Trabajo 2.0: el tamiz generacional

Martinelli
4 min readDec 24, 2014

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En un lugar de Cupertino, de cuyo nombre nos acordamos muchos, nació el germen de uno de nuestros sistemas operativos actuales, y, no demasiado lejos, el otro. Ya hace casi 30 años de los lanzamientos de Microsoft Windows y Mac OS, y las palabras hardware y software se han normalizado hasta el punto de formar parte (en algunos casos) de nuestro léxico diario.

En la actualidad, ya desde hace años inmersos en una realidad totalmente invadida por lo digital, en la que (al menos algunos) trámites burocráticos se hacen rápidamente desde casa, cómodamente, como cuando compramos la entrada para un concierto, existen aún determinadas ocasiones o círculos en los que estas situaciones siguen siendo nuevas, raras, y permanecen las reticencias a catalogar ciertos elementos aparentemente cotidianos como “producto” y como “empleo”. Los prejuicios ante el trabajo 2.0 siguen siendo una realidad demasiado evidente.

Por suerte, quiero creer que no es algo general ni aplastante, y esto es sólo una reflexión que surge por la aún existente tendencia (de la que, honestamente, tengo aún algún residuo que lucho por destruir) en nuestra sociedad de, en ocasiones, infravalorar los trabajos que dejan a un lado los esfuerzos físicos y otros clichés como tener que fichar. Estereotipos como estos, o el hecho de que en la práctica haya dejado de ser habitual el desplazarse más allá de la puerta del propio hogar para tener que ganarse el pan, son el hormigón que aún da firmeza a ese muro que ciertos sectores de la población, al menos en España, mantienen a la hora de valorar el esfuerzo y el precio de las tareas del trabajador digital. Llegó el momento en que Jobs y Gates dejaron de llevar melena y vaqueros y pusieron precios considerables a sus productos y sus marcas, cuando la informática aún era un privilegio y no un mueble más en casa: altos precios y poca necesidad. Y es ahora cuando, justo la gente que ha vivido esa evolución, aún arruga la nariz a la hora de pagar incluso precios menores de 1€ o que no considera un trabajo como tal el haber creado esa app, esa web o ese servicio.

Quizás la raíz de estas reticencias sea el hecho de que no sean cosas tangibles, de que el fruto de esos trabajos no se pueda agarrar físicamente, o que no se produzca ese momento de llegar a casa, desabrocharte los primeros botones de la camisa, quitarte los zapatos y suspirar quejicoso del mal día que has tenido hoy en la oficina o echar el sudoroso y sucio mono a la lavadora mientras te sumerges en la ducha aislándote del ruido o los olores que te toca soportar en tu jornada. Ha cambiado la manera de estresarse, de calentarse la cabeza. Han cambiado las jornadas, su distribución horaria y su ubicación. Se ha establecido una nueva naturaleza de productos cuyo sutil consumo y la inversamente proporcional satisfacción que éste da, no se interpreta siempre de la manera más justa. El todo-gratis tiene unas fuertes raíces que van más allá de la pillastrería actual, y es en esta gente en la que se produce este fenómeno de rechazo a pagar por lo abstracto: por la música, por las apps o incluso por un aumento de los datos contratados en la tarifa telefónica. Esto, el ahorro por bandera, es muy respetable y lógico, el problema es el hecho de que esta especie de filosofía fomente la infravaloración o la siempre presente piratería, es decir, cuando una costumbre o manera de proceder sana en su origen se adapta a los nuevos tiempos y acaba comprometiendo los valores y la educación, y, en este caso, afectando al concepto que se tiene de un sector probablemente creciente de la población.

Debido al evidente componente generacional de este fenómeno, resulta lógico pensar que va a menos a medida que pasan los años, se renueva el total de usuarios (y clientes) y se normalizan estos “nuevos empleos”. Puede que para la mayoría de quienes leáis esto no haya nada de novedad en trabajos como blogger o CM, todo lo contrario, pero no pasa lo mismo cuando se habla de las horas que implica un trabajo así, y de lo poco que muchas veces compensa a tenor de éstas, en lugares paradójicamente tan propicios para este debate como es una oficina de empleo. Aún no se asume la inversión de tiempo, la dificultad de obtener beneficio o la dedicación que estos trabajos implican. Aún pesan mucho las ideas de que las webs y los diseños se hacen mágicamente y sin esfuerzo o talento alguno, aún se pide que fotógrafos y profesionales del vídeo “colaboren” en proyectos sin remunerar. Aún entrecomillamos “trabajo” si hay una pantalla y un teclado de por medio. Yo, hasta hace poco, lo hacía, tirándome piedras sobre el propio tejado.

Aunque, como digo, el tiempo será irremediablemente un bálsamo para esta injusta valoración, puede que podamos paliar un poco estas dañinas concepciones si nosotros, los de cuna 2.0, que sabemos qué implican estos trabajos y qué hay de verdad y mentira en lo que se supone que son (porque cuento, en este mundo, también hay, y pillos, y caraduras), hacemos las veces de maestros, de educadores, y mostramos esta realidad a quien le queda más lejos y más difícil de entender. Hagamos que nuestro merecido o no rol de “amigo informático” o “mi prima la freaki” valga también para actualizar mentalidades a la siguiente versión. Luchemos por quitar las comillas de la infravaloración al trabajo 2.0.

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Martinelli

Veterinaria, blogger e intrusa en general. Aquí están mis reflexiones puntuales sobre tecnología, para todo lo demás, Martinelízate.es.