10 cuentos que me dan envidia
(Nota: el texto está actualizado con explicaciones más detalladas sobre los cuentos elegidos, y enlaces a versiones en línea de aquellos que se encuentran disponibles.)
Estoy traduciendo varios cuentos de una antología en inglés. Es un trabajo urgente. De hecho debería estar ocupado en eso ahora, en vez de estar escribiendo una nota en Medium. Pero la traducción me dio esta idea.
La calidad de los cuentos en general es alta, pero no todos son igual de buenos. Las virtudes y los defectos de cada uno se realzan a la hora de traducirlos. Traducir es una tarea que implica —si se quiere hacerla al menos medianamente bien— leer con cuidado y prestar más atención de la que suele prestarse a las palabras y las frases, para entenderlas en el contexto de su propia lengua y tratar de figurarse un contexto similar en la lengua a la que se va a traducirlas. Cada torpeza se contrapone a cada logro. Cada palabra mal colocada, cada frase hecha que se repite, opaca un tanto los pasajes brillantes.
Y traduciendo los cuentos que debo traducir —pasándolos por el filtro de esa lectura cuidadosa— me doy cuenta de que ninguno me ha dado envidia. En ningún caso he pensado “Cómo me habría gustado escribir esto” ni nada parecido. Al menos, no hasta ahora.
¿Cómo llega uno a pensar algo así? ¿Qué hay en un cuento que provoque el deseo de haberlo escrito uno mismo, la admiración que colinda con la envidia? Repito: hay cuentos muy buenos en el libro, y algunos son, además, de autores muy celebrados: de esos que tienen fans que hablan de ellos usando sólo el nombre de pila y para los que cualquier cosa firmada por sus ídolos es una obra maestra.
La primera parte de la respuesta a mi pregunta debe estar justamente allí: la admiración que lleva a la envidia no es la admiración de un lector, por muy devoto que pueda ser. Es la de otro escritor. Un colega, por grande que pueda ser la distancia que separa a uno del otro. Alguien que conoce el esfuerzo simple y repetido de escribir, más allá de la pretensión y las medias verdades tras de las que los escritores solemos ocultar las partes menos glamourosas de nuestro propio trabajo.
La segunda parte: es una admiración que no se siente por las obras de los maestros. Aquellas lecturas iniciales, fundamentales, que nos dieron la bienvenida a la lectura e incluso nos llevaron a tratar de escribir (que “fueron” la literatura, como alguna vez escribió Borges, que para mí es de los maestros, de los que no tiene sentido envidiar ni imitar nada), esas obras están para siempre fuera de nosotros, ajenas a nuestras posibilidades.
Y para terminar: lo que se envidia tiene que ver no con el resultado final, con la impresión general que deja el texto al ser leído, sino con su hechura: con sus detalles, sus complejidades, sus formas auténticas o engañosas de alcanzar la sencillez (o de sugerir la sinceridad). Por esta razón llegué a pensar en el tema tras largos ratos de lectura atenta: la admiración por los detalles en un texto no llega de golpe sino que es producto de volver a él, una y otra vez; de releerlo a causa de que el efecto producido por esos detalles atrae de forma irresistible y no se puede articular, describir de primera intención.
Por esta razón, también, las obras más envidiadas no sólo pueden ser de autores poco conocidos, sino que pueden no ser las más apreciadas de esos autores. Lo que hay en ellas es una forma concreta de posibilidades a nuestro alcance —o que creemos a nuestro alcance, con razón o sin ella— que jamás se nos había ocurrido realizar hasta que las tuvimos delante.
He aquí diez cuentos que a mí me dan envidia por las razones anteriores. Los he leído muchas veces. La felicidad que me da el hecho de que existan (sorda, no del todo perfecta, porque no se me quita la idea de que tal vez yo mismo habría podido escribirlos, en otra Historia y otra vida) no puede transferirse ni explicarse del todo, supongo, porque depende de una relación estrecha con ellos que otras personas podrían no llegar a tener.
1. “La casa vacía” de Algernon Blackwood por la caracterización del personaje de la tía Julia. El argumento es el de incontables historias de fantasmas (casa embrujada, pretextos endebles para entrar en ella, experiencias cada vez más inquietantes) pero lo creíble del miedo de la tía, lo humano de su debilidad en el momento en que es imposible negar que los fantasmas que tanto buscó existen de verdad, es a la vez ridículo y conmovedor, como tantas cualidades humanas.
2. “La butaca humana” de Edogawa Rampo por su premisa inicial (no es el comienzo del argumento sino su imagen central: el hombre encerrado en una butaca hueca, expuesto a la atracción erótica de quien se sienta en él y a la vez totalmente aislado), una idea deslumbrante y que se sigue tersamente durante la mayor parte de la narración. El cuento tropieza al final y no termina de quedar del todo a la altura de su premisa; pasa lo mismo con algunos otros textos que parecen impulsados por una sola idea muy llamativa. Otro ejemplo es “La enciclopedia de los muertos” de Danilo Kiš.
3. “Las mujeres que los hombres no ven” de Alice Sheldon (con el seudónimo de James Tiptree, Jr.), por las dos mujeres que están en su centro. Cada detalle de sus conversaciones, su aspecto, sus actos está ahí para sugerir la extrañeza de sus vidas, pero ésta refleja, distorsionadas, las dificultades reales de muchas mujeres en su época y en ésta: la sensación de encierro y la voluntad de supervivencia.
4. “La tercera orilla del río” de João Guimarães Rosa por su misterio: sin recurrir a ningún elemento evidentemente fantástico, las acciones de su personaje central –el padre del protagonista y narrador, que elige “mudarse” a la corriente de un río y pasar su vida sobre el agua, en una canoa– lo convierten en un personaje indescifrable, de conducta misteriosa hasta lo increíble. “Wakefield” de Nathaniel Hawthorne (por dar un ejemplo) se refiere a un individuo aislado del mundo de forma similar, pero su narración en tercera persona está focalizada en ese mismo personaje; por el contrario, la perspectiva ajena al padre en el cuento de Guimarães lo vuelve todavía más enigmático, porque sus pensamientos nunca se conocen.
5. “La trama celeste” de Adolfo Bioy Casares por la forma en que hace convivir lo trivial, lo vulgar, con lo increíble. El piloto Morris pasa a un universo paralelo pero “no entiende nada y se cree víctima de un complot”; su testigo, el doctor Servian, quiere acompañarlo de regreso pero no por curiosidad científica o fascinación visionaria sino para escaparse de una decepción amorosa.
6. “Lo mejor del nuevo horror” de Joe Hill por su reflexión no sobre la escritura –un lugar común en las obras sobre escritores y literatos– sino sobre la lectura, y en especial la lectura concentrada y constante, vuelta parte de la vida. El protagonista, Eddie Carroll, es editor y por tanto un tipo muy particular de lector profesional; al verse metido en sucesos muy semejantes a los de las historias de horror que son su especialidad, el texto sugiere que la escritura y sus muchas huellas pueden repercutir en la vida real y no sólo al revés.
7. La serie “Mundo adulto” de David Foster Wallace por su textura: la narración finge ser el plan de una narración, incluyendo notas con abreviaturas inciertas y pasajes que se dejan deliberadamente sin desarrollar, lo que se contrapone –por impedir que el lector se deje “atrapar” ingenuamente por la trama y se olvide del artificio de la ficción– con la seriedad de su argumento y su mirada durísima de una relación de pareja.
8. “El evangelio del hermano Pedro” de Álvaro Uribe por el ingenio de su argumento. Ambientado en la Europa medieval, el cuento muestra con un mínimo de descripciones e información adicional cómo el entorno terrible en el que vive el copista, Pedro, lo lleva a convencerse de la verdad del argumento teológico –herético– que está encargado de transcribir, y por el que ya ha denunciado a su autor ante la Inquisición. Al final él mismo se convierte en parte de una versión blasfema de la historia de la Pasión, en un mundo que parece más allá de toda redención posible y cuyo creador está más interesado en la elegancia y belleza de su obra que en el sufrimiento de sus creaturas.
9. “La mujer de Gogol” de Tommaso Landolfi por su capacidad para lo grotesco. El cuento utiliza a un personaje real –el mismísimo Gogol– pero no se detiene a ajustar los sucesos que cuenta sobre él a “lo que se sabe de su biografía”, como exigen los lugares comunes sobre la narración histórica; a la vez, las referencias a la obra y a su entorno son exactas y muy certeras, y la combinación desconcierta, repele y fascina a la vez.
10. “Cabecita blanca” de Rosario Castellanos por su narradora, que se revela indigna de confianza y cuenta sin querer una historia totalmente distinta de la que cree estar contando. Hay muchos ejemplos de narradores semejantes, desde Henry James hasta Christopher Priest, pero el cuento de Castellanos es un ejemplo deslumbrante y compacto de esa técnica: la diferencia entre lo que se dice y la realidad que se entrevé detrás es enorme y describe no sólo a un personaje sino a buena parte de una sociedad.
El 2 de febrero agregué algunas palabras respecto de cada cuento para explicar (pese a todo) la atracción que ejerce cada uno de estos textos.
¿Cuáles son los cuentos que les dan envidia a ustedes?
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