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Esa mañana no era tan fría como las demás. Con voz queda, como agotando una última paciencia, Ella le pedía premura. Él se afeitaba en intervalos breves, siempre a contrapelo, apurando hasta escocerle la piel de pura irritación. Enjuagaba la cuchilla, volvía a repasar. Otra vez espuma, un poco más la patilla. Del cuello, enrojecido como el de un pollo, brotaban aquí y allá pequeñas lágrimas bermellón que enseguida se aclaraban mezcladas con el agua sucia y la espuma, blanca como nieve virgen. Desde la otra habitación se oía el traqueteo constante de tarima y zapatos, de andar y desandar. Ella entró en el baño, aun sabiendo cuánto odiaba que lo interrumpieran mientras se afeitaba: era su momento ritual. Supuso así que apremiaría el ritmo, aunque resultara en su contrario. Él picó la maquinilla varias veces contra el lavabo, despegando pelos cortos que quedaron flotando un segundo, para hundirse después entre una maraña de barbas canas y cobrizas. «Ya estoy, ya», murmuraba más para sí, justificándose, que para Ella. Terminó de refrescar las cuchillas pellizcando lo sobrante y las colocó a su derecha. Todavía permaneció unos segundos más escudriñando las imperfecciones de su frente, las cicatrices, las quemaduras, la dentadura irregular; un rostro apagado pese al rebrillo del agua que le goteaba por las mejillas, limpias como tierra labrada. Ella, detrás, persiguió la dirección de sus ojos hasta encontrarlos y, después de mirar un rato, se abrazaron pecho contra pecho, ajustándose uno al contorno del otro. Un beso rápido, gelatinoso y escurridizo. Él se arregló la camisa, tirando de la sisa para abajo, y secó con papel las gotas de agua salpicadas a lo largo del lavamanos y el tercio inferior del espejo. Salieron de inmediato.

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Isra Fdez
ÚLTIMOS DÍAS

Escribe cosas a todo volumen desde su cuartel general en Toledo. Lleva el fuego.