-¡Hola mamá!
Patricia, en la puerta, no era capaz de articular palabra. La mujer que tenía delante parecía su hija, no, era su hija, pero era tan distinta a aquel ser frágil que hacía doce meses que no veía.
-¡Mamá, soy yo, Vero, tu hija! -Dijo con una gran sonrisa.
Patricia la abrazó y empezó a besarla en la cabeza, en la cara, los ojos…
-Mi pequeña, mi pequeña, mi pequeña.
Verónica, como pudo, entró en la casa empujando con suavidad a su madre y también la maleta que traía.
-Mamá, mamá, déjame respirar. -Decía Vero riendo.- ¿Y papá, ya está en casa?
-Hija, ¿por qué no nos has avisado? habríamos ido a buscarte. ¿Cuándo has salido? ¿Has comido ya? ¿Te preparo una sopa y una tortilla? ¡Ay, perdona! No sé… Ven, deja la maleta aquí. Bueno, ¿qué te han dicho, tienes que volver? Estás preciosa, hija. Ven, siéntate, que te pongo…
-Tranquila, mamá -cortó Verónica- ahora te cuento. Y papá, ¿está en casa?
Los padres de Verónica no daban importancia a la delgadez de su hija, hasta que tres fracturas de huesos seguidas les pusieron sobre aviso y se empezaron a dar cuenta de que era experta en inventar excusas para no comer. Verónica había pasado por un tratamiento ambulatorio de trastornos alimenticios y por terapia y comida supervisada, pero no habían dado resultado. Habían decidido su ingreso hospitalario hacía ya 12 meses y parecía que había funcionado. Hoy, en su regreso, les había dicho que comenzaba una vida nueva.
Este relato participa en#relatosRegreso, de Divagacionistas