Y con eso, cómo te sientes… (De los tropiezos y desencantos en la búsqueda del psiquiatra ideal).

Antiefemérides
4 min readOct 30, 2017

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2015, noviembre 12.

Encontrar un terapeuta que se ajuste a uno es como comer una naranja… Primero está la piel. Luego la amarga, amarga pulpa. Yo diría que es peor que buscar pareja, porque además hay que pagarle. La primera vez que fui donde una psiquiatra tenía como trece años. No había dormido durante varias noches y mi mamá me llevó a consulta con la doctora que la atendía a ella. Una señora muy cálida y gentil que por alguna razón no alcanzaba a transmitirme plena confianza.

Regresé dos años después. En esa ocasión era algo un poco más complejo que no poder conciliar el sueño; me diagnosticaron síndrome de burnout y trastorno de ansiedad, por lo que me incapacitaron durante un mes más o menos. Volví al ruedo más pronto que tarde y pensé que con eso mis visitas al consultorio psiquiátrico habían terminado. Mas cuando no es una cosa es la otra: en la EPS me asignaron una psicóloga que podía verme aproximadamente veinticinco minutos cada dos meses. Era joven, agradable, delicada… y aunque no me disgustaba, el tiempo nunca era suficiente. «De todos modos –pensaba yo– ya no necesito esto».

Pero todo cambió… cuando la nación del fuego atacó. En este caso el fuego era un terrible e injustificado miedo a mis compañeras del colegio. Mis padres no sabían qué hacer y la doctora a la que siempre había ido juraba y perjuraba que ella no identificaba nada que mereciera ser atendido por psiquiatría, así que me recomendó psicoterapia intensiva y sugirió una psicóloga con la que ella había trabajado tiempo atrás. Esperanzadas, fuimos mi madre y yo a la residencia de la señora: un apartamento lleno de velas y varitas de incienso. Primero conversamos las tres y luego pidió hablar conmigo a solas. Apenas recuerdo que me sentí como los pacientes de la doctora Coleman en “Un viernes de locos” cuando Anna está en el cuerpo de su madre y lo único que tiene permitido decirle a los que van a consulta es «Y con eso… cómo te sientes». Por obvias razones no quise volver.

La desesperación de mi familia era tal que me llevaron donde un especialista que nos recomendó un tío mío. El tipo vivía a más de cuatrocientos kilómetros de mi ciudad. El neuropsoquiatra (creo que eso es lo que era) conectó conmigo inmediatamente. Fue una sesión muy provechosa; no obstante, él no era el indicado para mí: las relaciones a distancia no suelen funcionar. Nos despedimos pensando en lo que pudo ser y volví a mi casa sin un terapeuta de cabecera. Pedí cita con la EPS de nuevo. Me mandaron donde una psiquiatra con la que la mitad de la cita se iba en sacar las copias de las autorizaciones para reclamar los medicamentos.

Fui lanzada a otra psicóloga que le hacía todas las preguntas a mí mamá mientras yo jugaba con el calendario que estaba encima del escritorio. El siguiente psiquiatra, que probablemente merezca el lugar número uno entre los peores psiquiatras del universo, se burló de mí en dos ocasiones y su hipótesis final fue que yo estaba tratando de llamar la atención. Acudí a tres especialistas más y –para variar– todo fue un desastre. Aburrida, le dije a mi mamá que iba a vivir sola en una cueva por el resto de mi vida y que esperaba no me visitara porque no tenía planeado hacer aseo alguna vez.

Después de varios días en los que apenas sí me levantaba de la cama y comía únicamente si me amenazaban con llevarme al hospital, la esposa de mi hermano nos mencionó que le habían hablado muy bien de un psiquiatra. Mi reacción fue acostarme mirando para el otro lado, yo no estaba dispuesta a enfrentar uno de esos personajes otra vez. Tenía muchas razones, todas ellas con su propio nombre y apellido. Tardaron un mes en convencerme de intentarlo. Contra todo pronóstico, al ir al nuevo psiquiatra alcancé a ver una nueva luz en el camino de los especialistas: formuló las preguntas precisas y en su interacción conmigo me puso a mí, a mi ser como centro; no a los síntomas ni al trastorno en sí. Más de tres años después, sigue haciéndolo.

Al final creo que ningún psiquiatra puede preciarse de ser el indicado para todo el mundo, y que la resistencia a acudir a este tipo de especialistas es hasta cierto punto justificada. Exponerse de ese modo ante una persona prácticamente desconocida y encima tener que sacar plata del bolsillo no es precisamente agradable. Luchar contra el estigma de la locura si se requieren este tipo de tratamientos es motivo más que suficiente para dudar. Asumir que se tiene un problema y ver que incluso quienes se supone deben estar en capacidad de ayudar no logran dar con el chiste, decepciona. Pero vamos, que el mismo que pudo conectar con otra persona y ser un soporte para ella no sea el indicado para uno, no quiere decir que estemos tan dañados que nadie en el mundo pueda contribuir con nuestra mejoría.

Al inicio mencioné que encontrar un buen especialista es peor que encontrar pareja, y no estaba exagerando. O al menos no del todo, pues si se busca ese tipo de ayuda no hay tiempo de conocer al otro como un amigo y después, sí, decidir avanzar a la relación médico-paciente. Cuando se entra a un consultorio por primera vez, para saber a qué atenerse en los noventa o menos minutos siguientes, solo puede recurrirse a experiencias previas con otros terapeutas o, si hemos llegado allí por recomendaciones de alguien más, a lo que nos haya contado de su vivencia particular. ¿Qué esperar? A diferencia de una pareja, que da y recibe, que es compañero y no salvador, a veces el psiquiatra se concibe a través de la errónea idea de redentor absoluto sin apenas conocerle. Puede ser horrible esa travesía, sí. Pero no por ello completamente inútil. El psiquiatra perfecto o “ideal” puede no existir, pero si se tiene la fortuna de -como yo- poder buscar por uno y otro lado, en algún momento, espero, habrá de encontrarse el indicado. No hay que desistir.

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Antiefemérides

Estoy esperando que alguna persona rica y extravagante descubra este blog y diga: «ve, qué pelada tan calidosa, le voy a pagar la maestría».