Con las manos en los bolsillos de su vestido negro, miraba fijamente al frente. No quería perderse nada de lo que estaba sucediendo. Su ataúd, en el centro de una sala que no reconocía, estaba recibiendo los últimos rayos de sol del día.
Parezco dormida. Tampoco tengo tan mal aspecto estando muerta - pensó.
Entre las pocas personas que había, le sorprendió ver a su hermana. Hacía años que no se hablaban, ni tan siquiera se felicitaban en sus cumpleaños. No podía recordar qué había pasado; un día se dio cuenta de que habían dejado de compartir su vida, sus historias de amores, sus llantos y sus risas y no supo coger el teléfono para hablar con ella. Su hermana estaba de pie frente a su ataúd, llorando de forma silenciosa. Estaba tan guapa como siempre. Le hubiera gustado decirle que estaba bien, que no se preocupase, pero los muertos no hablan.
Echó de menos el que hubiese ido a su funeral alguien de la familia, alguien que consolase a su hermana, pero ellos le habían matado en vida mucho antes y en su última nota lo único que había dejado escrito es que no avisaran a nadie. Sintió algo parecido a la alegría al ver que habían respetado su decisión, a pesar de la soledad que veía en los ojos de su hermana.
No tenía noción del tiempo que había pasado, pero en el momento en que entraron dos personas de la funeraria para llevársela, supo que todo había acabado.
Se acercó a su hermana, sacó la mano izquierda de su bolsillo, le acarició suavemente la mejilla y se desvaneció.
Relato para #relatosBolsillos, de Divagacionistas