Ser solo madre

Ana Iris Simón
9 min readJul 21, 2022

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Hace unos meses, Sergio del Molino escribió un artículo precioso en el que decía que él era padre y nada más, que su contribución al bien común, a la historia y a la posteridad era únicamente su hijo, y a Sergio del Molino nadie le echó en cara aquel artículo. Si se hubiera titulado “Ser solo madre” en vez de “Ser solo padre”, si en lugar de él lo hubiera firmado yo, que suscribo esa tesis, que si algo soy, es madre, ese día probablemente habría amanecido trending topic en Twitter.

Igual es aventurarse mucho, pero predigo que me habrían llamado rancia, me habrían acusado de querer refundar la Sección Femenina y me habrían afeado echar por tierra la lucha de millones de mujeres que, antes que yo, combatieron para que fuéramos algo más que madres. Estos últimos, con su visión lineal de la historia, obviarían que, derruidos los mandatos de ayer -como que el fin único de la mujer en el imaginario colectivo fuera parir, criar y cuidar-, no llega la Arcadia sino que nacen nuevos dogmas.

Hoy, gracias a la lucha de muchas durante mucho tiempo, casi todo el mundo sabe que somos algo más que paridoras y cuidadoras. Y, aunque aún queda algún despistado que le da la castaña a la que cumple 35 sin hijos y le dice que se le va a pasar el arroz, ignorando que quizá no quiere paella, ahora hay otro reto, que ha sustituido al de hacernos valer como algo más que paridoras en opinión de algunas, y que corre en paralelo y convive con él en opinión de otras: que aquellas que queremos parir, criar y cuidar tengamos no solo las condiciones materiales básicas para hacerlo -condiciones que la mayoría no tiene-, sino que también estemos a salvo de las miradas inquisitoriales que antaño se dirigían, mayoritariamente, a las que decidían no ser madres. Y eso incluye las de nuestros jefes.

No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que el mundo nos quiere sin críos, porque mientras parimos y cuidamos, no producimos. Basta asomarse a las ficciones con las que crecimos las que ahora cumplimos 30, con Sexo en Nueva York a la cabeza, para admitir que el paradigma cambió hace tiempo, que el estereotipo femenino que nos han vendido como deseable no es el de la cándida, devota y esforzada mater familias de la publicidad de los 60 sino el de la mujer que se autorrealiza a través del trabajo y el consumo, para la cual el empoderamiento significa no tener niños pero sí una abultada cuenta en el banco y un par de vibradores en el cajón.

Por eso nos interrogan en las entrevistas de trabajo sobre nuestras aspiraciones familiares, por eso Apple, Facebook y cada día más empresas nos pagan los tratamientos de congelación de óvulos, transmitiéndonos el mensaje de que lo primero es el trabajo y luego, si se puede, será la prole. Por eso las que tenemos hijos -máxime si los tenemos jóvenes, y ahora una es joven hasta aproximadamente los cuarenta- nos tenemos que enfrentar a que cuchicheen sobre si estamos tirando o no nuestra carrera por tierra, a que juzguen si estamos haciendo bien al decidir cuidar de nuestros hijos en lugar de depositarlos en una guardería con cuatro meses, e incluso a que nos reprochen que hablamos demasiado, o no desde el punto de vista correcto, sobre la maternidad.

Esa era la tesis que sostenía el domingo pasado Elvira Lindo en su columna “No solo traemos hijos al mundo”: que, en la actualidad, se escriben lo que ella considera “relatos ensimismado sobre la experiencia” de la maternidad, en los que la madre, el crío y la teta son los únicos protagonistas. Incide Lindo en lo mucho que se habla y escribe sobre tetas y lactancia actualmente, señalando incluso que algunas madres nos resistimos a favorecer la independencia de los críos por darles de mamar cuando ya comen jamón, lo que quizá ella (pero seguramente no la OMS, que prescribe como deseable la lactancia materna hasta los dos años) considera demasiado tiempo. Es curioso como el de los beneficios de la lactancia materna más allá de los seis meses es uno de los “negacionismos” científicos más cotidianamente aceptados. Pero ese no es el tema que hoy nos ocupa.

El caso es que, echando mano de los ensayos de dos grandes de la literatura (Matar al ángel del hogar, de Virginia Woolf y Silencios, de Tillie Olsen), Elvira Lindo señalaba en su artículo los perjuicios de que la literatura femenina se constriña a temas tradicionalmente femeninos, como la familia, los cuidados o la maternidad. “Lo que soñaba Virginia Woolf es que las escritoras pudieran acceder a la narración del mundo bajo su perspectiva, que nunca sería idéntica a la masculina, y escribieran sobre esos territorios que les habían sido vedados, el de la historia, el del ensayo político”, escribía en su pieza de El País.

Pero el paradigma del que parte Lindo está igual de sesgado que los relatos que ella acusa de ensimismados, a los que les endosa una manera de observar el mundo “orgullosamente generacional”. Para empezar, porque parece pasar por alto que los ensayos que menciona están escritos en el siglo XX. El primero, en 1929, hace casi 100 años años. El segundo, en el 65, hace 57 años. Y, como los relatos actuales que ella acusa de demasiado generacionales, estos también lo son: ambos describen y desentrañan los problemas de su tiempo con lucidez. Pero son problemas que, en ocasiones y gracias en buena parte a mujeres como sus autoras y sus luchas, ya no existen.

Por ejemplo, en “Silencios”, Tillie Olsen habla, precisamente, de la invisibilización de las escritoras, de cómo las mujeres tenían menos oportunidades en el mercado editorial solo por el hecho de serlo. Hoy ya no es así: me es mucho más fácil mencionar una lista de diez escritoras de mi generación que de diez escritores, y casi cada provincia tiene su festival literario, su simposio o su debate sobre “voces femeninas”. En las industrias culturales, ser mujer hace tiempo que dejó de ser una rémora para convertirse en un factor explotable mediante el marketing, en un elemento promocional, sobre todo si una es joven, porque el mercado saca rédito y mercantiliza incluso las causas más justas. Por tanto, seguramente se pueda aprender mucho de ambos ensayos, pero quizá no sea demasiado justo afear a las cronistas actuales de la maternidad ser demasiado generacionales cuando todo relato experiencial de algún modo, incluidos los dos que menciona -incluso quizá especialmente los dos que menciona-, es escrito siempre desde un yo y desde un ahora.

Lindo acusa a las nuevas escritoras de no poner su experiencia en relación con las que vinieron antes, pero ella parece pasar por alto que está pensando y escribiendo (¿acaso es posible hacerlo de otro modo?) desde un paradigma generacional claro, y en cierto modo no poniéndolo en relación con el de las que vinieron después: el de las que, nacidas en los sesenta, aún tuvieron que luchar contra una maternidad y la domesticidad impuesta. El de las que recuerdan ser niñas en los tiempos de Franco, el de las que fueron, en muchos casos, las primeras de su familia en trabajar -en trabajar para una empresa, porque mi abuela trabajó más que muchas de las que ahora tenemos nómina-, en participar en las tertulias de sobremesa familiares o en saber que podían ser algo más que esposas y madres. Parece extrapolar Elvira Lindo, seguro que bienintencionada pero erradamente, sus vivencias y cosmovisión a la de las mujeres que escriben actualmente sobre maternidad, que nacieron, en muchos casos, treinta años después que ella. Y que, por tanto y gracias a Dios, pero sobre todo gracias a la lucha de mujeres como la propia Lindo, sus problemas y retos, incluso los tabúes a los que tienen que enfrentarse en su juventud, son ahora distintos.

No sé, de hecho, si es una acusación justa, porque el caso es que en los relatos de muchas de estas cronistas de la crianza sí que aparecen las que vinieron antes. No sé si “Dónde está mi tribu”, el exitoso ensayo de la filósofa Carolina del Olmo, entra o no dentro de la categoría de literatura ensimismada sobre la maternidad, pero lo cierto es que de lo que habla es, precisamente, de las que vinieron antes que ella, del paso de la familia extensa a la nuclear y sus consecuencias. Tampoco sé si en esta categoría debemos incluir a Diana Oliver, autora de “Maternidades precarias”, que también le dedica espacio en su reciente ensayo a las formas de crianza, las dificultades y las facilidades que tuvieron nuestras madres y abuelas, y a las diferencias con las que criamos ahora. Incluso me pregunto si podría ser incluido en este grupo de literatura ensimismada “Irene y el aire”, el maravilloso relato de Alberto Olmos sobre el embarazo de su mujer y el parto de su hija, porque aunque también habla de tetas, barrigas y paritorios lo ha escrito un tío. Y esto son solo tres libros publicados en España y por autores españoles en los últimos años, pero la lista podría ser mucho más extensa.

Lo que seguramente no sea justo es decir que tanto Olsen como Woolf “deseaban para las mujeres un tiempo nuevo en el que pudieran intervenir en el devenir social y político, en el que sus opiniones no fueran devaluadas por su condición femenina” para, a renglón seguido, preguntarles retóricamente a un montón de autoras que por qué escriben de lo que escriben -cuestiones tradicionalmente femeninas-, como si la libertad fuera únicamente libertad para escribir como y sobre lo que, a ojos de unos pocos, es correcto o deseable escribir.

“Si no somos ya prisioneras de aquella forzosa cárcel que es la domesticidad, ¿a qué viene esta insistencia en la crianza?”, se pregunta Elvira Lindo en el cierre de su texto. Y supongo que la respuesta es compleja, pero seguramente esa insistencia en pensar, hablar y escribir sobre la maternidad y la crianza tenga que ver, precisamente, con que hace tiempo que no somos prisioneras de la cárcel de la domesticidad.

Nuestras cadenas tienen ahora más que ver con todo lo que no es parir y cuidar, con las jornadas laborales extenuantes, con una precariedad que impide a las clases obreras cuidar -de hijos o padres, de uno mismo- con dignidad, con una temporalidad y una inestabilidad laboral que paraliza los proyectos de muchas a la hora de formar una familia, con unas élites económicas y culturales que llevan tiempo machacándonos con que la autorrealización está únicamente en la explotación laboral y el consumo. Con que el imperativo, en fin, ya no es tanto el de ser una esforzada madre y una recatada esposa, sino una buena empleada que presuma de logros laborales en Linkedin, una virtuosa consumidora que compre en Amazon, y una excelente maniquí que exhiba sus curvas en Instagram.

Pero hay quienes se resisten a ser reducidas a aquello que producen -incluso si ese aquello son libros- y consumen. Quienes sienten que aún hay mucho que reivindicar (en cuanto a bajas de maternidad, violencia obstétrica o modelos de crianza). Aunque eso no coincida estrictamente con lo que se reivindicaba anteayer, precisamente porque la visibilización de las luchas pasadas, las de Woolf u Olsen, ha contribuido a los logros presentes.

Y yo, que apenas escribo sobre maternidad, que no he conseguido ponerle aún palabras, que muchas veces me aturdo leyendo sobre colecho, lactancia a demanda y crianza con apego, solo puedo sentirme afortunada por poder leer todos esos relatos ensimismados sobre tetas, partos y crianza, barrigas desinfladas y bajas de embarazo insuficientes. Solo puedo pensar en que ojalá mi madre o mis abuelas hubieran podido leer la mitad de lo que he leído yo sobre ello. Ojalá hubieran sentido que sus conversaciones de sobremesa también merecían ponerse en negro sobre blanco, también merecían una estantería en la biblioteca. Y que no eran menos que los ensayos históricos y los tratados políticos que Woolf quería que las mujeres escribiéramos, como dice Elvira Lindo, sino parte necesaria de ellos.

Y es que plantear si las mujeres debemos escribir sobre “temas blanditos” -el parto, los cuidados, la familia- o sobre “cuestiones importantes” como economía, historia o política ya es en sí misma una falsa dicotomía. Porque no hay nada más político que la teta y la crianza, eso ya lo sabía Platón y ya lo sabía Aristóteles, por seguir en la senda de los clásicos, retrotrayéndome bastante más que Lindo. Ambos nos decían que la polis es, precisamente, aquello que se edifica sobre las costumbres en común, la educación de los niños, la tribu o la forma de vida de las familias. O Cristina de Pizán, que en la Edad Media nos dijo que las féminas éramos los ladrillos de la ciudad, y se opuso a aquellos que querían disociar nuestra esfera familiar de nuestra esfera pública. Como si no fueran lo mismo.

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