Lorena se dirigía a la consulta de su psiquiatra. Era la tercera consulta y, mientras caminaba, pensaba en que ya debía contarle los verdaderos motivos por lo que había decidido ponerse en manos de un profesional del ramo.
Se sentía culpable sólo por el hecho de existir. A los quince años, sus padres le contaron que no eran sus verdaderos padres. Se habían hecho cargo de ella porque su madre, aquella a la que conocía como la tía Julia, la había repudiado. A la tía Julia le habían violado cuando era muy joven y cuando se enteró de que estaba embarazada huyó del pueblo para evitar ser la comidilla de los corrillos en el pueblo. Sin posibilidad de abortar, tuvo que parir a Lorena y se la entregó a Joaquín y Rosario. Cuando se enteró de la historia, la tía Julia acababa de morir y nunca pudo aclarar con ella por qué la culpó de su exilio forzado. Ella no tenía culpa de la violación de su madre y no entendió por qué sus padres no le ocultaron todo aquello. Habría preferido no saber la verdad y no cargar con esa culpa impuesta. Y con las culpas que siguieron.
A los 18 recién cumplidos Lorena se marchó a Londres, con la excusa de estudiar y no volvió a saber nada de sus padres. No leía sus cartas, no contestaba al teléfono. Hace varias semanas recibió la carta de un abogado en la que le comunicaba que sus padres habían muerto.
Ahora la culpa por haber desatendido a quienes le habían criado y le habían dado todo lo bueno que habían podido darle se cebaba con ella y no le dejaba dormir. Era un sentimiento tan confuso, tan angustioso que necesitaba contarlo y superarlo. Les había culpado de que su madre no le quisiera, de mentirle durante toda su infancia y eso se había vuelto contra ella.
-Hola, Lorena, pasa y siéntate, que en un momento empezamos.
Y Lorena se sentó, miró a su doctora y comenzó a contarle su historia.
Este relato participa en la convocatoria #relatosCulpa, de Divagacionistas