André y Antonio Inoki en Japón son legendarios y exquisitos: choques llenos de castigos clásicos y a ras de lona, combates que se extendían a más de veinte minutos de duración. Al final del libro, el autor glorifica la figura de André y de Hulk Hogan. Hace énfasis en la forma en que Hogan levantó a André y lo azotó contra la lona. Ignora Brown que Canek lo hizo primero en México con una menor altura que la de Hogan (1.83 contra 2.1 metros), pero con una mayor fortaleza y mejores capacidades técnicas y una entrega que sobrepasaban las cualidades del norteamericano. Quizá por eso André se sentía cómodo en la lucha mexicana. Los chaparros luchadores hacían gala de todos sus recursos y se entregaban al por mayor para sorprender al púgil francés. Ahí está la refriega en la que Canek y el Perro Aguayo causaron heridas de sangre a la figura del gigantón. Así mismo, destacan los enfrentamientos de este último contra Mil Máscaras y la alianza ruda que sostuvo con los Panteras rosas (Villano III y Villano IV).
Dentro de la narrativa del libro, Brown se empeña en destacar un asunto en todas las peleas que narra e ilustra. Un tema que resulta por demás cansado y molesto: la necedad de explicar si los movimientos y ataques en la lucha libre son o no reales. André toma por las manos a dos de sus adversarios, ellos expresan muecas de dolor. El autor nos dice: « ¡Pero André les aplasta las manos!» ―vamos, lo estamos viendo en el dibujo― además remata con un paréntesis explicativo: « (en realidad no)». Cuando no da este tipo de acotaciones, ―que si un luchador exagera una caída, o una patada, o si se ponen de acuerdo para alguna coreografía― Brown muestra al típico amargado del público para que nos lo explique. Él mismo lo aclara en el prólogo: que la lucha es un pacto entre luchador y público, como lo es entre el público y el mago. ¿Qué necesidad tiene de estar diciendo que cada movimiento en la lucha es falso? No sólo arruina su propia narrativa por querer estar describiendo con aclaraciones lo que estamos viendo en el dibujo, también menosprecia a su protagonista. De acuerdo, lo muestra como un gran histrión arriba del cuadrilátero, pero eso no significa que André fuera incompetente en cuanto a la técnica de la lucha libre se refiere. Conocía la lucha a ras de lona, ejecutaba bien el llaveo y contrallaveo, y sabía hacer muchos movimientos, que con su estatura, peso y lesiones, le fueron impedidos una vez que pasaron los años.
La épica en la lucha, la representación del bien contra el mal, la encarnación de personajes que se encuentran y colisionan arriba del cuadrilátero es la esencia del llamado deporte espectáculo. Que lo consigan y emocionen con ello es de lo que se trata la lucha libre. Que tan bien finjan o actúen para que esto suceda es un aspecto secundario. Brown se olvida de ello por querer quedar bien con el lector culto ―que él supone será quien lea su novela gráfica. De quienes vivimos y amamos este deporte se olvida. Al hacerlo arruina también a su figura: que fue ante todo un gran luchador.
No existe un arco narrativo que muestre una evolución como persona de André, el hombre. No sólo fracasa al plasmar la emoción de las arenas, también lo hace al mostrar la batalla continua de André contra la vida. Fue esa contienda diaria la que lo hacía indomable arriba del rombo de batalla de 6X6; no su tamaño, no su corpulencia, no su fuerza sobrehumana, no las coreografías pactadas con otros para ensalzar su carisma y sus habilidades luchísticas. Sólo en las arenas André encajaba. Ese era su reino. Por eso era invencible.