Abre los ojos, yayete, abre los ojos un poco. Sólo un poquito.
Sabía que no era posible porque mi abuelo acababa de morir, pero seguía cogiéndole la mano y pidiéndole una y otra vez que abriera los ojos, como si se tratara de despertarle de un profundo sueño y no de la muerte.
Va a hacer 6 años de aquella noche y te echo tanto de menos, yayo. Hace todos esos años que dejamos de compartir cosas, de discutir, de reír, de cuidarnos. Quién me iba a decir que aquella misma tarde iba a ser la última tarde en la que nos daríamos un beso.
Dicen que cuando se muere alguien siempre te queda clavada una espinita si no te has podido despedir. A mí la espinita que me queda es no poder hablar ahora contigo sobre la vida, sobre mis logros y mis fracasos, sobre los políticos que nos rodean (el día de la moción de censura, cuánto me acordé de ti), discutir porque te he visto cruzar sin mirar o que me llames cabezona. La espinita de que ya no estás más.
Supongo que pensaba que eras invencible e inmortal. Me acompañaste durante todos y cada uno de los 42 años que había vivido hasta entonces. Me quedan tus enseñanzas, la generosidad, la honradez, la afición por la lectura y la lucha por un mundo más justo, yo sigo intentando llevarlo a cabo día a día.
Desprendías tanta ternura y tanto amor como se ve en estas fotos. Me encanta la que estás conmigo, esos ojos llenos de amor y que tanto me hacen falta.
Qué difícil es despedirse de alguien para siempre, sabiendo que nunca más vas a volver a oír su voz, que no vas a ver su silueta a lo lejos por casualidad un día paseando por la Gran Vía. Te echo tanto de menos…
Para mi yayo, Julio.
Este relato participa en la convocatoria #relatosDespedidas, de Divagacionistas