La Justicia: ¿venganza o transición? Una conversación incómoda pero necesaria
Por Benjamin Sywulka
Hay mucha expectativa alrededor de un gobierno de Semilla con relación a la justicia. Muchos de los que apoyan a Semilla tienen una esperanza profunda de que ese partido podrá terminar con la corrupción y encaminar a nuestro país hacia una democracia participativa enfocada en el bienestar común. Pero hay dos grupos relevantes que se oponen a un gobierno de Semilla: los que generan sus ingresos a partir de la corrupción, y los que no tienen negocios corruptos, pero sí tienen miedo de la justicia selectiva que podría darse bajo un gobierno de Semilla.
Los sentimientos son profundos — incluso viscerales. Hay una población indignada por los abusos de los corruptos que siente un empoderamiento que no habían sentido en 70 años para ponerle un alto a un sistema político en el cual diversos grupos de poder han operado por encima de la ley. El otro extremo incluye a personas que tienen mucho que perder si se elimina la corrupción y los privilegios, pero también incluye a personas que no tienen ni privilegios ni son corruptos pero que han vivido de cerca la justicia selectiva. A pesar de los miedos que este último grupo tiene, he visto en muchos una indignación genuina por la persecución judicial hacia Semilla en estas elecciones, y también un deseo profundo de construir un país en donde nadie esté por encima de la ley. En algunos incluso he visto una esperanza de que Semilla realmente pueda liderar esta transición hacia un país sin corrupción — pero no están convencidos de que va a poder lograrlo.
Semilla presentó sus 10 medidas para combatir la corrupción, que incluye acciones concretas que buscan aumentar la transparencia y reducir los sobornos y la malversación de fondos. Pero la corrupción tiene sus tentáculos tan extensos en todo nuestro sistema político y económico, que creo que como ciudadanos debemos tener una conversación más profunda sobre nuestra realidad, nuestras opciones estratégicas, y sobre el camino que debemos tomar como país para abordar este tema.
Hablemos primero de la realidad. Hay muchos empresarios honestos cuyo negocio no depende del visto bueno del gobierno de turno, y pueden operar sin recurrir a la corrupción. También hay muchos funcionarios públicos honestos y profesionales cuya misión principal es buscar el bien común y no se prestan a la corrupción. Pero también tenemos cientos de funcionarios públicos que son parte del sistema corrupto — diputados, alcaldes, ministros, viceministros, directores, gerentes, agentes, fiscales, jueces, etc. Adicional a esto, hay cientos de personas en el crimen organizado, narcotraficantes, fuerzas clandestinas que contribuyen al sistema corrupto. Y por si no fuera suficiente, hay cientos de empresarios que de alguna forma u otra son partícipes del sistema corrupto. Algunos son artífices de la corrupción — construyendo sus negocios sobre el cimiento del acceso privilegiado al gobierno — contratos, permisos, licencias, frecuencias, autorizaciones, etc. que no pasaron por los procesos competitivos debidos. Otros son víctimas de la corrupción — dependiendo de alguna forma u otra del visto bueno de algún funcionario público para poder operar su negocio, y teniendo que sucumbir a prácticas corruptas para sobrevivir.
En esta realidad, ¿cómo transicionamos de un sistema totalmente disfuncional a un sistema en donde nadie está por encima de la ley? ¿Cuáles son las opciones reales que tenemos? Creo que es importante analizar la historia para encontrar pistas que nos ayuden en este esfuerzo titánico. Quisiera enfocarme en tres momentos históricos de los cuáles podemos aprender mucho para el dilema que enfrentamos.
El primer momento es cuando Alemania se rindió en la segunda guerra mundial en 1945. Millones de alemanes habían sido partícipes de las atrocidades durante el Tercer Reich de Hitler. Hubo mucho debate entre los aliados de cómo hacer justicia, pero el camino que finalmente se escogió fue hacer lo que se conoce como los Juicios de Nuremberg — un conjunto de procesos judiciales en los que quedaron condenados personas que habían estado en la cúpula del poder durante el régimen. Del más de millón de alemanes que participaron activamente en las atrocidades, apenas 20,000 recibieron algún tipo de condena y alrededor de 600 recibieron condenas fuertes. En los años que siguieron, se hizo un esfuerzo titánico para desnazificar las leyes y las normativas, y de impedir que personas que habían sido parte del sistema nazi participaran en el estado. Pero al poco tiempo se toparon con un problema serio: no había suficientes abogados, jueces, doctores, empresarios, maestros, etc. “libres de pecado” para que el país pudiera funcionar. Konrad Adenauer, el Canciller, lideró un esfuerzo controversial de reinsertar a todos los profesionales ex-nazis en el servicio público. Hubo un reconocimiento tácito que lo que habían hecho en el pasado estuvo mal, pero que, en la nueva Alemania, todos tendrían la oportunidad de empezar de nuevo, sin tener que cuidarse por tener la cola machucada. A los pocos años Alemania se reinventó como un poder económico mundial.
El segundo momento es cuando Sudáfrica transicionó de su sistema separatista de Apartheid a una democracia incluyente en los 1990s. Por cuatro décadas, la población blanca minoritaria de ese país había controlado un gobierno autoritario en el que la población negra no podía vivir, ni estudiar, ni usar los parques, etc., ni operar negocios en los territorios de los blancos (principalmente los centros urbanos), casarse con personas blancas, participar en la política partidista de la población blanca ni en las estructuras del estado. Década tras década las represiones se volvieron más fuertes, y el sistema se volvía más y más insostenible, hasta que finalmente colapsó bajo la presión de protestas, sanciones internacionales, una economía paralizada y el fin de la guerra fría.
Una de las grandes controversias en esta transición era justamente cómo manejar la justicia de las atrocidades cometidas durante el Apartheid. Desmond Tutu, un obispo anglicano que apoyó mucho en esta transición, explica en su libro “No hay futuro sin perdón” las tres opciones estratégicas que tenían para generar justicia después de décadas de abusos. La primera opción era imitar el camino de Alemania con unos juicios tipo Nuremberg. El problema con este camino era que era prácticamente imposible conseguir la evidencia suficiente para condenar a los autores de las injusticias, porque éstos habían usado todo el aparato del estado para tapar sus huellas. En muchos casos los únicos testigos de las atrocidades cometidas eran los mismos enjuiciados. La segunda opción era dar amnistía — un borrón y cuenta nueva para todos. El problema con este camino era que las víctimas o familiares de las víctimas de las injusticias nunca se enterarían de lo que realmente había pasado, y nunca tendrían un cierre — los traumas nunca sanarían.
La tercera opción, que es el camino que finalmente decidieron tomar, era ofrecer una amnistía a cambio de confesar. Si los que habían cometido crímenes confesaban lo que habían hecho, cada delito confesado quedaría registrado públicamente y exento de penalización. Esto generó un incentivo para que todos los autores de injusticias confesaran lo que realmente habían hecho, porque si dejaban algo sin confesar, corrían el riesgo de ser enjuiciados. También generó un proceso de sanidad para las víctimas y familiares de las víctimas, porque pudieron saber la verdad de los hechos.
El tercer momento es nuestro propio proceso de paz después de décadas del conflicto armado, que se firmó poco después de que Sudáfrica hiciera su transición. En nuestro caso, el camino que tomamos fue dar amnistía por crímenes políticos y comunes, pero no dar amnistía por otros tipos de crímenes de lesa humanidad como la tortura y la desaparición forzada. El efecto secundario de esta decisión fue que las personas que habían cometido atrocidades durante el conflicto armado quedaron vulnerables a ser sometidos a la justicia. A diferencia del caso sudafricano, los incentivos judiciales quedaron de tal forma que la carga de la prueba quedó en las víctimas de las injusticias. Conozco a personas que perdieron a un familiar durante el conflicto armado, algunos a manos de la guerrilla, otros a manos del ejército, y sus casos nunca se resolvieron. Menciono esto, no porque esté promoviendo reabrir capítulos de nuestro pasado, sino para ilustrar la importancia de los incentivos para transicionar de un país en conflicto a un país en donde la justicia prevalece.
En mi opinión, estamos en una nueva encrucijada como país. Por mucho que unos quieran evitar que llegue al poder un gobierno de Semilla, el sistema cooptado que tenemos nos está destruyendo a tal punto que nuestra democracia está severamente en riesgo. Pero, por otro lado, los que confían en Semilla para erradicar la corrupción muchas veces subestiman el tamaño del monstruo que tenemos que derrotar. No soy experto en la justicia, pero desde mi experiencia en innovación sistémica veo varios principios que tal vez valdría la pena tomar en cuenta.
Primero, el cumplimiento de la ley es un reto cultural, no un reto judicial. Si la mayoría de la población cumple la ley, el sistema de justicia se da abasto para armar casos ganables en contra de la minoría que no cumple la ley, y al ganar esos casos, mandan un mensaje disuasivo al resto de la población. Pero si la mayoría de la población no cumple la ley — ya sea pagar los impuestos o prestaciones, clasificar desechos, gestionar trámites y permisos, etc. — el sistema de justicia nunca se dará abasto para juzgar y condenar a todos los culpables. En estos contextos disfuncionales, el sistema de justicia tiene que recurrir a la justicia selectiva — ¿qué casos tienen más evidencia contundente? ¿qué casos generarán más capital político y legitimarán los esfuerzos del sistema judicial ante la población? ¿qué casos tendrán más impacto disuasivo para el resto de la población para que cambien su comportamiento?
Estas apuestas estratégicas son extremadamente delicadas, porque el riesgo de equivocarse o fracasar conlleva consecuencias catastróficas. No hay experiencia humana que genere más indignación, resentimiento y odio que ser una víctima de la injusticia. Si el causante de la injusticia nunca es juzgado y condenado, la víctima lidia con ese trauma por el resto de su vida. Pero si el causante de la injusticia es el sistema de justicia en sí, la víctima puede sentir la obligación moral de luchar por su causa a toda costa — al punto de creer que el fin justifica los medios. En mi opinión mucha de la crisis política que estamos viviendo hoy es el resultado de personas que han sido víctimas de nuestros sistemas de justicia a través de los años, peleando una lucha existencial por su causa. Cualquier camino que tomemos como país debe tomar en cuenta que la justicia selectiva, por muy inevitable que sea, tiene efectos secundarios que se pueden convertir en detractores fuertes.
Segundo, si no se resuelve el problema de raíz, la corrupción regresa. Aunque el sistema de justicia saque a todos los corruptos del estado, y se metan personas buenas y honestas en esos puestos, si los diseños institucionales promueven la corrupción, va a haber corrupción. Si ser no corrupto implica tomar dos días laborales para ir a pararse en colas por horas para hacer un trámite, y ser corrupto implica pagar una mordida y tener el trámite resuelto en 30 minutos, no nos debemos sorprender si la mayoría de la población opta por el camino corrupto. Los ejemplos abundan en donde cumplir con las reglas requiere un esfuerzo significativamente mayor a romperlas. Ha habido muchos estudios que comprueban que personas buenas hacen cosas malas cuando están en contextos sociales que endosan su comportamiento malo[1]. Si queremos que la mayoría de la población cumpla las reglas, tenemos que diseñar las leyes, los reglamentos, las normativas, los procesos, las campañas de comunicación y capacitación, y sobre todo los incentivos estructurales que motiven y habiliten a la población a cumplirlas. Mucho de esto se puede lograr con digitalizar los procesos para aumentar la eficiencia y la trazabilidad y reducir la discrecionalidad de lo que depende de funcionarios públicos. Pero también necesitamos asegurar que los que están velando por el cumplimiento de las nuevas reglas sean personas preparadas, neutras, capaces, ajenas a influencias políticas, al crimen organizado y al narcotráfico. Necesitamos que sean personas que tengan la aprobación de muchos sectores de la sociedad y no solo del gobierno de turno.
Tercero, no se puede esperar migrar de la noche a la mañana de un sistema totalmente disfuncional — donde la norma era romper las reglas — a un sistema en donde todos cumplen las reglas. Las estrategias de transición reconocen la importancia de entender por qué el sistema era disfuncional, los factores estructurales que contribuían a los comportamientos no deseados, la importancia de diseñar nuevas reglas y nuevos procesos que faciliten el cumplimiento, y la importancia de dar ventanas de amnistía para ciertos tipos de personas que rompieron las reglas en el sistema anterior.
Para concluir, quisiera aclarar que hay personas mucho más preparadas que yo que deberían de tomar la batuta en esta discusión ciudadana para encontrar el mejor camino para erradicar la corrupción. Pero sí quiero compartir dos fragmentos de idea que un gobierno de Semilla podría tomar en cuenta en sus esfuerzos genuinos por erradicarla.
El primer fragmento es que quizás deberíamos de considerar una estrategia de transición en la que se abre una ventana de amnistía a cambio de confesión para las personas que estén dispuestas a ser parte de nuestra nueva Guatemala. El costo en tiempo, dinero y desgaste judicial requeridos para armar un solo caso con evidencia contundente para condenar a un solo corrupto es enorme. Si multiplicamos eso por cientos de personas, y tomamos en cuenta la capacidad que tienen para obstruir la justicia, podríamos pasar cuatro años con una dinámica de luchas de poderes y un desgaste contraproducente para erradicar la corrupción. Uno de los aprendizajes de nuestra época de la CICIG es que cuando se otorgaba amnistía selectiva para generar evidencia en contra de otros, esos otros les hacían la vida imposible a los confesores. Desde mi perspectiva, el único camino para movernos rápida y efectivamente a un gobierno sin corrupción es abrir una ventana de amnistía a cambio de confesión para todos. La carga de la prueba estaría del lado de los corruptos, en vez de los fiscales.
Esto va a requerir dos decisiones humildes de la ciudadanía. La primera es dejar de demonizar a “los corruptos” y empezar a demonizar a la corrupción. Si somos honestos, podemos encontrar corruptos en todos lados, incluso personas que queremos mucho — no porque sean malos, sino porque la corrupción es el sistema operativo sobre el cual estamos corriendo el software de nuestras vidas. La segunda decisión es de soltar el deseo de venganza. La venganza genera más injusticias, que como resultado generan más deseos de venganza. Si no paramos este círculo vicioso de revanchismo judicial, destruiremos nuestra sociedad.
Van a haber personas corruptas que no van a querer sumarse a este esfuerzo, pero los primeros en aprovechar esta amnistía serían todos los empresarios que son víctimas de la corrupción, y que realmente prefieren vivir en una Guatemala no corrupta. Me imagino que muchos funcionarios del estado también se sumarían al esfuerzo, especialmente si se les brindan protecciones para que no sean víctimas del crimen organizado. Los que quieren seguir operando corruptamente, se quedarán callados, con el riesgo de que al cumplirse el plazo de la amnistía, toda la fuerza de la justicia podría ir en contra de ellos. Pero a diferencia de hoy, habría un volcán de evidencia de todos los que confesaron que se podría usar para armar casos más fuertes.
El segundo fragmento de idea sería que el nuevo gobierno creara una especie de comisión para hacer una reingeniería de incentivos y procesos del estado. Por mucho que queremos tener funcionarios públicos honestos y preparados en los puestos del estado, la realidad es que para muchos, trabajar en el estado implica ganar un tercio de lo que podrían ganar en el sector privado. No nos debería sorprender que muchos estén buscando fuentes complementarias de ingresos. Pero, aunque un funcionario sea honesto y preparado y esté ganando un sueldo dentro de los rangos del mercado, si tiene que escoger entre recibir una maleta de Q100,000 o que le maten a un hijo, no nos debería sorprender que escogería la primera opción. Esta comisión tendría la tarea titánica de diseñar nuevas leyes, nuevos reglamentos, nuevas normativas y nuevos procesos que logran impedir que el funcionario público tenga que estar en esa posición imposible.
Tenemos la gran oportunidad de realmente construir un país con más justicia — en donde nadie esté por encima de la ley. Pero esto va a requerir una madurez democrática. Requiere reconocer que nuestro reto de justicia es cultural, no judicial. Que personas buenas hacen cosas malas en contextos disfuncionales. Que por mucho que tengamos el derecho de condenar a todos los corruptos, si insistimos que el único camino a la justicia es ojo por ojo, eventualmente todos quedaremos ciegos.
[1] En 1971 se hizo un experimento conocido como el “Stanford Prison Experiment”. Los 21 estudiantes que participaron en el experimento fueron asignados roles de forma aleatoria (prisionero o guardia) en un sótano convertido en prisión temporal. El experimento, que tuvo que haber durado dos semanas, tuvo que pararse a los 6 días, porque el nivel de trauma sicológico que estaban sufriendo los prisioneros había llegado a niveles peligrosos. Los guardias, que habían asumido su rol al pie de la letra, habían logrado destruir el espíritu de los prisioneros a tal punto que se estaban volviendo locos. Este experimento causó tanto daño a sus participantes, que la Asociación Americana de Sicología empezó a exigir que todos los experimentos futuros requerirían la aprobación de un comité de ética antes de hacerse. Uno de los aprendizajes muy valiosos de este experimento, sin embargo, fue comprobar que personas buenas pueden hacer cosas muy malas cuando se encuentran en contextos sociales que endosan su comportamiento. Ha habido muchos experimentos que se han hecho desde entonces que comprueban este fenómeno humano — midiendo por ejemplo la capacidad de alguien de electrocutar o causar dolor a alguien más cuando esa persona se equivoca. Personas comunes y corrientes cometen acciones crueles e incluso letales siempre y cuando una figura de autoridad le sigue insistiendo que está bien lo que está haciendo.