CAPÍTULO 1: REDENCIÓN

Isra Fdez
ÚLTIMOS DÍAS
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4 min readMar 3, 2015

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La muerte era su savoir faire, su destreza particular, así que estábamos encomendados a un genocida creativo y elocuente. Ella y yo nos quedamos dormidos, quién sabe si presas del brebaje ionizado que nos bebimos como vino sagrado. Para cuando despertamos, Ronson había liquidado a dos de los cuatro agentes que llevaban media semana siguiéndonos. Estaba sitiando la puerta con bloques rotos de escombro y varando la única ventana con un puñado de tablas acartonadas. No era inmune, tiritaba y se movía costosamente por el habitáculo, quién sabe si herido, mientras nos exigía actuar con premura con una simple mirada fulminante. Cogió de los cadáveres dos MP5’s con unas quince o veinte balas por cargador, una radio y un ejemplar de la revista NautilUS que él sabría para lo que serviría. Tenía las botas embutidas en nieve coloreada de rojo y dejaba un rastro de pequeños montoncitos según andaba. Ronson nos dijo una y sólo una cosa: «vamos a morir aquí, pero moriremos matando». Me apretó contra el pecho la metralleta más envejecida y arañada y siguió moviéndose con agitación, venteando el ambiente a su paso, como los caballos de carreras.

Algo no encajaba de todo aquello: nos acababa de encerrar porque se estimaba incapaz de hacer frente a otros dos, ahora que éramos mayoría. Elucubraba algo que nosotros no, o había visto algo que nosotros no, manteniendo como siempre esa distancia paternofilial de quién no pretende dar muchas explicaciones porque nadie las entendería. Escuchamos disparos y tronidos, voces de alarma de timbre robótico, y después el bramar desgarrado de algo que no eran cuerdas vocales. Para cuando se hizo el silencio, dimos por asumido que nuestra amenaza ya no eran aquellos dos soldados HECU. El aire se calmó y casi distinguíamos la arboleda a través de uno de los nudos desprendidos de la madera, con esa última cadencia de danzar de ramas cansadas de soportar el peso, cuando amaina consumada una tormenta severa. Clavé mi cabeza junto a la de Ella esperando descubrir el conocimiento. Contuvimos la respiración hasta confundirnos en una, acompasados dentro de esa hebra de luz que escapaba hacia el interior de nuestra habitación, dos globos oculares resecados por el índice de humedad relativa, como una célula reproduciéndose por mitosis. La quietud se propagó hasta Ronson, que soltó un pequeño mugido al tragar saliva, apretando los labios y los puños. Yo me retiré.

— Es un xeniano blindado — masculló Ronson.

— O un especialista de la Armada Combine — dejó caer Ella.

— Tú cállate que bastantes problemas has traído. Los condujiste hasta aquí activando el puto portal.

— Y tú con tu gatillo fácil y tu musiquita del viejo siglo no atraes nada, más que mierda.

De un momento a otro sostuve que fueran a liarse a guantazos, pero ella agachó la mirada y él se escupió en los guantes y frotó, algo habitual para que no se le escurriera la empuñadura del arma. Fue mientras se recalzaba los guantes, con el arma acomodada en la axila derecha y las piernas tiesas como un corredor de fondo frente al pistoletazo de salida, en ese crujir de trapos ásperos, cuando un brazo amorfo y oscuro reventó la ventana, enganchando por completo el rostro de Ronson. Silencio.

Partidos en mil astillas, los tablones goteaban negro y carmín. Aquella mole aspiró para sí el cuerpo y lo lanzó como un muñeco contra un amasijo de latón, un coche del pasado, desnucándolo y muriendo en el acto. Algunos fragmentos de la espuma del anorak, confundidos con la nieve, flotaron un rato como copos inertes, suspendidos; nubes ingrávidas. Apenas entendía la escena cuando me vi quitando el seguro y disparando hasta la última bala de las ametralladoras ligeras. El xeniano que el pobre Ronson advirtió era ahora una papilla tipo mermelada de arándanos, un espeso montón de músculos contraídos agotando la última reserva de oxígeno de sus latidos, o lo que fuera que respirase.

Ella corrió hacia el cuerpo inmóvil de mi compañero y yo me escurrí por una columnata agujereada, temblando con el retroceso del arma. Orienté el cerrojo a BLOQ, dejándole suspirar ese humillo metálico tan hogareño, lo único hogareño en aquel retablo. No sabría explicar porqué, pero recordé que llevaba todo el día sin fumar. Cogí a rastras la mochila, igual que la bestia hizo con Ronson, buscando uno de los últimos cigarrillos.

Otra baja en menos de doce horas, otro víctima de la causa. Comprobamos que, efectivamente, él tenía un balazo limpio en la espalda. Imaginamos que en unas horas hubiese vomitado un par de frases nobles, agonizando frente a los estertores de la muerte, inspirándonos esa energía vital y esa esperanza fantástica que valdría para alcanzar cualquier meta absurda. Volvimos sobre nuestros pasos grabados en la nieve hasta la habitación, colándonos por el agujero recién tallado y metimos la NautilUS Nº 4196-Vol 73, en la atestada mochila de Ronson, junto con el resto de pertrechos.

Ella aún guardó para sí misma unos minutos frente a Kyrie y después lo mismo con Ronson, con la incerteza de quién pierde poco a poco la fe. Yo aproveché para mear. Me pidió que le devolviese su tocadiscos y forcejeamos un rato con la idea; bien podría habernos comprado comida o usarlo como salvoconducto en alguna situación de riesgo, pero acordamos ofrendárselo, parte del funeral. Ahora sus manos no parecían tan rudas. Ennoblecidas como las de una efigie, empuñarían aquel instrumento insigne y primitivo hasta el último día del mundo. Ella y yo nos miramos, entendiéndonos sin hablar, y escapamos de aquel nido de muerte.

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Isra Fdez
ÚLTIMOS DÍAS

Escribe cosas a todo volumen desde su cuartel general en Toledo. Lleva el fuego.