Danza con Kiwis —# 04 — Sociedades Comparadas

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Hoy se cumple una semana desde que empecé este viaje y creo que este es un buen punto para empezar a pensar sobre la sociedad a la que he llegado y mi reacción a este nuevo mundo, tan similar pero distinto en sus detalles. Es como quien viaja a una dimensión paralela donde todo parece casi igual pero hay pequeñas cosas que uno no espera y que lo desconciertan ligeramente.

Cruzar la calle fue toda una odisea en los primeros días, no porque fuera difícil, sino porque mi cerebro se empecinaba frenéticamente en mirar al otro lado incluso cuando veía a los autos venir en la dirección contraria. Mis instintos sentían el peligro aun cuando mi mente racional sabía perfectamente que todo estaba bajo control.

Actividades mundanas se resumen en charlas incómodas en las que tratamos desesperadamente de explicarle a la cajera de un local que queremos agregar crédito a nuestro teléfono pero desconocemos el término adecuado. No importa cuánto sepamos del lenguaje local, sin conocer los modismos diarios vamos a balbucear términos hasta que nos entiendan y nos regalen una ligera mirada de lástima mientras completan la tarea requerida. Eso alimenta un ligero sentimiento de superioridad la siguiente vez que vamos al mismo local (aunque tratando de que nos atienda otra persona) y usamos el término aprendido un día atrás con un ligero tono de fastidio, como si fuera algo que estamos cansados de hacer diariamente.

Pero pasado esta pequeña ventana de tiempo, en la que somos como un perrito desvalido bajo la lluvia, comenzamos a aclimatarnos y a sentirnos lentamente como si este hubiese sido nuestro hogar desde hace años. A algunas personas le toma más tiempo que a otras pero eventualmente pasa, el ser humano tiene esa capacidad de acostumbrarse a todo, naturalizando lo extraordinario hasta volverlo algo cotidiano, desde los mayores placeres hasta los más terribles horrores.

Y es en ese momento, cuando comienza a asentarse la nube de polvo de la fascinación, que podemos (si nos tomamos el trabajo) empezar a ver este nuevo lugar con los ojos de un local.

Sin duda, en cada viaje que hagamos vamos a utilizar nuestro lugar de procedencia como la vara con la que vamos a medir todo lo que nos pase. Ciertos destinos nos van a hacer pensar en nuestra tierra de origen como un paraíso terrenal. Hace poco tiempo conocí a alguien que dos veces al año viajaba con un grupo de amigos a una isla del delta del Tigre para vivir prácticamente a la intemperie, sin electricidad ni comodidades modernas, dependiendo únicamente de la pesca y el comercio con los locales como medio de subsistencia. Esta persona me decía que disfrutaba mucho del contacto con la naturaleza, de tener que valerse por sus propios medios y que, tras el regreso, ese estado primitivo le permitía valorar enormemente las comodidades que tantas veces damos por sentadas.

En el otro extremo tenemos los viajes en los que nos encontramos con sociedades mucho más ordenadas, a donde “todo funciona”. Nos sorprendemos cuando viajamos a destinos como Europa porque vemos ciudades tan limpias y ordenadas que nos hacen sentir que estamos en un parque de diversiones. Nos cuenta mucho creer que eso pueda ser real.

Siempre que viajamos a ese tipo de destinos es un golpe bastante fuerte volver a la realidad de la que nos fuimos. Las comparaciones generalmente dejan mal parado a nuestro país de origen. Imagino que esto le pasa a todo el mundo que viaja y en mi caso particular ser politólogo no me ayuda en lo más mínimo, básicamente me entrenaron en la facultad para comparar sociedades. Es casi como un acto reflejo buscar los engranajes y los motivos que hacen que todo funcione de la manera que lo hace.

Pero esta obsesión comparativa puede ser algo positivo, siempre y cuando tratemos de ser lo más objetivos posibles a la hora de comparar. Los que vuelven de Europa y Estados Unidos puteando a la Argentina porque no es “más como en los países civilizados” caen en la trampa de creer que su perspectiva de turistas es la realidad diaria de las personas que viven en esos países.

La ventaja de tener por delante un viaje como el mío, que me va a dar, como mínimo, un año viviendo en el país, es que me permite tomarme mi tiempo para observar con más detenimiento cosas que como turista normalmente dejamos pasar de largo. Generalmente quien viene por unas pocas semanas no se preocupan de cosas como el conocer gente local, ni de cuáles son los medios para abrir una cuenta bancaria o hacer trámites a largo plazo.

Pero con una perspectiva más amplia yo sí me puedo tomarme el tiempo y buscar comparar Nueva Zelanda con Argentina desde un lugar un poco más formado y neutral.

Debo decir que me fui de Argentina con la idea de no volver más, ya sea porque me quede en este país indefinidamente o porque mi viaje sigua hacia otros pagos que el destino decidirá.

Mi partida del país tiene mucho que ver con el hartazgo de ver que tropezamos una y otra vez con la misma piedra sin poder salir adelante en las cosas más básicas. Muchas veces me pregunté qué es lo que nos detiene como nación.

En mis 35 años puedo decir que he visto muchas cosas: tres crisis económicas, el austral, la convertibilidad, el peso flotante (o hundido), una version de la economía de consumo subsidiada y otra liberalizada (dos veces), gobiernos peronistas, gobiernos liberales, gobiernos peronista liberales y a De la Rua (sea lo que haya sido eso). Vi saqueos (varias veces), todo tipo de manifestaciones: por pedidos de seguridad, de trabajo, de subsidios, en contra y a favor del aborte (en simultaneo) y algunas marcgas sin ningún un motivo aparente. Vi estas y tantas otras cosas que se volvería aburrido para mí y para ustedes que intentara listarlas a todas.

Pero también me he encontrado con gestos desinteresados, personas amables y atentas que ayudaron a extraños como si fueran amigos de toda la vida. He conocido gente que apuesta por el futuro y por salir de la mediocridad, queriendo conseguir algo más y cambiar su ambiente para mejor aun cuando todo el mundo les dice que no se puede y que deberían darse por vencidos. El argentino tiene una capacidad envidiable para adaptarse e improvisar, para progresar cuando todo se cae a pedazos a su alrededor y una tenacidad para enfrentar los peligros que sin duda le permitiría sobrevivir al más devastador apocalipsis.

Si tenemos todo este potencial en nuestras manos ¿Por qué no salimos adelante? ¿Por qué sigue pasando una y otra vez las mismas desgracias y tropiezos?

Creo que a una semana de llegar a Nueva Zelanda puedo aventurar una respuesta: son los pequeños detalles, las pequeñas faltas que allá se cometen porque hacen las cosas más fáciles en el corto plazo.

Para que una sociedad funcione es necesario que exista una serie de acuerdos entre los individuos de que cosas están permitidas y que no lo están. Esto, que parece una afirmación básica y obvia dista de serlo porque su aplicación se pierde en nuestro país.

Cuando una sociedad se rige por un libro de reglas comunes entonces podemos predecir lo que hará el otro. Las reglas de tránsito, por ejemplo, si son cumplidas por todos los conductores, nos asegura saber cómo va a actuar el auto que está por delante de nosotros; el peatón que cruza por la esquina le permite al conducto sabe que nadie va a salir de entre los autos estacionados a mitad de la cuadra y el derecho de paso es la regla que nos permite dar prioridad rápidamente a un vehículo en la intersección sin necesidad de estar midiendo quien tiene el auto mas grande.

Todas estas reglas son imposiciones que restringen nuestra vida y hacen que algunas cosas tomen más tiempo que si actuáramos plenamente en nuestro propio interés. Por supuesto que vamos a llegar más rápido si pasamos primero nosotros aunque no tengamos prioridad de paso, ni hablar del tiempo que perdemos si tenemos que ir a la esquina para cruzar cuando tenemos el lugar a donde queremos ir justo enfrente nuestro.

Las leyes y códigos de convivencia que nos impone la sociedad tienen como fin la predictibilidad de las acciones para lograr una mayor eficiencia en el largo plazo a una escala social, no individual.

Claramente Nueva Zelanda no está exenta de individuos que se aprovechan del sistema, los llamados free-riders, pero no son la mayoría y por eso muchas cosas funcionan mejor acá que en Argentina. Cuando perdemos la visión a largo plazo y empezamos a priorizar nuestras ventajas personales sobre las obligaciones sociales entonces el sistema empieza a romperse. Esto nos lanza a un espiral descendente en el que se vuelve contraproducente para el individuo actuar de forma socialmente responsable, porque esto le va a generar una desventaja frente a los que no cumplan las reglas, quienes son cada vez más.

Miremos los impuestos, por ejemplo. En Argentina lo lógico para todo individuo es evadir impuestos, no solamente porque gran parte de lo recaudado no regresa en forma clara a la sociedad, sino porque la creciente presión impositiva (necesaria por el alto grado de evasión) hace que sea inviable crecer si uno paga todos lo que le corresponde. Esto genera un efecto bola de nieve donde el Estado tiene que subir los impuestos en pos de cubrir los baches que dejan los evasores y a su vez esta suba empuja a la gente a evadir aunque no lo quiera porque de otra forma solo le espera la quiebra.

En pocas palabras, en Argentina el sistema hace que lo lógico sea ser corrupto.

Y esto no se enmarca solo a los impuestos, ocurre en todos los órdenes de la vida, incluso a veces lo tenemos tan naturalizado que ya ni siquiera tenemos el reflejo de pensar que estamos actuando de forma corrupta.

Creo que esa es la principal diferencia. Muchos creen que ir a un país del primer mundo significa que van a un paraíso donde todo va a ser fácil, que solo basta chasquear los dedos para conseguir lo que queremos. Esa es una percepción falsa y la razón de que veamos tanta gente volviendo del exterior vencidos y sin haber podido conseguir sus metas. En un país del primer mundo las cosas no son fáciles, simplemente las cuestiones básicas funcionan relativamente bien lo que hace que las tareas más mundanas no sean una carga insoportable.

Argentina está atrapada en una espiral descendente que solo puede arreglarse si todos los individuos se dan cuenta que es responsabilidad de cada uno el cumplir las reglas. No podemos enojarnos porque nuestro vecino tira la basura en la calle si al mismo tiempo vamos en nuestro auto con las luces rotas y el registro vencido.

Lamentablemente no sé cómo solucionar el problema de nuestro país, siento que la inercia hacia el abismo es demasiado grande y siento que estas reflexiones son como gritar al viento.

Pero no podía dejar de poner por escrito estae pensamiento que me surge tras una semana de vivir en un país que, aunque diste mucho de tener todos sus problemas resueltos, tiene lo básico funcionando y desde ahí puede vivir con la esperanza de que cada nuevo día será un paso más hacia un futuro más brillante.

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