El Ascenso del general (un perfil de Otto Pérez Molina)

Asier Andrés
36 min readMar 29, 2019

--

Otto Pérez busca en las urnas tocar de veras, lo que través de su carrera de oficial solo pudo acariciar. Esta es la historia es seis capítulos de un Kaibil que bajó de las montañas y se encontró con un Ejército en busca de la democracia; un oficial que apoyó el final de guerra y llegó hasta las oficinas de la Casa Presidencial; un hombre que antes de llegar a la política ya conoció el poder y la traición.

Asier Andrés (Publicado en elPeriódico en octubre de 2011)

I. El Kaibil

En el último tercio del fatídico año de 1982, Nebaj se había convertido en la vitrina en la que el jefe de Estado, Efraín Ríos Montt, mostraba al mundo el éxito de la contrainsurgencia. En diciembre, el antropólogo estadounidense David Stoll, llegó a la cabecera del municipio y, en su libro ‘Entre dos fuegos’ lo describe así: “Los soldados ocupaban el centro del pueblo, alrededor de la iglesia católica. Cada anochecer largas líneas de patrulleros cargando viejos fusiles enfilaban hacia las montañas donde mucha población estaba escondiéndose de la represión del ejercito. Unos 1,400 campesinos que se habían entregado recientemente acampaban en la pista de aterrizaje al Norte del pueblo. Allí eran visitados por misioneros norteamericanos, quienes a pesar de su admiración por el general vuelto a nacer, querían estar seguros de que sus subordinados habían dejado de asesinar a no combatientes. En el pueblo, cientos de viudas hacia cola para recibir maíz. El comandante militar a cargo del pueblo reunió a los niños huérfanos en la plaza para celebrar un fiesta de Navidad”.

El comandante del que habla Stoll era el mismo que un par de meses antes, el 15 septiembre, había procurado que, por que primera vez en varios años, en Nebaj se celebrara con normalidad el desfile del Día de la Independencia. El Ejército contó con su propia carroza: sobre la palangana de un picóp armaron un gigantesco casco militar hecho de papel de china bajo el que colocaron un enorme dibujo de una monja blanca. El vehículo –al que se subieron varias adolescentes vestidas de blanco angelical- recorrió las calles sin pavimentar de aquel Nebaj llenó de supervivientes ixiles que hasta hacia solo unos meses habían presenciado la ofensiva militar más devastadora desde la llegada de los españoles.

Otto Pérez Molina tenía 32 años, en su uniforme estaban cosidos los distintivos de Kaibil y paracaidista, y era el comandante al mando de Nebaj; aunque era conocido más por su nombre de guerra: el mayor “Tito Arias”. Pérez había llegado a este pueblo de Quiché como jefe del destacamento militar en julio de 1982 con unas órdenes muy concretas del alto mando: ejecutar la fase siguiente de la estrategia contrainsurgente que desde septiembre de 1981 se implementaba en el área. ‘Tito’ aterrizó en Nebaj sobre las cenizas de las aldeas exterminadas y en medio de un clima de terror persistente, y tuvo a su cargo lograr lo que la violencia por si sola no había conseguido: “ganarse” a aquella población que había estado en contacto con el Ejercito Guerrillero de los Pobres (EGP). “Era el epítome del militar reformista”, señala Stoll.

Pérez, de hecho, como afirma el antropólogo en su libro, fue destinado a Nebaj, luego de unos misioneros evangélicos norteamericanos enviasen una carta a Ríos Montt en la que protestaban por la brutalidad y la violencia indiscriminada del anterior comandante del destacamento. Bajo el mando de ese oficial, según relata Stoll, se asesinó o desapareció a al menos 97 personas. “El anterior era un matón, un gorila que había asesinado a medio mundo y a Pérez lo escogieron precisamente porque no tenía fama de matón. Nebaj era el frente principal de la guerra y allí debía enviarse a los mejores oficiales”, expone la fotógrafa estadounidense Jean Marie Simon, que en septiembre de 1982 pasó por Nebaj.

Desde que el 21 de enero de 1979 el EGP tomó por unas horas Nebaj –asesinaron a dos policías y al finquero Enrique Brol- la presencia del Ejército se había hecho permanente. A partir de entonces, como explica el antropólogo británico Roddy Brett en su libro ‘Una Guerra sin Batallas: violencia y miedo en el Ixil y el Ixcán’, se desencadenó la espiral lógica de toda guerra contrainsurgente: violencia selectiva-violencia masiva-violencia selectiva con control de la población. Comenzaron las desapariciones y asesinatos; los del EGP, que ejecutó al anciano principal de Nebaj, y sobre todo los del Ejército, mucho más numerosas. Siguieron las masacres de aldeas enteras, que comenzaron a ser ejecutadas por en el Ejercito en septiembre de 1981 tras el ataque del EGP al destacamento de Cotzal, y que alcanzaron su cenit entre marzo y mayo de 1982 cuando, como afirma el sociólogo Edelberto Torres, se derramó todo el agua en la que vivía el pez, pero el pez siguió vivo. Y por último, desembarcó Otto Pérez con las recién creadas patrullas de Asuntos Civiles y nuevas ideas en la mente: la guerrilla era un problema político, no solamente militar, y por ello, solo se debía matar lo estrictamente necesario, la población no debía verse como un combatiente colectivo enemigo.

Claro que la violencia se siguió ejerciendo y si se redujo, afirma Stoll, fue más por la retirada del EGP que por la buena voluntad del Ejercito o las órdenes de Ríos Montt. “Las cosas no cambiaron tanto como los apologistas del Ejército hubieran deseado”, escribe el antropólogo.

Los civiles que andaban escondiéndose en las montañas tras la campaña de masacres de aldeas enteras debían ser “recuperados”: trasladados a las aldeas modelo, donde abrazarían una nueva forma de vida supervisada por el Ejército, que les proporcionaría techo, trabajo y tortilla, como rezaba el eslogan gubernamental. Y debían ser “recuperados”, aunque ellos no quisieran serlo, porque de lo contrario, se convertían en enemigos y el ejercito les perseguiría, expone el antropólogo y sacerdote –acusado de pertenecer al EGP- Ricardo Falla.

Y esa es precisamente la política que aplicó el mayor ‘Tito Arias’, como demuestra la documentación que se conserva de “Sofía”, un operativo que tuvo el propósito de concentrar a la población que se había “enmontañado” alrededor del cerro Sumal. Por eso, muchos de los casos documentados por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) en Nebaj en la última parte de 1982, corresponden a muertes de civiles que se produjeron en misiones de “recuperación” de población.

Simultáneos a este tipo violencia, prosiguieron los asesinatos selectivos contra los que se suponía eran colaboradores del EGP. Y para recabar la información se continuó deteniendo y torturando. La CEH menciona un caso en el que expresamente se detalla que las víctimas pasaron por el destacamento militar de Nebaj durante el mando de Pérez. Es el Caso 3201, ocurrido el 4 de noviembre de 1982 en la comunidad Río Azul, aldea Pulay. Según documenta la CEH, soldados del destacamento de Nebaj, portando pasamontañas, llegaron al lugar acompañados de dos mujeres que colaboraban con el Ejército. Las delatoras señalaron a Jacinto Cobos y dos personas más sin identificar que fueron trasladadas a Nebaj. De los tres, uno de ellos fue liberado tras ser torturado. Los otros dos integran el listado de detenidos desaparecidos.

Solamente ente agosto y diciembre de 1982 –aunque Pérez estuvo en Nebaj hasta marzo de 1983- la CEH recoge 17 ejecuciones extrajudiciales, 6 desapariciones forzadas y 4 masacres en las que fueron asesinadas 107 personas. El hecho más sangriento fue la masacre ocurrida en la comunidad La Laguna, aldea Tzalbal, en noviembre de 1982 (Caso 3247). Fueron quemadas vivas 40 personas. El 15 de agosto, también había fueron asesinadas 31 personas refugiadas cerca de la aldea Salquil (Caso 3289) y el mismo número de desplazados volvió a morir en el mismo lugar el 22 de septiembre (Caso 3724). A estas tres masacres se suma la de Vivitz, descrita por Roddy Brett en su obra, y ocurrida el 9 de septiembre. De acuerdo con el relato del investigador, la mañana de esa día 150 hombres, entre Kaibiles y Patrulleros de Autodefensa Civil (PAC), ejecutaron a 17 personas bajo un árbol en la aldea Vivitz. Los PAC persiguieron a los que huyeron y mataron a otros seis.

Si bien estos crímenes ocurrieron en el municipio de Nebaj, ni la CEH ni Brett detallan si fueron cometidos por hombres del destacamento de Nebaj. En ese periodo de 1982, según la CEH, existían al menos otras dos unidades militares cercanas; un destacamento en Salquil, otro en Sumal, además del de La Perla, en el vecino Chajul.

El ex vicepresidente Eduardo Stein señala que aunque el informe de la CEH puede contener imprecisiones –ya que está basado en testimonios orales- y conclusiones discutibles –como si hubo o no genocidio- lo que es indiscutible que a inicios de la década de 1980 la sociedad llegó a cometer actos de crueldad extrema. “Pero no es responsabilidad únicamente del Ejército, aquí participaron muchos civiles que en ocasiones fueron más exigentes en la represión que los militares, y por supuesto los insurgentes, que por la naturaleza de su guerra, establecieron una relación estrecha con la población y la convirtieron en su base y apoyo aun sin armarla”, puntualiza Stein.

En marzo de 1983, en la despedida de ‘Tito Arias’, David Stoll ya no estaba en Nebaj, pero en su libro relata que unos misioneros le contaron después como los vecinos lloraban ante la perspectiva de que su sucesor fuera otro carnicero. Stoll analiza así aquellas lágrimas: el Ejército había logrado hacer predecible la violencia. La población tenía certeza de que si obedecían, vivían. “Si patrullamos no nos matan”, le aseguró un PAC ixil al antropólogo. Ricardo Falla lo explica así: “es lo mismo que en la tortura, primero te presentan al torturador y luego al benefactor. Fusiles y frijoles es lo mismo. Son dos tipos de personas pero una sola institución”. Para Mario Mérida, coronel retirado que también estuvo destinado en la zona militar de Quiché en 1982-, en cambio, el trabajo de Pérez fue “sobresaliente”.

Cuadro : Viaje al pasado

Tiene 29 años menos, barba poblada y porta un boina roja de Kaibil. Y sin embargo, ese tono de voz moconorde, mientras lee un cuaderno de alfabetización del EGP, es inconfundible. Es septiembre de 1982, el mayor Otto Pérez está en el convento de Nebaj –convertido en destacamento militar- y a sus pies yacen muertos, en fila, tres campesinos. Las imágenes pertenecen a un documental finlandés llamado “Titular de Hoy: Guatemala” que sigue los pasos del periodista Allan Nairn y la fotógrafa Jean Marie Simon en un viaje que realizaron por el país en 1982. Del video se desprende que los muertos habían sido interrogados por Pérez y posteriormente asesinados. Sin embargo, Simon explica que no tiene ninguna prueba que las víctimas puedan ser achacadas al candidato presidencial. “Acabábamos de llegar a Nebaj, y vimos que había muchos soldados en los alrededores del destacamento. Nos acercamos y vimos los cadáveres. A la mañana siguiente, nos explicaron su versión de lo que había pasado: los detenidos se habían suicidado con una granada antes de ser interrogados. Entonces, se asomó Otto Pérez y nos empezó a hablar y nos mostró los cuadernos que llevaban”, expone la fotógrafa. Simon asegura que ha enviado las imágenes a varios forenses y estos le han confirmado que, aunque un diagnóstico visual solo puede ser tentativo, las heridas son más similares a las que produce una explosión que un arma de fuego. “Pero es impensable que esas personas hubieran salido con vida del destacamento. Eso nunca pasaba en esa época”, matiza Simon.

II. El sindicato

Llegar a Nebaj, no solo representaba la misión más importante que había recibido en su carrera, si no que era congruente con su formación: la de un oficial de fuerzas especiales, entrenado para la guerra irregular. Otto Pérez, de hecho, había recibido el curso de Lancero colombiano y junto con otros compañeros que habían pasado por las escuelas de Ranger, en Estados Unidos, o Aguja Negra, en Brasil, crearon el curso Kaibil en 1974. Pérez, incluso, había sido durante tres años instructor del nuevo cuerpo.

Y sin embargo, llegaba la hora de acudir al frente, tras el golpe militar del 23 de marzo de 1982, el entonces teniente Pérez se resistió a su nuevo destino. Así lo sostiene un cable desclasificado de la embajada de los Estados Unidos de mayo de 1982 que conserva el NSA. Según establece el documento, la Orden General número 10 emitida por el nuevo jefe de Estado Ríos Montt –y que había asignado a puestos en zonas de operaciones a cientos de oficiales que hasta ese momento estaban lejos de la guerra- había causado gran malestar en la promoción 73 de la Escuela Politécnica, la escuela de oficiales del Ejército. Los líderes de esta promoción: Roberto Letona Hora, Otto Pérez Molina y Mario López Serrano, se negaban a ocupar sus nuevos destinos en el frente. Ríos Montt -siguiendo con el relato del cable- ordenó su arresto y los chantajeó: si no obedecían, haría públicos ciertos negocios que en los que la promoción se habían implicado cuando sus líderes estaban en la Guardia Presidencial, antes del golpe. El jefe de Estado se reunió con su Consejo Asesor, compuesto por seis militares -entre los que estaba Mauricio López Bonilla, actual jefe de campaña de Pérez- y finalmente accedió a sacarlos del calabozo, aunque su chantaje siguió. “Las pruebas contra ellos parecen solo circunstanciales, pero después de esto la oposición de la promoción 73 se acabó”, escribe el analista autor del cable. Mauricio López Bonilla, en la actualidad, asegura no recordar este episodio. “En ese momento se produjo mucho descontrol. Se habían violentado las jerarquías con el golpe, y muchos oficiales desconfiaron de la nueva situación”, expone López Bonilla.

Aunque sin mucho éxito, la promoción 73 acababa de emerger como factor político en el Ejército. Y eso era algo extraordinario. En Guatemala no se había producido el fenómeno de las “tandas”: grupos de oficiales compañeros en las aulas que adquirían una gran cohesión interna, se protegían entre ellos y con el tiempo se convertían en poderes dentro del poder. La clase 73, originalmente compuesta por 95 hombres y liderada por Pérez y Letona, fue lo más próximo esta idea que existió en el Ejército. Según relata el mismo cable del NSA, la promoción tenía su estructura: un presidente y varios subgrupos con sus respectivos jefes rotatorios, y sus miembros se reunían con frecuencia en eventos familiares. Además, utilizaban a sus respectivos padrinos para apoyar a sus compañeros de promoción y mantenían un caja común para emergencias.

Esta inusual relación dio mucho que hablar, tanto que pronto se les empezó a conocer como El Sindicato. Sin embargo, hasta que punto se mantuvo vigente con los años -o se mantiene- El Sindicato es un enigma. En un cable de la embajada de Estados Unidos fechado en julio de 1991 se afirma que en ese momento el fenómeno de las tandas se había extinguido y que los miembros de la clase 73 estaban básicamente dividido entre La Cofradía y los llamados Operadores. Según explica el analista, tres factores habían impedido la consolidación de las tandas en Guatemala. Primero, la politización que dividió al Ejército entre 1982 y 1985. Segundo, el involucramiento de muchos “especialistas” –no oficiales de carrera- por la necesidad de la guerra. Y tercero, la preeminencia que adquirieron los aparatos de inteligencia, que atrajeron para si a muchos de los mejores hombres.

Este último factor explica precisamente el surgimiento de La Cofradía, un grupo de oficiales que pasaron la mayor parte de su carrera bien en la Dirección de Inteligencia (D2), bien en el Estado Mayor Presidencial (EMP). Los generales Francisco Ortega Menaldo y Manuel Callejas y Callejas se convertirían en el prototipo de los “cofrades”. En contraposición a ellos, el analista de la embajada Norteamericana, sitúa a los Operadores, oficiales de infantería que habían ejecutado la campaña de contrainsurgencia en el campo. Los generales Alejandro Gramajo, Mario Enríquez y Otto Pérez Molina sería sus principales exponentes. Las fidelidades que se desarrollaron en el Ejército, por tanto serían de otro tipo, no generacionales.

Para el politólogo Francisco Beltranena la importancia de El Sindicato fue siempre sobredimensionada y su vigencia quedó enterrada definitivamente con el gobierno de Alfonso Portillo (200–2004), pese a que uno de los suyos, Eduardo Arévalo Lacs, llegó a Ministro de Defensa. “Yo al general Pérez siempre le ví como más gramajista que de El Sindicato”, expone el ex Ministro de la Defensa, Carlos Aldana.

III. El Gramajismo

La idea de que un oficial de más experiencia se convirtiese en el mentor de otros más jóvenes formaba parte de la tradición militar. El propio Ejército lo estimulaba en la Politécnica: a cada cadete se le asignaba un “centenario”, un estudiante de una clase mayor con el que debía establecer una relación. Pero con el Ejército dividido y administrando el poder estatal, este fenómeno, se convertiría en una necesidad política. Si un oficial quería orientar el Estado hacia algún objetivo, necesitaba contar con compañeros fieles a los que colocar en el puestos clave que el garantizaría el control el Ejército.

El general Alejandro Gramajo tuvo un proyecto: la democracia política; y tuvo también a su camarilla que garantizaría la supervivencia del proyecto. “Otto era uno de los oficiales que él protegía y estimulaba y en más de una ocasión me dijo que era muy bueno, que debía seguir adelante”, recuerda el sociólogo militar Héctor Rosada.

Algo unió a Gramajo y Otto Pérez desde muy pronto. Ambos eran paracaidistas, habían recibido formación en Estados Unidos y pertenecían a generaciones que escribieron la historia del Ejército: Gramajo a la que diseño la campaña contrainsurgente que hizo inviable el triunfo guerrillero, y Pérez a la que puso fin al conflicto armado.

La relación entre ambos se remonta a 1973 cuando el mayor era comandante de batallón en la Politécnica y el menor instructor. Tras el golpe de 1982, Gramajo se convirtió en subjefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional (EMDN) y tomó las riendas del Plan Victoria 82. Uno de los ‘Wikileaks’ publicados recientemente por la revista Plaza Pública revela que Pérez le contó en 2007 al entonces embajador James Derham, que fue Gramajo quién le envió a Nebaj.

Posteriormente, sus caminos correrían paralelos. Cuando Gramajo ascendió, en 1987, a la cúpula del Ejército, el Ministerio de Defensa, Pérez Molina se convirtió en el jefe de su Estado Mayor personal. Gramajo como ministro también se rodeó otros oficiales con los que Pérez mantendría una estrecha relación: Mauricio López Bonilla, José Luis Fernández Ligorria y Mario Mérida entre otros. Aquel periodo, como recuerda López Bonilla, sería definitivo en el nacimiento a la política del actual candidato. La democracia acababa de inventarse y Pérez Molina vivió la transición “desde el centro del poder, junto a Gramajo, que fue su arquitecto”, asegura Francisco Beltranena. “Viajaban juntos, estaba en su gabinete, en los actos sociales, era muy enriquecedor, amplió la visión limitada de la realidad que los militares tienden a tener”, describe López Bonilla.

La red de relaciones de Pérez Molina sobrepasó los muros de la Politécnica. Durante esos meses conoció el mundo político –su relación con Valentín Gramajo se remonta a esos meses- y también el empresarial. Siguiendo con su política de compartir espacios con los civiles, el ministro Gramajo creó en ese periodo el Centro de Estudios Estratégicos para la Estabilidad Nacional (Estna), a cuya junta directiva fueron incorporados Juan Luís Bosch y Ramiro Castillo Love.

“Este grupo de militares, a diferencia de los guerreristas, entendieron que la guerra había terminado y su mente evolucionó hacia la etapa de posguerra, comenzaron a prepararse para el ‘peacekeeping’. No es que fueran progresistas, es que comprendieron que ya habían ganado la guerra”, expone Héctor Rosada. “El proyecto no pudo romper con sus propias contradicciones internas de concebir una democracia en el vientre de una campaña contrainsurgente. Pero al mismo tiempo sí produjo oficiales con la capacidad para visualizar el futuro”, escribe Jennifer Shirmer.

Y Pérez Molina emergió como uno de ellos. De la mano de Gramajo, el actual candidato ascendió a la Dirección de Operaciones (D3) y se convirtió en coronel. La cúpula le esperaba. A finales de 1991, Marco Antonio González Taracena, el director de Inteligencia (D2), un oficial que por su trayectoria tenía relación con La Cofradía, lo escogió como sucesor. La Dos, como era conocida en el Ejército, no era un cargo menor, como explica Rosada, quien la controlaba, tenía también el control política del Ejército.

IV. La Dos

Que Pérez Molina, un oficial sin ninguna experiencia previa en inteligencia, llegase a dirigir la D2 es aún hoy un hecho rodeado de especulaciones. Quienes hoy apoyan al candidato aseguran que el nombramiento supuso un lavado de cara para una institución tenebrosa. Sin embargo, varias fuentes coincidieron en que el nuevo D2 tuvo que tener necesariamente el beneplácito de quien era el poder real en la institución: Francisco Ortega Menaldo, ex director de La Dos, y líder de la Cofradía.

Iduvina Hernández, periodista en aquel tiempo de la revista ‘Crónica’, asegura que la llegado de Pérez a la D2 fue una “movida estratégica urdida por Ortega”. “Ortega acaba de ser nombrado jefe del EMP de Serrano Elías y él quería tener control simultáneamente El Archivo –el aparato de inteligencia del EMP- y la D2. Por eso nombró a alguien que no tendría capacidad de controlar la institución, que estaba llena de militares de La Cofradía”, asegura Hernández. Sea o no cierta esta interpretación, lo cierto es que Pérez Molina era visto por los Estados Unidos como un “protegido de Ortega”. Así se refirieron a él en varias ocasiones en los cables que elaboraba la embajada para el Departamento de Estado durante 1992 y 1993.

En su nuevo puesto, Pérez se rodeó de oficiales de su confianza: Mario Mérida, Ricardo Bustamante y Otto Noack, entre otros, pero la mayoría de los “cofrades” siguieron dentro. Por ejemplo, Juan Guillermo Oliva Carrera –ex director de El Archivo y juzgado por el caso Myrna Mack- fue su director de operaciones.

Pérez introdujo cambios: abrió la Escuela de Inteligencia a los sectores civiles y fue el primer D2 sostener una reunión mensual con la embajada de Estados Unidos para abordar asuntos de Derechos Humanos. La Dos había dejado de secuestrar y asesinar de manera rutinaria, pero con Pérez al mando, como revelería el Caso Bámaca, el combate a las unidades militares de la guerrilla se seguiría ejecutando al margen de la Constitución. La Dos había dejado atrás se función puramente represiva hacia los civiles, su nueva misión, explica Edgar Gutiérrez, era la del “control político”.

Según establece un cable desclasificado del NSA de diciembre de 1992, Pérez, junto con el ministro José Domingo García Samayoa y el presidente Jorge Serrano, organizaron un grupo para “gestionar los ataques al Estado de los grupos de Derechos Humanos”. Las campañas de desprestigio que sufrieron activistas como Ronalth Ochaeta, Amílcar Méndez o Ricardo Falla, los tres señalados públicamente de ser guerrilleros y de querer dañar la imagen internacional de Guatemala, formaron parte de esta estrategia.

Como jefe de la inteligencia militar, Pérez también se involucró en un asunto tan espinoso como sospechoso: el control de las aduanas. Y es en esa actividad donde aparece la alargada sombra del general Ortega Menaldo, al que en un cable de octubre de 1992 los Estados Unidos, ya consideraban como el “poder real detrás de las aduanas”, junto con el especialista del EMP, Alfredo Moreno. Entre 1990 y 1991, el máximo responsable de las fronteras había sido el general retirado Manuel Callejas y Callejas, otro prominente “cofrade”.

Durante dos meses en 1991, Pérez había estado asignado en la Base Militar La Aurora como segundo comandante, por lo que es probable que ya estuviese familiarizado con la estructuras de inteligencia que operaban en las aduanas, en teoría, para evitar el contrabando de armas hacia la guerrilla. Sin embargo, como D2 su participación adquirió más relieve. Tanto, que en octubre de 1992 su cuñado Otto Rember Leal, que era inspector de aduanas, se convirtió en segundo al mando en la Aduana Central. Aunque en varias entrevistas Pérez ha insistido que es injusto relacionarle con las actividades de el hermano de su esposa, en un cable desclasificado de 1993 los Estados Unidos señalaban que “el ascenso de Leal se debe a la influencia de su cuñado y del general Ortega”. En el documento también se afirma que los dos oficiales estaban conspirando para que Leal fuera promovido a jefe aduanero. En otro reporte de la embajada, fechado en 1992, se describe cómo Leal durante su trabajo se comunicaba constantemente con Ortega, y se refería a él que como “patrón”. Las trasmisiones -a través de radio y telefonía celular- era proporcionadas -según detalla el informe- por la D2.

Los Estados Unidos, en el cable aludido, consideraban valioso el trabajo de Leal en el control del tráfico de drogas, carros y armas, y no mencionan la posibilidad de que estuviese implicado en redes de contrabando. Sin embargo, en otros reportes del mismo periodo, anteriores y posteriores, sí se hacían eco de los persistentes rumores de que los oficiales de La Cofradía –y especialmente Moreno- tenían poderosos intereses en las fronteras. También señalaban a José Luís Fernández Ligorría, quien era muy cercano a Pérez -su hijo es diputado electo por el Partido Patriota- de ser el líder del robo y exportación de carros en el país.

Fernando Mendizábal, fiscal que investigaría años después la llamada Red Moreno, comenta que la estructura que funcionó desde la década de 1980 en las aduanas, “era impresionante, la organización criminal más amplia de la que se ha tenido conocimiento en el Estado”. “Toda la aduana, desde los vistas hasta los inspectores, y hasta el personal de la limpieza, recibía su cuota mensual del contrabando”, asegura Mendizábal.

Las aduanas serían el comienzo de la disputa entre Ortega y Pérez. A inicios de 1993, Otto Rember Leal fue destituido de su cargo. Todo ocurrió mientras Pérez estaba de visita en Taiwán. “Detrás de cada desplazamiento en el Ejército, hay siempre una traición”, recuerda Héctor Rosada. Y efectivamente, el actual candidato se sintió traicionado por Ortega y así lo hizo saber en su entorno. Lo sucedido llegó a oídos de la embajada de Estados Unidos que en un cable de mayo de 1993 destacaban el malestar del coronel Pérez: no solo había perdido a su cuñado, si no que pensaba que Ortega recomendaría a Edgar Godoy Samayoa –también de la 73- para sucederle en el EMP y no a él. Además, según se afirma en el cable, Pérez ya no confiaba en los hombre bajo su mando en La Dos, “piensa que trabajan para Ortega”, afirma el analista.

Pero este pleito, cuyas causas se desconocen, quedaría opacado por lo que desencadenaría Jorge Serrano un día de mayo.

V. El autogolpe

La noche del 24 de mayo de 1993 el presidente Serrano Elías decidió que a la mañana siguiente disolvería el Congreso –supuestamente para depurarlo de los diputados corruptos- y las cortes Suprema y de Constitucionalidad. Sería un golpe de estado en toda regla. Como jefe del EMP, Ortega Menaldo fue informado por el presidente esa noche. Un cable de la Embajada de Estados Unidos de junio de 1993, señala que Ortega trató de convencerle de que desistiera de la idea, pero sin éxito. “Serrano deliberadamente no incluyó al Ministro de la Defensa, ni al Viceministro, ni al jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional (EMDN) en sus planes de suspender el orden constitucional. Simplemente, les informó de su decisión”, escribe la politóloga Rachel McCleary en su libro “Imponiendo la Democracia”, una obra que ofrece un relato de los hechos de 1993.

De esta forma, el Ejército se encontró la mañana del 25 de mayo con lo inaudito: un golpe de Estado en cuya planificación ningún sector de la oficialidad había tomado parte. “El alto mando se debatió entre desobedecer a Serrano y dar un golpe de Estado u obedecerle y apoyar una ruptura constitucional, dos opciones igualmente malas. Optaron por la segunda, en parte, porque simpatizaban con el malestar del Presidente con el Congreso”, analiza un cable de junio de 1993.

El ministro de la Defensa, García Samayoa, el jefe del EMDN, Jorge Perussina y el propio Ortega optaron por esperar a la evolución de los hechos. “Les faltó el olfato para entender que el país había cambiado y que ni los empresarios ni los medios iban a tolerar el golpe”, asegura Iduvina Hernández.

Fue así como Otto Pérez, que a través de la Escuela de Inteligencia mantenía una relación estrecha con el sector privado, se convirtió en el enlace entre empresarios y militares. “Los sectores con los que teníamos relación se nos acercaron y nos empezaron a decir que cómo salimos de esto, que el alto mando debía destituir al presidente”, recuerda Mario Mérida, segundo de Pérez en La Dos.

Al día siguiente del golpe –relata McCleary en su libro- Cacif comprendió que ni Serrano iba a renunciar, ni su vicepresidente, Gustavo Espina, estaba dispuesto a abandonar el proyecto de Serrano. Esa noche, tres miembros de la cúpula empresarial –la académica no cita sus nombres pero podría tratarse de alguno estos: Juan Luís Bosch, Miguel Fernández, Peter Lamport, Carlos Vielmann, Edgar Heinemann o Juan José Gutiérrez- se reunieron con Pérez. Según McCleary, se trató de un momento fundamental: por primera vez desde 1982 los intereses de elites económicas y militares confluían: el sector privado y el D2 acordaron que Serrano debía caer, pero que el Congreso también sería depurado.

Pérez informó de la reunión al ministro García Samayoa y trató de convencerlo de que la neutralidad desgastaba la imagen del Ejército; Serrano y Espina no tenían respaldo popular para seguir adelante. Pero el alto mando se mantuvo a la expectativa. La noche del 31 de mayo se celebró la reunión definitiva. Serrano, rodeado por la cúpula militar y sus asesores más cercanos, se sentó a escuchar una presentación de Cacif –que para entonces ya había creado la Instancia Nacional de Consenso con otros sectores civiles- en la que, según McCleary, le dieron a entender que cualquier futuro pasaba por su renuncia. Pero, de nuevo, ni Serrano ni sus mandos militares reaccionaron.

La mañana siguiente, el 1 de junio, Pérez convocó a sus siete oficiales más fieles a una reunión a la 7 de la mañana. Les pidió que llegaran en uniforme de campaña, armados y acompañados, cada uno, de dos oficiales a sus ordenes. El D3, Enrique Barrios Celada y el subjefe del EMDN, Mario Enríquez, estuvieron de acuerdo con el movimiento. Darían un golpe de Estado. Pretendían ejecutar la propuesta de la Instancia Nacional de Consenso: Serrano y Espina debían renunciar; la Corte de Constitucionalidad hallaría una formula de sucesión. Todos ellos se reunieron con el alto mando. “La discusión fue prolongada y desagradable”-escribe McCleary-, pero finalmente Ortega le comunicó a Serrano que ya no era presidente. Había ocurrido algo que solamente en situaciones de violencia sucedía en el Ejército: que los subalternos se imponían sobre sus superiores.

O al menos así fue momentáneamente, porque en menos de 24 horas la venganza se fraguó. El 2 de junio Pérez envió a uno de sus hombres a que recibiera la renuncia de Espina, pero no sólo no la obtuvo si no que se enteró que acababa de ser destituido de la D2 y que sus hombres de confianza habían sido transferidos. Se le acusaba de deslealtad, de haber ayudado al sector privado sin el consentimiento de sus superiores. Simultáneamente, según establece un cable de junio de 1993, el alto mando había llegado a un acuerdo con Espina: él gobernaría y los tres generales –Perussina, Ortega y García Samayoa- conservarían sus cargos. Emergió, entonces, de manera evidente un factor que siempre estuvo presente en el golpe: la lucha de poder interna en el Ejército. La caída de Serrano era también la de su cúpula militar y la oportunidad esperada por quienes aguardaban en segunda fila el acceso al poder.

Pérez tuvo que esconderse con ayuda del sector privado y esperar. El 4 de junio la Instancia se volvió a reunir con el alto mando. Y esta vez fue Enríquez, quién, según McCleary, adquirió una importancia decisiva, convenciendo a sus superiores de que la solución Espina no era viable. La Instancia buscó entonces al Procurador de los Derechos Humanos, Ramiro de León. El resto ya es historia.

Las preocupaciones del alto mando resultaron acertadas. Enríquez y Pérez se habían convertido en líderes del Ejército y serían recompensados. El primero se convirtió en Ministro de Defensa y el segundo en jefe del EMP. “Por su extrema peligrosidad” –asegura un cable de la embajada de Estados Unidos- ambos pensaron en exiliar a Ortega. Finalmente fue enviado a la zona militar de Quetzaltenango, y apartado, por tanto, de su aspiración de ser Ministro.

El gobierno de Ramiro de León nació así, con un presidente que ni se había imaginado serlo, ni tenía equipo o gabinete. La Instancia Nacional de Consenso y Otto Pérez llenarían ese vacío.

VI. La historia de Valentín y Everardo

Probablemente nadie pensó que aquel prisionero acabaría dando tantos problemas. Pero Efraín Bámaca, alias ‘Everardo’, comandante del frente Luís Ixmatá de ORPA; el último líder indígena vivo de la guerrilla, tenía alguien importante detrás: una abogada especializada en derechos humanos graduada en la universidad de Harvard dispuesta a dar batalla. Su nombre es Jennifer Harbury -se presenta como la viuda de Everardo- y gracias la presión que realizó y el trabajo de los guatemaltecos que colaboraron con ella, como el del fiscal Julio Arango Escobar, hoy puede se puede comprender aproximadamente qué le ocurrió a aquel guerrillero que despareció tras un enfrentamiento con el Ejército el 12 de marzo de 1992.

“Los militares sostendrán que nunca fue detenido o torturado, y después de una investigación cerrarán el caso sin que se produzca ningún hallazgo. Las autoridades de Guatemala continuarán cooperando con Jennifer Harbury en la búsqueda de sus restos, pero insistirán en que el caso está cerrado”, profetizaba un cable desclasificado de la embajada de Estados Unidos de junio de 1994. Y eso es exactamente lo que ocurrió. Antes, el 18 de marzo de 1992, una semana después de que se viese vivo a Bámaca por última vez, los estadounidenses habían escrito: “Everardo coopera con el Ejército, lo que probablemente mantendrá su captura en secreto o incluso provocará el anuncio de que ha muerto para maximizar su valor de inteligencia”. Y de nuevo, eso es precisamente lo que sucedió.

Un día después de que se produjese un enfrentamiento entre militares y la columna de Everardo cerca de Nuevo San Carlos, entre Retalhuleu y San Marcos, el Ejército anunció que habían encontrado el cadáver de un guerrillero en el lugar de los hechos. Lo enterraron como XX en el cementerio de Retalhuleu y dieron por cerrado el asunto. Pero ya desde abril de 1992, ORPA comenzó a sospechar que aquel muerto no era su comandante desaparecido en combate y que ‘Everardo’ había sido en realidad capturado. Escribieron a la Procuraduría de Derechos y esta solicitó, sin éxito, que se levantase el cadáver. El Ejército no se movió un milímetro de su posición y desde entonces, siempre, obstacularizarían cualquier intento de esclarecer lo ocurrido.

Consiguieron que se retrase más de un año la exhumación del cadáver. Y cuando finalmente se produjo -y se demostró que el fallecido era unos 15 años más joven que Everardo y había muerto de un golpe en el cráneo- pusieron a trabajar su maquinaria judicial. El caso -ya abierto formalmente para encontrar a Bámaca- pasó de juzgado en juzgado sin resultados, e incluso fue transferido a un juzgado militar que los sobreseyó. Harbury, además, fue demandada por el Procurador General de la Nación (PGN), Acisclo Valladares, quien también había obstaculizado la primera exhumación del supuesto cadáver de Bámaca.

En mayo de 1995, Julio Arango Escobar fue nombrado fiscal especial de caso y consiguió que el Departamento de Estado le confiase el lugar en el que ellos sospechaban que se podrían encontrar los restos de ‘Everardo’: el destacamento la Cabañita, en Tecún Umán, San Marcos. El fiscal –tal y como relata en la introducción del libro “Caso Bámaca”, de la PDH- procedió a realizar una exhumación pero el panorama que encontró fue el siguiente: fuera del destacamento, una manifestación de viudas de militares y soldados lisiados; y dentro, al abogado Julio Cintrón –que sería defensor de los Lima en el caso Gerardi. A Escobar –que también denunció amenazas de muerte- se le impediría en varias ocasiones hacer la excavación, hasta que el 30 de julio se entrevistó con el fiscal general Ramsés Cuestas y este le pidió su renuncia. Cuestas le confesó que Ramiro de León le estaba presionado para que bajase el perfil del caso.

Tomó el testigo la fiscal distrital de Retalhuleu, Silvia Anabella Jérez, quien de nuevo, sin éxito, buscó realizar la exhumación. Jerez fue asesinada el 22 de mayo de 1998 y desde entonces, el caso quedó estancado en la justicia nacional. Y mientras todo esto ocurría, como explica un cable desclasificado de julio de 1997, el Ejército borraba pruebas. De acuerdo con este informe de la embajada de Estados Unidos, se ordenó eliminar cualquier evidencia relacionada con el caso en dos ocasiones, la segunda en noviembre de 1996.

Todos estos obstáculos han impedido que hasta el momento se haya probado judicialmente hasta que punto el entonces D2, Otto Pérez, participó en la desaparición del guerrillero. “Por supuesto que todas las personas son inocentes hasta ser declaradas culpables, pero aquí ni los militares permiten un juicio justo ni que se le haga justicia”, escribió Harbury en una declaración pública que realizó al volver a Guatemala en 2010.

Sin embargo, por los resquicios de la impunidad se fueron colando algunos testimonios. Dos de ellos fueron de guerrilleros, que al igual que Bámaca, habían sido capturados, su voluntad quebrada con torturas y desde entonces colaboraban con la D2 bajo un estatus un tanto confuso: seguían siendo prisioneros de guerra, pero el Ejército, con el tiempo, les daba ciertas libertades. Uno de ellos era Santiago Cabrera, alías ‘Carlos’, que había pertenecido a la misma columna que Everardo, y el otro, Otoniel de la Roca, ‘alias Bayardo’, exmilitante de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). Con sus relatos en el proceso que se abrió la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) –que acabó con el pago de una indemnización a Harbury- , ambos evidenciaron que La Dos ya no eliminaba a los capturados después de utilizarlos, si no que a los que accedían a colaborar los mantenían permanentemente en toda una red de cárceles clandestinas dispersas por el país.

En su declaración ante la CIDH, ‘Carlos’ aseguró haber visto a Everardo capturado en los destacamentos de Santa Ana Berlín y San Marcos por oficiales de la D2 de la Fuerza de Tarea Quetzal. El testigo incluso explicó que él había sido utilizado como “policía bueno” después de la sesiones de tortura a las que se sometía a Bámaca. ‘Bayardo’ también contó su historia ante la Corte. Él estaba asignado a una unidad de especialistas de La Dos, conocida como El Comando que participaba en la Fuerza de Tarea Quetzal “trabajando a los prisioneros”. Bayardo también vio a Everardo en varios destacamentos, e incluso en la capital. Como señala un cable de la embajada de Estados Unidos de junio de 1994, “la doctrina militar de Guatemala es que es que los prisioneros se interrogan donde son capturados para su información táctica y para la estratégica son trasladados a la capital. El procedimiento estándar es quebrantar su voluntad utilizando el método del ‘good guy-bad guy’”.

A estos testimonios se sumó el de Nery Ángel Urízar, un especialista de la D2 asignado al destacamento de Mazatenango que se acercó al fiscal Arango y le contó como habían “fabricado el cadáver de Bámaca”: el mismo día que Everardo fue hecho preso, asesinaron a un exguerrillero que colaboraba con ellos de características físicas similares. Su nombre era Cristóbal Che Pérez, alias Valentín, y era un ex combatiente del Frente Javier Tambriz de ORPA. Urízar –que sería asesinado en 2009- incluso presentó ante Arango la cédula de ‘Valentín’ y su descripción del cuerpo coincidió la de la autopsia. En su testimonio ante la CIDH, Mario Sosa Orellana, oficial de Inteligencia de la Fuerza de Tarea Quetzal, confirmó que ‘Valentín’existía y había desparecido sin dejar rastro.

Pero ¿qué pasó con ‘Everardo’? Existen al menos tres versiones. Una es la de Julio Roberto Alpírez –otro oficial de la Fuerza de Tarea- que prestó testimonio ante la PGN en 1997, y otra la que circuló en un planfleto redactado en 1996 por un grupo de oficiales. Ambas tienen en común el querer ubicar a Pérez en el momento preciso en Bámaca fue visto por última vez –Alpírez dijo que Pérez se lo llevó en un helicóptero- o achacarle solamente a él la decisión de eliminarlo, incluso en contra de la voluntad del alto mando –la versión anónima. Y eso es precisamente lo que hace sospechosas estas versiones de proceder de sectores opuestos a Pérez en el Ejército.

El tercer testimonio lo aportó una fuente no identificada -su nombre está tachado- a la embajada de Estados Unidos. En un cable del 3 de diciembre de 1994, recogen la versión de este informante anónimo: Bámaca colaboró durante meses con La Dos, pasó por varios destacamentos, incluida la capital, y acabó en San Marcos, donde pretendían que señalara la ubicación de buzones de ORPA, pero repetidamente proporcionó información falsa. ‘Everardo’ violó el pacto que le mantenía vivió y eso habría decidido su muerte, ordenada por la División de Inteligencia Militar de la D2. Eso habría ocurrido alrededor de agosto de 1993, cuando Pérez Molina ya era jefe del EMP –el D2 era Mario Mérida. Jennifer Harbury, en su versión, coincide con esta fecha para situar la muerte de Bámaca. Ella sostiene que fue desmembrado y enterrado en un cañaveral de la Costa Sur.

En lo que coinciden todas las fuentes es que fue la D2 de Otto Pérez la que mantuvo y torturó al guerrillero. Ante la CIDH, el oficial Sosa Orellana confirmó que la mañana en la que –según él- se produjo el enfrentamiento en el que cayó ‘Everardo’, la casualidad quiso que todo el alto mando estuviera reunido en San Ana Berlín con la Fuerza de Tarea Quetzal. Y de inmediato fueron informados. El testigo no mencionó expresamente que Pérez estuviera allí, pero sí que había unos 80 oficiales y estaba el jefe del EMDN, Jorge Perussina, con su plana mayor, de la que sí formaba parte el actual candidato.

VII. El Poder

El Estado Mayor Presidencial (EMP) era una institución singular, que siempre levantó recelos en el Ejército: en teoría estaba sometida a la línea jerárquica de la institución, pero casi siempre se convertía en una fuente de poder para quien la dirigía. Además, el EMP contaba con su propio aparato de inteligencia, El Archivo.

“Era frecuente que todos los presidentes se enamorase de sus estados mayores y así ocurrió entre Otto y Ramiro. Siempre estaban juntos, yo presencié como el EMP copó poco a poco todo el Circulo I del presidente, que es algo más que su defensa de vida, es también administrativo y logístico e incluso de ocio”, describe Héctor Rosada, que fue delegado del gobierno de Ramiro de León en las negociaciones de paz.

Pérez se convirtió en el hombre de confianza del presidente –“fue el presidente de hecho”, asegura Edgar Gutiérrez- y también se hizo con el control de toda la inteligencia militar en el Estado. En El Archivo colocó a Ricardo Bustamante y su sucesor en la D2 fue su segundo, Mario Mérida. A Mérida le sucedió otro protegido de Pérez: José Manuel Rivas Ríos.

El poder acumulado le sirvió para proteger la causa de su presidente, que inicialmente fue también la de la Instancia y el sector privado: depurar el Congreso. A través del programa de Dionisio Gutiérrez, Pérez difundió un famoso video en el que un grupo de los llamados diputados “depurables” negociaban con Serrano. Esta filtración fue simultánea a un campaña financiada supuestamente por Cacif en la que se señalaba cuáles eran los legisladores más corruptos. Además, el EMP proporcionó seguridad al Congreso de los 70, los diputados que sí estaban a favor de que se renovase el legislativo, y que sesionaban en el Teatro Nacional. Los congresistas que se negaban a formar parte de este grupo acusaban a los 70 de haber sido comprados por Cacif.

Los cables desclasificados de Estados Unidos muestran como la cercanía con la presidencia fue instrumentada por el actual candidato para promover su carrera. Lo más polémico fue la reforma a la legislación militar que promovió para reducir la carrera de 33 a 30 años, y permitir que un coronel pudiera ascender a general no luego cinco años, si no de cuatro. Estas dos propuestas fueron interpretadas en la institución armada como un claro intento de beneficiarse a si mismo y su promoción; y, como coincidieron diferentes fuentes, creó gran malestar en el Ejército. “La habilidad del coronel para influir en el rumbo del Ejército tiene preocupado a un gran número de sus superiores. Pérez ha cabildeado estas reformas ante el Congreso; se ha reunido con políticos y empresarios y tiene su apoyo”, comenta un cable desclasificado de abril de 1994. “No es conocido por ser corrupto, pero es bien sabido que utilizó su influencia con Ramiro de León para crearse una posición segura de poder e influencia en el Ejército”, señalaría la misma fuente en noviembre de 1995.

El hecho de que un militar partidario de la paz ocupase una posición tan poderosa, fue un impulso importante al proceso. El papel crucial fue el de Enríquez como Ministro de Defensa, y el de Julio Balconi como negociador, pero Héctor Rosada sostiene que Pérez se convirtió en su principal intermediario con el Presidente. “El esquema Otto, Ramiro y yo funcionó mucho en la paz. Me ayudó muchísimo”, recuerda Rosada.

Además, Pérez junto con Ricardo Bustamente, avanzaron en la desmilitarización del EMP, uno de los temas en la agenda de la Paz. Juntos crearon la primera Secretaria de Análisis Estratégico (SAE) y comenzaron a reclutar a personal no militar para dotarle a la presidencia de su propio sistema de inteligencia civil. Sin embargo, como asegura Edgar Gutiérrez, la transición nunca culminó y la institución siguió tutelada por el Ejército. Este proceso tampoco evitó –añade Gutiérrez- que el EMP fuera utilizado por el siguiente gobierno “como mampara de las operaciones ilegales del Comando Antisecuestros” ni que de él surgiesen los oficiales que asesinaron al obispo Juan José Gerardi.

Los militares continuaron controlando el entorno del Presidente, y abrogándose funciones como la lucha contra el narcotráfico. En junio de 1993, oficiales del EMP detuvieron al narcotraficante mexicano Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán. Ricardo Bustamente fue quien se encargó de entregar al conocido capo a las autoridades mexicanas. Posteriormente, al ser interrogado Guzmán denunciaría que los oficiales del EMP le robaron US$ 1.5 millones, según narra en su libro ‘México en Riesgo’ Jorge Carrillo Olea, que dirigió el operativo de captura.

Además, prosiguió el trabajo de control social que tradicionalmente había llevado a cabo El Archivo. Edgar Gutiérrez, primer titular de la SAE una vez que fue disuelto el EMP, asegura que sus técnicos informáticos encontraron rastros de bases de datos de control poblacional –todos los archivos había sido destruidos- actualizadas hasta 1999. “Estas bases eran ilegales, las entregué al Ministerio Público para la investigación, que nunca se hizo, y a la Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH) para que la gente pudiese consultar si aparecía y cómo aparecía”, relata Gutiérrez.

En el periodo en el que Pérez alcanzó la cumbre de su poder — entre 1993 y 1995- la violencia política siguió como un rumor sordo que nunca abandonaba al país. Pese a los avances que se habían experimentado, se siguieron produciendo crímenes políticos, como los de Epaminondas González, Jorge Carpio, o el juez Ramiro Ogáldez; crímenes cuyos autores intelectuales nunca llegaron a determinarse. En su reporte de 1994 sobre la situación en Guatemala, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos subrayaba que la “persistencia de violaciones a los derechos humanos y el marco generalizado de impunidad”, constituían un gran obstáculo al proceso democrático. En 1993, la PDH contabilizó 196 ejecuciones extrajudiciales no relacionadas con el crimen común. En 1994 la cifra aumentó 269 víctimas. De enero a octubre de ese año se registraron 40 denuncias por desaparición forzada, 21 atentados terroristas y 298 denuncias por servicio militar forzado.

En el último tercio de 1995, Pérez Molina ya había superado los dos años que, normalmente, como máximo, se mantenía un oficial en el mismo destino. Sin embargo, Ramiro de León se negaba a alejarse de Pérez. En varias ocasiones –como recuerda Héctor Rosada- se le recomendó al Presidente que le permitiese ser primer comandante en una zona militar, un puesto que el entonces coronel nunca había ocupado, y que era visto como un requisito para llegar al alto mando. De León prefirió nombrarlo representante en la comisión de negociación de la Paz. Y, aunque en cada ronda de dialogo con la guerrilla tenía que ausentarse del país, Pérez siguió al mando del EMP.

Héctor Rosada asegura que cuando el comandante de ORPA Rodrigo Asturias se enteró de que Pérez participaría en las negociaciones, le felicitó por la nueva “adquisición”. Miguel Ángel Sandoval, en ese entonces delegado diplomático de la Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca (URNG), recuerda que Pérez no tenía la imagen del “militarote” tradicional. “Era curioso eso de ver a un general en jeans”, comenta Sandoval.

VIII. La Caída.

“El maquiavelismo político está profundamente arraigado en el Ejército y continuará”, escribía un analista de la embajada de Estados Unidos en un cable de junio de 1993. Y era cierto. En aquel cuerpo de oficiales, plagado de generales ambiciosos con largas disputas de poder entre si -23 en activo en 1995-, para alcanzar el alto mando no solo era necesario neutralizar a los rivales, si no contar con el favor presidencial. La política partidaria emergió así como un nuevo campo en el que las diferentes camarillas militares dirimirían sus intereses.

Las elecciones de 1995 fueron campo fértil para los rumores. Se sospechaba que el general Ortega y sus fieles “cofrades” –Alfredo Moreno entre ellos- estaban recaudando fondos para la campaña de Alfonso Portillo. Un victoria del Frente Republicano Guatemalteco (FRG) garantizaría el retorno de Ortega al poder, se aseguraba en un cable desclasificado de noviembre de 1995. Y esa posibilidad implicaba necesariamente la caída de Pérez. Más aún cuando se negociaba con la guerrilla una reducción sustancial del Ejército. Un contexto propicio para ejecutar depuraciones de rivales.

Quizás por ello fue que el recién ascendido general Pérez tuvo que identificarse, por defecto, con el bando contrario, el de Álvaro Arzú y el Partido de Avanzada Nacional (PAN). Así se percibía al menos en el seno del Ejército. Empezaron a circular rumores de que la promoción 73 estaban apoyando a Arzú. Incluso, circuló entre los oficiales un panfleto firmado por los llamados Oficiales de la Montaña, en el que se asegura que Roberto Letona, agregado militar en Washington, traía a Guatemala maletas cargadas de dólares para la campaña. La embajada de Estados Unidos, en un cable de 1995, se hizo eco de otro rumor: Ramiro de León cabildeaba con Arzú el nombramiento de Pérez Molina ministro de Defensa.

Fuera o no real la existencia de estos dos bandos, lo cierto es que Álvaro Arzú se hizo presidente y convirtió a Julio Balconi –el único oficial que participó de principio a fin en las negociaciones de paz- en su ministro. Y al asumir Balconi, en enero de 1996, una de sus primeras decisiones fue allanarle el camino a la cúpula a Pérez y su generación: ordenó el retiro de todos los oficiales anteriores a la promoción 73 que no estuviesen ya en el alto mando. Además, Pérez fue inmediatamente ascendido a Inspector General del Ejército. Sería el cargo más alto que alcanzaría en su carrera. “Estos cambios se atribuyen en gran parte a Otto Pérez. Todos asumen que durante su mandato en el EMP de alguna forma se ganó el favor del PAN. El hecho de que haya sido ascendido directamente a Inspector sin antes comandar una zona militar”, analizaba un cable desclasificado de enero de 1996.

A continuación, Arzú aprovechó los negocios de contrabando en los que estaban, supuestamente, involucrados los líderes de La Cofradía para depurarlos del Ejército. Estalló el escándalo de la Red Moreno y con él, cayeron el propio Moreno –que fue detenido aunque saldría pronto de prisión- y fueron forzados a retiro Ortega y sus colaboradores Napoleón Rojas y Jacobo Salán, entre otros.

Sin embargo, una vez destapado el caso, comenzaron a circular listados con otros oficiales que también estarían vinculados con Moreno. Y el entorno de Otto Pérez se vio salpicado. Roberto Letona fue forzado a retiro, también José Luis Fernández Ligorría y Morris Eugenio de León, que era de compañero del general Pérez en las negociaciones de la paz.

Su posible relación con Moreno llevó al actual candidato a entrevistarse con la embajada de Estados Unidos. La conversación fue reflejada en un cable de octubre de 1996. “Pérez es consciente de que se le vincula con Moreno porque su nombre aparece en algunas listas y por las sospechas de involucramiento de su cuñado Otto Rember Leal con Moreno. Pérez reconoció que había recibido una figura cerámica como un regalo de cortesía de Moreno”, se lee en el telegrama.

A continuación, la embajada asegura que quienes quieren inculpar a Pérez mencionan que Pérez sucedió a Ortega en el EMP y que por tanto es posible que hubiera seguido apoyando las actividades de Moreno. “Hubiera sido fácil para Pérez seguir colaborando y acumular cierta fortuna personal”, menciona la embajada. Sin embargo, el general lo negó. Admitió que fue tentado por compañero de promoción, pero lo rechazó.

Todas estas acusaciones de corrupción permitieron a Arzú, una vez que la Paz fue firmada en diciembre de 1996 y los oficiales dejaron de ser aliados necesarios, hacer tabla rasa en el Ejército. “Si por él hubiera sido, habría sacado a todos”, asegura Héctor Rosada.

El entonces presidente mandó a retiro a 14 generales, se deshizo de todo el alto mando y convirtió a Marco Tulio Espinoza en su favorito. En un Ejército totalmente dominado por la infantería, Espinoza se convirtió en el primer oficial de la Fuerza Aérea en ser ministro. También sería el único general en ser jefe el EMP, del EMDN y Ministro en el mismo periodo presidencial.

Otto Pérez fue asignado a la Junta Interamericana de Defensa, una defenestración en toda regla.

“Él había sido muy importante en la firma de la Paz. Era un oficial que siempre había mostrado apertura y una comprensión muy sagaz de los temas políticos. Nunca acabamos de entender por qué el presidente, aunque tenía la potestad para hacerlo, tomó esta decisión”, recuerda Eduardo Stein.

“Lo malo del Ejército es que hay que pasar toda la vida aprendiendo a obedecer, sin derecho a cuestionar nunca, antes de poder mandar”, comenta Héctor Rosada. A Otto Pérez, el momento de mirar desde la cumbre a todos los oficiales a sus pies, nunca le alcanzó. En 2000, con la llegada al poder, esta vez sí, de Alfonso Portillo –y con el general Ortega tras de sí-, Pérez fue puesto en “situación de disponibilidad”, no era un retiro, pero tampoco se le asignaba ninguna función en el Ejército. Él prefirió retirarse de manera voluntaria. Y pronto, siguiendo con el precepto de su mentor Alejandro Gramajo, optó por seguir la guerra, su guerra por el poder, a través de la política. Fundó el Partido Patriota y su pasado le siguió persiguiendo. Sus dos hijos sufrieron atentados que les forzaron al exilio y su esposa también fue intimidada.

Pero sus seres queridos, aún sin la protección del Ejército, esquivaron la muerte con la misma fortuna que él había sobrevivido a una emboscada del EGP en Nebaj en 1982, o a un grave accidente paracaidista en 1983. A Otto Pérez siempre le persiguieron las sombras; de la muerte, de la duda por crímenes cometidos; además de la mirada escrutadora de Jennifer Harbury, presente hasta nuestros días, pero él, por pura suerte o inteligencia, siempre caminó diez metros por delante.

Héctor Rosada ha dedicado buena parte de su vida académica a estudiar y comprender a los militares –porque como explica “chafa y pachuco van a ser siempre cosas distintas”- y asegura que tras Mario Enríquez, Otto Pérez es el mejor oficial del Ejército que ha conocido. Pero eso no quiere decir que fuera una paloma rodeada de halcones. “En el Ejército, todos eran halcones, solo algunos, a veces, actuaban como palomas. Pero todos son siempre soldados. Unos malos y otros buenos”, concluye Rosada.

--

--

Asier Andrés

Periodista de Investigación, me gusta pensar. España/Centroamérica. Puedes escribirme a aandresgt@gmail.com