Iros-hima

Sara E. Minaya
4 min readJul 19, 2017

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Hace unos días, el académico Arturo Pérez-Reverte aunció en un ya muy conocido tuit (ha salido incluso en TVE) que este nuevo otoño nos traería, además de la caída de la hoja, castañas y un agradable fresquito, la recogida en el diccionario de la forma iros como imperativo del verbo ir, sin reemplazar realmente a idos, que seguiría considerándose la forma más “culta” (es decir, la más RAE-friendly).

La respuesta en tuiter no se ha hecho esperar y han salido de su roca hablantes enfadadites que han puesto el grito en el cielo, preparades para defender con lanza, espada y bumerán la pureza del lenguaje y su necesario estatismo. “¡Pero si ya habían metido cocreta, que detengan esta locura!”, declara impactade Hablante Indignade 1. “¡La RAE no debería adaptarse a la gente que habla mal!”, exclama Hablante Indignade 2. “Ay, qué furiosas están mis ideas verdes esta noche”, refunfuña en primicia Noam Chomsky a raíz del suceso. Pero no he venido aquí a hablar de la RAE (exactamente), o de la pureza del lenguaje (más o menos), o de que el lenguaje sea inmutable (en cierta manera). Me voy a salir de lo que viene siendo estrictamente el tierno regazo de la Lingüística. Estoy aquí para confesar que yo también fui de la gente que se queja mucho cuando pasan cosas así (que, como ya ha comentado Terrorista Lingüista, no nos tendrían que importar un pedo).

Cuando empecé a tomar una mayor conciencia lingüística, tenía 16 años, estaba planteándome estudiar Filología Hispánica y se hablaba mucho por internet de palabras “de canis” que estaba aceptando la RAE (la mencionada cocreta principalmente). Desde el instituto, así como desde todos los espacios de la sociedad de ámbito moderadamente formal, me habían insistido mucho sobre la importancia de “hablar bien” y “escribir bien” y yo estaba contenta de actuar de acuerdo con estas enseñanzas. Eso quería decir: trataba de no cometer nunca jamás una falta de ortografía, avergonzándome terriblemente si se daba el caso, y juzgaba muy duramente a las personas que sí las cometían (porque si esos canis no querían escribir bien sería porque no les daba la gana). En consecuencia, corroboré intensamente las impresiones de mi grupo de internet de que un grupo de gente tonta había tomado la RAE, hice muchos chistes al respecto y seguí durmiendo con la última edición de la Gramática de la Academia debajo de la almohada (bueno, igual eso no). Permanecí varios años en este estado.

Viéndolo con retrospectiva, entiendo por qué lo hice. Sienta bien imaginar que eres superior a alguien, especialmente si ese alguien es inferior “porque no les da la gana aprender a escribir bien”. Además, era la época de máximo apogeo de meterse con los canis y chonis (si es que ha acabado alguna vez, porque lamentablemente ser de clase baja es motivo de burla muy a menudo), y yo solo estaba haciendo lo que hacía el resto de mi entorno. Pero ese razonamiento tenía fallos: yo no sabía, o no quería saber, que esas personas no eran inferiores a mí por tener unos usos lingüísticos distintos a los míos. Que su forma de hablar era solo una excusa para poder burlarnos de ellas por ser de clase social baja (como también nos burlábamos de su forma de vestir, de relacionarse entre elles o de su música, siempre desde la consideración de que eran una masa homogénea de mala educación, por supuesto, porque todas las personas de clase baja piensan igual, visten igual, hablan igual y escuchan la misma música, está claro). No me había parado a considerar que las normas ortográficas son inherentemente clasistas en su empeño por elevar a las personas que han tenido la ocasión de aprenderlas frente a las que no, porque yo misma era clasista (aunque también era de clase baja), y yo sabía usar las normas ortográficas. Yo no sabía nada de eso.

Ahora sí lo sé. Tomar conciencia de que era clasista y comenzar a dejar de serlo fue un proceso lento, en el que me ayudaron algunos profesores de la carrera, hablar con gente más deconstruida que yo y leer ciertas cosas, como Chavs: la demonización de la clase obrera de Owen Jones. A día de hoy no lo considero ni mucho menos terminado, pero cuando escucho que alguien dice (o escribe) “toballa”, “cobete”, “almóndiga” o “Iros de aquí” (o veros, como se dice en mi comunidad autónoma, o irse, como se dice en Andalucía), ya no pienso “ugh, qué maleducado personaje, ya hay que ser tonto”, sino que me da igual y hasta me parece bien (arriba con la lengua patrimonial que sobrevive en los límites de la RAE).

Así que: seguramente si te indigna que la RAE acepte palabras como iros porque “la gente que lo usa habla mal” estés siendo un poco clasista, aunque no te des cuenta. Pero no pasa nada, porque de to se sale.

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