La otra cara de la justicia
Poco a poco la justicia restaurativa se abre paso en España. Las víctimas de atentados terroristas, robos y otros delitos se reúnen con los victimarios frente a frente en unos encuentros que buscan reparar el daño causado y contribuyen a dar una segunda oportunidad a los ofensores. En este reportaje, los participantes relatan su experiencia.
El 25 de mayo de 2011, Iñaki García Arrizabalaga entró en una pequeña habitación de la sede del Gobierno Vasco en Vitoria. La sala, de decoración espartana, solo tenía una mesa y dos sillas. Iñaki se sentó en una de ellas y, tres minutos después, apareció Fernando de Luis Astarloa, que ocupó el otro asiento. Eran las diez de la mañana. Cuatro horas después, cerca de las 14:00, llamaron a la puerta. Fernando tenía que volver a la prisión de Nanclares de Oca, en Álava. Se levantó y, antes de marcharse, dijo: “Bueno, Iñaki, yo no soy del comando que asesinó a tu padre, pero como militante de ETA debo asumir todos los atentados de la organización, y en ese sentido quiero pedirte a ti y a tu familia perdón por lo que os hemos hecho”. Era la primera vez en 31 años que alguien “de ese mundo” le pedía perdón a Iñaki García por todo el dolor y el daño causado a su familia. Y lo hacía en el primer encuentro restaurativo celebrado en España entre un miembro de ETA y una víctima del terrorismo.
Este encuentro es uno más de los que han permitido a víctimas y verdugos reunirse dentro de la llamada justicia restaurativa.
“QUIERO PEDIRTE PERDÓN POR LO QUE OS HEMOS HECHO”,
Fernando de Luis Astarloa, exterrorista
La justicia restaurativa, también conocida como reparadora o participativa, es un modelo complementario de justicia centrado en reparar el daño causado a las víctimas, más que en castigar a los delincuentes. Si la reparación es una de sus claves, la otra es la responsabilización del delincuente: el infractor reconoce los hechos y hace suyo el delito cometido, una asunción que puede favorecer su reinserción social.
Los principios de la justicia reparadora toman cuerpo a través de diversas prácticas: mediación, conferencias, círculos de diálogo… y encuentros restaurativos, que reúnen cara a cara a las partes directamente implicadas en los delitos: víctimas y victimarios. La comunidad también queda implicada en estos procesos, ya que “un delito, aunque tenga una persona concreta que sufre esa acción, también victimiza a toda la sociedad y violenta la convivencia”, explica Idoia Igartua, doctora en Derecho Penal y facilitadora en el Laboratorio de Teoría y Práctica de Justicia Restaurativa del Instituto Vasco de Criminología.
En palabras de Igartua, “participar en un proceso restaurativo exige un esfuerzo que no exige un proceso judicial. Confrontar los daños que has generado o confrontarte con la persona que los ha provocado requiere un esfuerzo monumental por ambas partes”. Para hacer frente a estas dificultades, los participantes suelen ser preparados por un mediador, que puede estar o no presente en el encuentro.
Canadá, 1974
La justicia restaurativa no es reciente. Procede de prácticas tribales donde la comunidad participaba activamente en la resolución de los conflictos con las personas implicadas. Pero las herramientas que se aplican hoy en día empezaron a surgir en Estados Unidos y Canadá, en el marco de los movimientos sociales de las décadas de los 70 y 80.
El primer encuentro restaurativo se celebró en 1974. La noche del 22 de mayo de aquel año, dos jóvenes vandalizaron la pequeña ciudad de Elmira, Ontario, en Canadá. Durante el proceso judicial, el agente de libertad condicional Mark Yantzi convenció al juez de que, además de acatar la sentencia, los jóvenes se reunieran con todas las personas afectadas y asumieran plenamente la responsabilidad de sus acciones. Para Yantzi, estos encuentros podrían tener un valor terapéutico y ayudar a los infractores a pagar su deuda directamente a los afectados: las víctimas.
El éxito de este caso dio origen al primer programa de justicia restaurativa: el Programa de Reconciliación Víctima y Ofensor (VORP, por sus siglas en inglés), que se puso en marcha en Estados Unidos y Canadá en 1977, el mismo año que el psicólogo Albert Eglash acuñó el término “justicia restaurativa”.
A nivel mundial, Noruega, Bélgica y el estado de Colorado en EEUU cuentan con los servicios de justicia reparadora más completos: ofrecen estas prácticas en cada etapa de sus sistemas penales, y para todas las edades y tipos de delitos. Otros países están más enfocados en la justicia juvenil, como Nueva Zelanda, Australia o la mayoría de los asiáticos.
Los sistemas de justicia reparadora más antiguos y mejor integrados de Europa se encuentran en Finlandia, Noruega y Bélgica. También tiene un notable desarrollo en Inglaterra, Gales e Irlanda. Virginia Domingo, presidenta de la Sociedad Científica de Justicia Restaurativa, señala que, en general, los países del sur son más reacios a adoptar este tipo de iniciativas.
La justicia restaurativa en el continente europeo se caracteriza por la experimentación y la variedad de prácticas, debido a la diversidad de tradiciones y sistemas judiciales. Se ha utilizado como alternativa a la violencia paramilitar en Irlanda del Norte, para hacer frente a las necesidades de reforma judicial en Europa del Este, o en forma de iniciativas pioneras de la Unión Europea. En España, los procesos restaurativos más conocidos se han celebrado en el ámbito del terrorismo.
Encuentros con el terror
A lo largo de 2011 y 2012 se celebraron en el marco de la Vía Nanclares una serie encuentros restaurativos entre presos de ETA y víctimas de la banda; entre quienes sufrieron violencia terrorista y quienes la ejercieron y cumplían pena por ello.
La Vía Nanclares consistió en la aplicación de una política penitenciaria más flexible para los presos disidentes de ETA que manifestaron públicamente su rechazo a la violencia. La nueva prisión de Nanclares de la Oca (Álava), inaugurada en 2011, fue el destino de la mayoría de ellos. Allí, el autodenominado grupo de “Presos comprometidos con el irreversible proceso de paz” solicitó poder reunirse con víctimas.
La Secretaría General de Instituciones Penitenciarias pidió a un equipo de expertos que dirigiera una experiencia piloto, que coordinó la mediadora Esther Pascual. A principios de 2011 los facilitadores empezaron a trabajar con los internos de Nanclares. La Dirección de Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco contactó con un grupo víctimas que, por su experiencia, se pensó que podrían estar interesadas.
Víctimas y victimarios participaron en entrevistas individuales que los prepararon para los encuentros, que solo se produjeron una vez los mediadores tuvieron la seguridad relativa de que la experiencia no provocaría más daño a las partes. En mayo de 2011 se celebraron los primeros cuatro encuentros; en total se completarían catorce.
Para Iñaki García Arrizabalaga, protagonista de la primera reunión restaurativa, estos encuentros fueron “la herramienta más deslegitimadora de la violencia que ha existido”.
Iñaki García Arrizabalaga tenía 19 años cuando su padre, Juan Manuel García Cordero, de 53 años, fue asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas (CAA), una rama escindida de ETA.
“EL PRIMER PERJUDICADO DE ODIAR SISTEMÁTICAMENTE ERES TÚ MISMO”,
Iñaki García, víctima de los CAA
En 1980, Iñaki cursaba el segundo año de Ciencias Económicas y Empresariales en San Sebastián, donde vivía con sus seis hermanos y sus padres.
La mañana del 23 de octubre llovía mucho en la ciudad y su padre se ofreció a acercarle en coche a la universidad, de camino a la central de Telefónica de la que era delegado provincial. Pero Iñaki prefirió coger la bicicleta. “Y esas fueron las últimas palabras que cruzamos”.
Pocas horas después, Juan Manuel apareció muerto en el monte Ulía, que crece, selvático, al norte de la ciudad. “Nunca había sido amenazado, no llevaba escolta, solía llevar a sus hijos en el coche al colegio, salía a pasear con su familia”, cuenta Iñaki. Toda la familia subió al monte y se abrió paso hasta un descampado, donde la policía esperaba junto a un bulto tapado con una manta. “Nos acercamos, la policía levantó la manta y vimos sentado en el suelo, con las manos detrás de la espalda atadas a un árbol y con dos tiros en la cabeza, el cadáver de mi padre. Y eso es lo último que recuerdo de ese día”, afirma Iñaki.
Tras el asesinato de su padre, Iñaki entró en una espiral de odio. “Yo pensaba que como buen hijo era eso lo que me tocaba hacer, que me tocaba rechazar todo ese mundo que había hecho tanto daño a mi familia”. Tras la Navidad de 1984, por iniciativa de su madre, se marchó a Londres a terminar la carrera. Allí, separado de San Sebastián y de todo lo que implicaba, se dio cuenta de que había tocado fondo y de que tenía que salir de ese pozo de rencor. “El primer perjudicado de odiar sistemáticamente eres tú mismo. Pensé: esta gente ha asesinado a mi padre: ¿quiero que me maten a mí en vida?”.
Al regresar a San Sebastián, Iñaki empezó a trabajar en el movimiento por la paz y la reconciliación con diversas asociaciones. En 2011, su amiga Maixabel Lasa, entonces directora de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, le informó de que algunos presos de ETA habían hecho una reflexión crítica hacia la violencia y de la posibilidad de iniciar un proceso de mediación con ellos. Iñaki se mostró a favor.
Durante cuatro meses, de enero a abril de 2011, mantuvo largas entrevistas con Esther Pascual, la coordinadora de los encuentros restaurativos de la Vía Nanclares. Esta mediadora le comunicó que se encontraría con Fernando de Luis Astarloa, un exmiembro de ETA que cargaba con dos delitos de sangre y que ya había cumplido 21 años de los 100 a los que había sido condenado.
El 25 de mayo de 2011, Iñaki García Arrizabalaga y Fernando de Luis Astarloa se reunieron en el primer encuentro restaurativo para delitos de terrorismo celebrado en España. Iñaki recuerda que lo primero que hizo fue narrarle a Astarloa “con pelos y señales” cómo se había quedado su familia después del asesinato de su padre: “Le conté todo el dolor, todo el sufrimiento, todo lo que pasé yo, mis hermanos, mi madre. Recuerdo que sus primeras palabras fueron: ‘¡Joder, qué fuerte!’”.
Iñaki quería saber la respuesta a muchas preguntas: por qué alguien entra en ETA, qué pasa por su cabeza cuando le despoja la vida a otra persona, cómo se vive con ello. “Me contó que ellos no ven personas, sino un objetivo militar a liquidar, cosifican totalmente a la persona. Esa es la perversión de la lógica militarista”. Pero, en la cárcel, tras aquella vorágine de militancia, Fernando tuvo tiempo de pararse a reflexionar sobre el daño que había causado. En enero de 2010 firmó, junto a otros cinco presos de ETA, una carta en la que anunciaban su desvinculación “por voluntad propia” de la banda armada.
Tras escuchar su relato, Iñaki afirma que se dio cuenta de que “tenía enfrente a una persona que hacía una autocrítica muy sincera de su pasado, que se encontraba profundamente arrepentida, que reconocía la injusticia y lo irreparable del daño causado y que tenía que vivir para siempre con eso”.
En 2014, cuando salió de prisión después de 24 años, Fernando de Luis Astarloa se trasladó a Vitoria. Un día llamó a Iñaki y le invitó a comer. Desde entonces, se reúnen dos o tres veces al año y conversan sobre todo tipo de temas. “Una de las cosas que más me impresiona es que parece que cada vez es más consciente de lo que hizo. Una vez me dijo: ‘Mira, Iñaki, tú no te das cuenta, pero yo cada vez que me voy a la cama me meto pensando en las personas a las que he asesinado’”. La última vez que se vieron fue el 18 de noviembre de 2021.
El 23 de octubre de 2021, 41 años después del asesinato de Juan Manuel García Cordero, el Ayuntamiento de Donostia colocó una placa en su memoria. Su caso es uno de los más de 300 crímenes sin resolver de ETA.
Cara a cara
El caso de Froilán Elespe Inciarte, concejal del Partido Socialista de Euskadi, es otro de los crímenes no esclarecidos de ETA. En 2001, Elespe, de 54 años, fue asesinado en un bar de San Sebastián con dos disparos en la cabeza. Estaba casado y tenía dos hijos. Uno de ellos, Josu, se reunió con un preso de ETA diez años después, en la segunda fase de los encuentros celebrados en el marco de la Vía Nanclares.
El encuentro tuvo lugar un sábado de noviembre de 2011. Aquel día, Josu Elespe se levantó muy temprano, salió a correr para despejarse, y luego condujo su coche hasta la prisión de Nanclares de la Oca, con la música de Andrés Calamaro sonando de fondo.
Josu llegó poco antes de las 10.30 al aparcamiento de la prisión, desde donde le guiaron a una sala con cuatro sillas dispuestas en rombo. Se sentó con un mediador a cada lado. Valentín Lasarte, condenado a 216 años por seis asesinatos, estaba frente a él. La curiosidad fue lo que inicialmente empujó a Elespe hasta aquella silla, pero después se dio cuenta de que “sin saberlo, en el fondo también tenía la necesidad de que, quienes me hicieron tanto daño, reconocieran la injusticia de lo que hicieron”.
“ERA COMO LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL, COMO LA SALIDA PERFECTA”,
Josu Elespe, víctima de ETA
Durante las tres horas que duró la reunión, víctima y victimario hablaron de su pasado, de cómo afectó a su familia el asesinato, de la vida fuera de la cárcel, que Lasarte no conocía desde hacía quince años, de los hijos de cada uno… “Yo me quedé muy satisfecho. Me di cuenta de lo bien que me había venido aquello a nivel personal y de la fuerza que un encuentro de este tipo tenía a nivel social. Era como la luz al final del túnel, como la salida perfecta”, explica Josu.
Un año después se cruzó con Lasarte en la calle y conversaron brevemente. No le ha vuelto a ver desde entonces. Sí mantiene el contacto con el preso Ibon Etxezarreta, con quien se encontró por primera vez en el apartamento del mediador Eduardo Santos. “Estuvo muy bien lo que me dijo. Fue diferente porque Ibon es más de mi edad, del mismo pueblo que yo y expresa muy bien sus sentimientos”, afirma Elespe. Por aquellas fechas la Vía Nanclares ya había quedado zanjada.
Últimos encuentros en Nanclares
Cuando la prensa dio a conocer las primeras reuniones restaurativas, algunas víctimas acusaron a los participantes de minimizar la responsabilidad de los exterroristas. A principios de 2012 el nuevo gobierno del Partido Popular, sensible a los argumentos de los detractores, frenó los encuentros. El 30 de abril el Gobierno de Mariano Rajoy puso en marcha su propio programa de reinserción, que permitía a las víctimas que lo solicitaban reunirse con los presos de ETA, pero sin ningún tipo de preparación previa.
El 22 de junio de 2012 Consuelo Ordóñez, hermana del concejal de San Sebastián Gregorio Ordóñez, se reunió con Valentín Lasarte, que en 1995 había participado en el asesinato del político vasco. La experiencia de Ordóñez fue muy distinta a la de Elespe. La actual presidenta del Colectivo de Víctimas del Terrorismo había manifestado previamente que su intención era desenmascarar la vía de reinserción del gobierno y demostrar que el arrepentimiento de los presos no era sincero. Ordóñez no obtuvo las respuestas que buscaba sobre los crímenes no resueltos de ETA.
Robert Manrique, víctima del atentado de Hipercor, también se reunió con un preso de Nanclares en junio de 2012. El suyo y el de Ordóñez son los únicos encuentros que se celebraron dentro del nuevo programa de reinserción del Gobierno popular.
“ENTRÉ EN UN MUNDO TOTALMENTE DESCONOCIDO”,
Robert Manrique, víctima de ETA
“Me conozco todos los mercados de Madrid”. Robert Manrique aún visita las carnicerías de los países a los que viaja “para ver los inventos que hacen ahora”. En 1987, con 24 años, casado y con un hijo de tres años y otro de diez meses, Manrique trabajaba como carnicero de turno de mañana en el Hipercor de Barcelona. “Mi vida transcurría entre mi trabajo, mi familia y, hay que decirlo, el Barça”.
El jueves 18 de junio, su compañero de tarde le pidió que le cambiara el turno. “Recuerdo que le dije que sí, que no había ningún problema. Incluso pensé en mi hijo el mayor, que ya tenía tres añitos y quería ir al trabajo de papá, y dije: ‘Pues aprovecho y mañana por la tarde mi mujer baja con los críos y les enseño el Hipercor’”. Así que al día siguiente por la mañana se fue con un amigo a jugar al tenis y por la tarde, a las 14:30, entró a su puesto de trabajo de cada día.
Aquel viernes 19 de junio de 1987 tuvo lugar en el Hipercor de Barcelona el atentado más mortífero de la historia de la banda terrorista ETA. El Comando Barcelona, formado por Josefa Ernaga, Domingo Troitiño y Rafael Caride Simón, jefe del comando, había colocado un explosivo en un Ford Sierra robado que aparcaron en el garaje del establecimiento. A las 16:08 se produjo la explosión, que voló la primera planta del garaje y abrió un cráter de cinco metros de diámetro en el suelo del hipermercado, por el que entró la onda expansiva y la bola de fuego que provocó la muerte a 21 personas, y heridas a otras 45, entre ellas a Robert Manrique.
“A partir de ese momento sufrí un cambio de vida radical. De trabajar como carnicero y tener tu familia, tus historias, tu horario de trabajo, a entrar en un mundo totalmente desconocido”, dice Manrique. La explosión del coche bomba le causó quemaduras graves en la cara, la cabeza, los brazos, las manos y la pierna derecha. Como resultado, le tuvieron que injertar piel de las nalgas y de la pierna en brazos y manos.
Dos años después, en 1989, comenzó su compromiso con la defensa de los derechos de las víctimas de terrorismo, incluido después el yihadista. “Empecé contactando con 14 víctimas que había entonces y ahora llevo ya 34 años de experiencia”.
En marzo de 2011, cuando el coordinador de la red ciudadana Lokarri (palabra vasca que designa lo que sirve para unir), Paul Ríos, le propuso reunirse con Rafael Caride, Manrique no vaciló: “Evidentemente dije que sí. No iba a negarle a un terrorista el derecho que la ley le da a intentar reparar el daño causado a sus víctimas”.
Paul Ríos recuerda que Manrique puso dos condiciones: la primera, que Caride le enviase una carta explicando por qué pedía esa reunión y qué era lo que buscaba y, la segunda, que no le pidiese perdón.
La carta, firmada por ocho exmiembros de la banda, llegó en mayo de 2011. El 20 de octubre de ese año, ETA anunció el cese definitivo de la actividad armada. Manrique confiesa que, si la invitación para reunirse con Caride le hubiera llegado después de esta fecha, no la hubiese aceptado. “Siempre habría tenido aquella duda de si lo estaba haciendo para conseguir algún beneficio, porque una vez que ETA no existe, cada uno tenía que buscarse la vida”.
En junio de 2012 Robert Manrique y Rafael Caride se reunieron en uno de los encuentros restaurativos más mediáticos y controvertidos hasta el momento. Como explica Paul Ríos, algunas víctimas vieron estas reuniones como una suerte de blanqueo, “pero cuando organizas un encuentro de este tipo hay que pensar en las personas, no en si va a ayudar o no a la convivencia, a la reconciliación ni a nada”.
En el camino de vuelta a Barcelona, Manrique llegó a una conclusión: “Viendo los resultados, si no hubiera hecho la entrevista estaría enfadado conmigo mismo”. Ríos cree que para Caride también fue positivo, “porque era una necesidad suya interior el saber lo que había hecho y tratar de explicárselo a una de las víctimas”.
Rafael Caride obtuvo el segundo grado en 2017 y salió de prisión en 2019. Para Manrique, “es evidente que el hecho de que el delincuente, en este caso el terrorista, se entreviste con alguna de sus víctimas, le da una segunda oportunidad, que es la que le da la legislación”.
Actualmente, Robert Manrique prepara un libro que publicará el Ayuntamiento de Barcelona. “La única condición que he puesto es que se titule Cambio de turno. Con eso queda todo resumido: un cambio de turno en tu trabajo que te cambia la vida”.
Buscando respuestas al 11M
“Siempre me pido el café con helado”, dice Jesús Ramírez mientras toma asiento en una mesa junto a la ventana de una cafetería de Vallecas, en Madrid. Ramírez es un hombre de costumbres o, como él dice, “un hombre muy metódico”.
El 11 de marzo de 2004 hizo lo mismo que cada día: se levantó a las siete menos cuarto, se duchó, desayunó, compró el periódico y cogió el tren. Aquella mañana, entre las 7:36 y las 7:40, fueron detonados diez explosivos en cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid. El de Jesús fue uno de ellos. El atentado, perpetrado por Al Qaeda y el Grupo Islámico Combatiente Marroquí, se saldó con 193 fallecidos y cerca de 2000 heridos.
A Jesús, los recuerdos del ataque le llegan entre flashes y nebulosas. “Recuerdo que me tambaleé y caí encima de un señor. Después, recuerdo no saber muy bien dónde estaba ni qué había sucedido”. En la ambulancia, aún desorientado, pidió que le dejaran marchar para llegar al trabajo. Tenía el 70% del cuerpo quemado.
Jesús Ramírez era diseñador gráfico y maquetista en la revista Información Comercial Española del Ministerio de Industria, Comercio y Turismo. “Me gustaba mucho lo que hacía, pero tuve que dejarlo”. Tras el atentado, estuvo ingresado casi cuatro meses y, durante años, arrastró graves secuelas físicas y psicológicas.
Pero Jesús no abandonó su pasión por completo: ha escrito, autoeditado y maquetado ocho libros. Entre ellos Vegetando entre vivos, en el que relata la experiencia del 11M.
En la cafetería, Jesús va pasando las páginas, repletas de sus propias anotaciones y subrayados. El libro aborda varias cuestiones, como el atentado, su tiempo en el hospital o su experiencia en la Asociación 11-M Afectados por el Terrorismo, de la que fue presidente y vicepresidente. Cuenta, por ejemplo, la historia de un hombre que había perdido un hijo y que un día se acercó a la asociación con el único propósito de poder hablar con alguien. “Fue un periodo en el que la gente no necesitaba dinero, no necesitaba ayudas; lo que necesitaba era hablar”.
Jesús tenía la misma necesidad. “Yo soy muy preguntón, y solo quienes han cometido el delito pueden dar a las víctimas una serie de respuestas”. Para encontrarlas, entró en contacto con Julian Ríos Martín, mediador y profesor de derecho penal en la Universidad de Comillas. Ríos concertó un encuentro con José Emilio Suárez Trashorras, el hombre que facilitó los explosivos a los terroristas y que, actualmente, cumple la condena más alta de España: 34.715 años.
Tras un largo proceso de preparación, Ramírez y Trashorras se reunieron en la prisión de El Dueso (Cantabria) en febrero de 2013.
“HE ESTADO BUSCANDO RESPUESTAS ALLÁ DONDE PUDIERA ENCONTRARLAS”,
Jesús Ramírez, víctima del 11M
A Jesús le preocupaban la situación personal del preso, su primer contacto con la banda, si sabía para qué iba a utilizarse la dinamita, sus opiniones sobre el juicio… Trashorras le aseguró que ni sabía ni se preguntó en qué iban a emplearse los explosivos, aunque sí puso mucho cuidado en no vender a nadie que pudiera estar relacionado con ETA. Para él, la dinamita era únicamente un medio para costear sus adicciones.
Ramírez considera que su perfil encaja con el de un joven que simplemente quería dinero rápido. “Lo entiendo perfectamente. Yo podría haber caído igual que él”. Recuerda que el interno le contó que su padre, al verlo llegar con un BMW nuevo, le advirtió: “Este regalo te va a llevar a la cárcel”. También le confesó que cada día piensa en el daño que se produjo, y cada segundo en el error que cometió.
“He estado buscando respuestas allá donde pudiera encontrarlas, y si surgen las seguiré haciendo”, afirma Jesús, que aún tiene preguntas pendientes. “Una de las cuestiones que no entiendo es qué tipo de Dios puede mandar algo así. Me gustaría que alguna persona de esa religión me contestase a la pregunta”.
“SENTÍA QUE DEBÍA PEDIR PERDÓN SIN CORTAPISAS, RESPONDER SIN TAPUJOS”,
Suárez Trashorras, condenado por el 11M
“He participado en el encuentro con Jesús Ramírez. Para mí fue un honor y me dio la mayor lección de humanidad de toda mi vida, siempre lo llevaré dentro de mi corazón, lo aprecio y lo respeto al máximo”, escribe José Emilio Suárez Trashorras en una carta para este reportaje.
Trashorras, que en 2007 fue condenado por su participación en el atentado del 11M, conoció los encuentros restaurativos a través de las noticias publicadas sobre la Vía Nanclares, y profundizó en el tema con la obra del mediador Julián Ríos Martín.
Este mediador y Esther Pascual Rodríguez fueron los encargados de preparar la reunión con Jesús. “Para que se celebre el encuentro deben cumplirse una serie de requisitos, entre ellos reconocer el delito, en mi caso la venta de explosivos”, explica José Emilio.
“Sentía que debía pedir perdón sin cortapisas, responder sin tapujos a todo aquello que oculté desde mi detención”, confiesa. Para él, esta experiencia ha formado parte de un camino moral que debía transitar: “en determinados momentos de mi vida me había convertido en una ‘mala bestia’”. Este marzo ha cumplido 18 años encerrado.
Víctimas y victimarios coinciden al señalar la importancia de los profesionales que preparan los encuentros, en su mayoría abogados o psicólogos.
#utopicamenterealista es el hashtag que desde hace años Virginia Domingo utiliza en sus redes sociales y en las entradas de su blog sobre justicia restaurativa, que creó en 2012.
Domingo empezó a formarse en esta materia, a la que ella se refiere como un “movimiento social e incluso como forma de vida”, en 2004, cuando todavía era juez sustituta. Actualmente es coordinadora del Servicio de Justicia Restaurativa de Castilla y León (Amepax), y presidenta de la Sociedad Científica de Justicia Restaurativa (SCJR), que se fundó en 2010.
En 2018, esta asociación diseñó “Reconexión”, un programa “parcialmente restaurativo”, pues pone el foco en una de las partes afectadas por el delito: el ofensor. El programa dura 21 meses. En la primera fase se trabaja con los infractores dentro de la prisión. Una vez salen, el acompañamiento se extiende hasta un año. El objetivo es garantizar la completa reinserción del infractor en la sociedad.
“SABERLO TODO ES DIFÍCIL, PORQUE TRABAJAS CON SENTIMIENTOS”,
Virginia Domingo, presidenta de la SCJR
El proyecto se puso en marcha en la prisión de Burgos tras recibir el visto bueno de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. En abril de 2019, un grupo piloto formado por 11 presos protagonizó la primera experiencia de justicia restaurativa realizada dentro de un centro penitenciario en España tras la Vía Nanclares.
La principal herramienta de trabajo son los círculos restaurativos, una metodología que favorece el diálogo y anima a la reflexión. Al igual que en las prácticas tribales en las que la justicia restaurativa hunde sus raíces, para tener el turno de palabra los presos deben portar un objeto. “Tengo dos objetos de la palabra: la bola del mundo y este”, dice Virginia Domingo mientras sujeta un toro de peluche. Paralelamente, se trabaja con los infractores en sesiones individuales.
La finalidad del programa es que los presos asuman su responsabilidad por el daño causado y propongan un plan de acción para repararlo o mitigarlo. Este plan puede incluir un encuentro con la víctima. En ese caso, se habla de un programa “totalmente restaurativo”.
De los 11 presos que participaron en el primer grupo, solo dos llevaron a cabo un encuentro directo con sus víctimas. El primero tuvo lugar en marzo de 2020 entre un ladrón de pequeños comercios y una de sus víctimas, con la que contactó a través de un funcionario de la prisión.
En febrero de 2021, Julio Barrantes, un atracador de bancos, se reunió por videoconferencia con una de sus víctimas.
Julio había comenzado su plan de reparación escribiendo una carta a Ana Patricia Botín, presidenta del Banco Santander, en la que se disculpaba por los daños ocasionados a los trabajadores de la entidad. Botín facilitó el encuentro entre Barrantes y el director de una de las sucursales que había atracado en Guipúzcoa en 2014.
Cuando esa reunión con la víctima no es posible, la reparación se enfoca a la sociedad.
El sueño de Miguel Ángel Lillo, detenido por un delito contra la salud pública por tráfico de drogas, es trabajar en una cocina mixta, con obrador y pastelería. “Me he equivocado de profesión: tenía que haber sido desde pequeño cocinero o pastelero, en vez de delincuente”, cuenta el preso.
“Sé que en el libro de cuentas de mi vida tengo más deberes que haberes y espero poder añadir más haberes para compensar la balanza”, reconoce Miguel Ángel. En su plan de reparación del daño expresó que el primer paso que deseaba dar era aportar sus conocimientos de cocina a “todas aquellas personas en exclusión social, ya que muchas de ellas se ven en esa situación directa o indirectamente por culpa de la droga”.
“En justicia restaurativa pensar que lo sabes todo es difícil, porque trabajas con sentimientos”, explica Virginia Domingo. La presidenta de la SCJR extiende la mano hacia un libro que tiene detrás, El trauma, la guía para cuidarte a ti mientras cuidas a otros. Actualmente está haciendo un curso de estrategias para la gestión del trauma y la resiliencia: “Es muy importante entender cómo funciona la dinámica del trauma cuando trabajas con víctimas… y también con ofensores. Muchos de ellos fueron víctimas, y cuando vives con él tienes dos opciones: o te haces daño a ti mismo o dañas a los demás”.
En diciembre de 2021 la SCJR empezó a trabajar en un programa orientado a víctimas de las revueltas políticas de 2019 en Bolivia. “Queremos escuchar su historia y estudiar las posibilidades de reparación”, concluye Domingo.
EN 2019, LA ADMINISTRACIÓN PENITENCIARIA DIO UN IMPULSO A LA JUSTICIA RESTAURATIVA
En 2016, tras la entrada en vigor del Estatuto de la Víctima, la Administración penitenciaria puso en marcha el Taller de Diálogos Restaurativos. Al diseñar este programa, el Ministerio del Interior tuvo en cuenta la experiencia de la SCJR y otras iniciativas de diálogos víctima-ofensor que diversas asociaciones habían desarrollado dentro de las cárceles.
El proyecto se enfocó inicialmente en penados por delitos leves. En 2019, la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias dio un impulso a la justicia restaurativa al extenderla a los delitos graves.
Todos los presos pueden ser seleccionados para participar en estos talleres. Únicamente se exceptúan los casos de delitos de violencia de género y aquellos en los que el infractor presente algún tipo de problema de salud mental grave, drogodependencia activa u otros condicionantes que puedan dificultar su participación.
Al seleccionar a los presos, se da prioridad a aquellos que muestren una mínima responsabilización por el daño causado. La participación siempre es voluntaria y no supone ningún beneficio penitenciario.
Desde que comenzaron los talleres, se ha constatado un significativo ascenso anual en el interés mostrado por los presos en participar en ellos: de 38 participantes en 2017 se ha pasado a 1049 en el primer semestre de 2021; de los cuales 258 son penados por delitos graves. Ángel Luis Ortiz González, secretario general de Instituciones Penitenciarias, confirma que la mayoría de ellos están condenados por delitos contra personas, como homicidios, lesiones o robos con fuerza, y tienen penas superiores a cinco años.
Ortiz considera que “los procesos restaurativos pueden contribuir a que la tasa de reincidencia con el tiempo sea inferior. Una persona que se conciencia estando en prisión puede salir en mejores condiciones para no volver a delinquir”. La justicia restaurativa también puede ayudar a reducir el número de personas encarceladas si se emplea como alternativa al proceso penal en los casos de delitos leves. Según datos del Consejo de Europa, en 2020 España tenía una de las tasas de encarcelamiento más altas de Europa (123,3 por cada 100.000 habitantes) a pesar de su baja tasa de criminalidad (44,8 delitos por cada 1.000 habitantes).
La España que dialoga
Actualmente, el Taller de Diálogos Restaurativos está desarrollándose en centros penitenciarios de 14 Comunidades Autónomas y en las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla. Las Islas Baleares iniciarán su andadura en 2022.
Este taller es una herramienta más que introduce los principios reparadores en España, que lleva dos décadas avanzando por el camino de la justicia restaurativa. Una justicia que no deja de lado sus atributos, pero que, durante unos instantes, suelta la espada, se quita la venda de los ojos y se sienta para hablar cara a cara.