Sara
2 min readFeb 12, 2019

Conocí a Antonio de Santillana el día que su abuela murió, en el cementerio, cuando casi caigo a una jardinera por llevarle flores a mi padre.

Él iba en el cortejo, se detuvo un minuto, extendió su mano y me ayudó a recobrar el equilibrio.

Su silueta resplandeció con los rayos del sol que brillaron detrás de él.

Tenía 25 años, y a pesar del dolor que seguramente sintió aquel día, me dedicó una breve sonrisa antes de continuar su camino. La tumba de su abuela estaba cruzando el corredor que dividía a los lotes.

Mientras llenaba los floreros con agua limpia, y separaba las rosas que llevaba para mi padre, sentí su fugaz mirada sobre mí.

La corriente de aire que sopló, llevó hasta la tumba de mi padre los rezos, cerré los ojos y oré en silencio.

Fue un 31 de Marzo cuando él partió, era lunes, hacía calor y yo recién había vuelto del internado. Habíamos planeado pasar el día juntos, pero la soberbia de pensar que era dueña del tiempo, me hizo postergar nuestra cita para después. Pero después el tiempo no vuelve, después no hay reuerdos, después la vida se va.Él murió súbitamente a causa de un infarto y ni siquiera pude despedirme. A mi me tocó recoger sus cosas del taller que con tanto sacrificio había abierto años atrás, yo puse la primera veladora en la cabecera de su féretro. Yo lloré en silencio su ausencia frente a las personas que acudieron aquella noche a rezar.

Antonio de Santillana y yo compartimos aquel día el mismo dolor, a pesar de no conocernos nos fundimos en un sentimiento indeleble. Al salir del panteón nuevamente nuestros caminos se cruzaron. Barajeamos entonces un sin fin de posibilidades mientras tratábamos de unir los trozos de nuestro corazón roto.