Sobre tenerle amor a las ciudades

¿Cuál es la diferencia entre querer a Caracas y querer a Buenos Aires?

Carmen Alicia Coto
3 min readJul 15, 2019
Photo by Joel Fulgencio on Unsplash

Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese que sé yo, ¿viste?
Salgo de casa por Arenales, lo de siempre. En la calle y en mí.

Nací en Caracas. Quisiera poder adornar eso con alguna descripción poética como “nací en Caracas un jueves lluvioso de primavera”, pero la verdad es que no sé qué clima hacía cuando nací, y en mi ciudad natal no hay estaciones.

Igualmente, no recuerdo Caracas cuando era niña. Mis primeros recuerdos son de agua salada y arena, de salir a comprar pescado con mi mamá junto al mar y de aprender a comer cocos enteros, recién cortados, junto a la orilla de la playa. Me fui de Caracas muy chica, pasé toda mi infancia en laisla, y volví cuando empezaba a ser adolescente y cuando empezaba a experimentar mis afectos. Hacia la vida, hacia la gente y hacia mi entorno. Mi afecto hacia la ciudad.

La Caracas de mi adolescencia era sucia y caótica. No “caótica” como cree la gente de pueblo que las capitales son caóticas, sino caóticas de verdad. Caracas estaba hecha de gritos y smog, y de aprender a pisar antes de ser pisado. Aprender a abusar antes de ser abusado.

También estaba hecha de viejas costumbres. De catedrales antiguas y universidades de concreto. De autobuses viejos y autobuses más viejos. De guacamayas y periquitos. De árboles. De sol.

Pasé muchos años sin quererla. Caracas es una ciudad extraña y hostil, que, como un duende de puente, no te deja pasar a menos que respondas su acertijo. Tienes que agarrarle el truco y aprender a complacerla.

Pero en algún punto de mi adolescencia, aprendí a quererla furiosamente. En un momento, creí entenderla y la quería en toda su barbaridad, en toda su intensidad y su amor violento y caribeño. La quería.

Y, como pasa con todo primer amor, en el momento pensé que sería el único. Pero ahora conozco otras ciudades que son furiosas de maneras muy distintas.

De hecho, al principio no entendía porqué a Buenos Aires la llamaban ‘la ciudad de la furia’. En comparación, la veía y la sentía ordenada, limpia, feliz. Mi primera impresión de Buenos Aires no fue la de ver una ciudad furiosa, fue la de encontrarme con calles perfectamente numeradas (cada cuadra cien números, a la derecha los pares, a la izquierda los impares), parques abiertos, calles seguras. Y hoy, a pesar de que en algunas cosas mi percepción ha cambiado a fuerza de costumbre, no puedo estar totalmente segura de que en sí misma sea una ciudad furiosa.

Lo que sí puedo decir es que Buenos Aires es un hermoso desorden. No es el caos caribeño del que vengo, no es europea como ella misma quisiera, pero es un punto medio precioso. Sí, Buenos Aires quiere ser europea, con sus edificios adornados y sus ademanes italianos; pero, por suerte, le queda grande a los estereotipos. Va más allá.

Y se extiende, se extiende fuera de los límites de la General Paz, se extiende hasta que no es más ciudad sino ciudades, provincia, infinito.

Infinito plano, infinito junto al río, infinito qué sé yo, ¿viste?

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