Escribir historias sobre el fin del mundo para no escribir el fin del mundo

Carolina León
7 min readAug 15, 2024

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el libro La última frase frente al ventilador

¿Sabe alguno de vosotros imaginar realmente la extinción?”, pregunta al resto de sus acompañantes uno de los personajes de Plaza Elíptica: en este, el primer cuento de Historia general del desayuno, cuatro personajes dispares se han apuntado a una excursión en la que esperan encontrar cierto lugar sagrado, cierto oráculo maravilloso, que les dé instrucciones para encarar el fin del mundo. El oráculo o lugar chamánico o festival milenarista –nadie sabe bien qué va a encontrar– está en algún punto del extrarradio de una gran ciudad y no hay manera de llegar a él que no sea dando vueltas. Al final no se llega en línea recta.

Al regresar, al cabo de mucho tiempo, a la escritura de ficción, me hice incesantemente preguntas sobre qué era lícito, qué era digno de ser contado, en el contexto actual. No sólo qué quería contar, sino a dónde conduciría estas historias, en suma, porque allá donde concluye un relato este se construye. No es lo mismo matar a la protagonista que abrirle una puerta de salida, por ponerlo simple.

Comprendía, y aún lo veo así, que estamos escribiendo (viviendo, emparejándonos, reproduciéndonos o proyectándonos) en tiempos agotados: el sistema está agotado, la industria del libro está agotada, la capacidad de atención de las lectoras está agotada… y tantas cosas que deberían ser abundantes están a un tris de agotarse. Puede que hasta la imaginación lo esté, me decía, pero la imaginación es una facultad que no debería mermarse precisamente si estamos acercándonos al fin del mundo, sino todo lo contrario. Las muchas preguntas que me hacía llevaban hasta aquí: pocas historias reúnen las condiciones para ser dignas de llevarse nuestro escaso tiempo –para ser escritas, para ser editadas, capturar la atención y ser leídas–.

Entre las sucesivas escaseces que el presente nos dispone, la escasez de atención es probablemente la que más afecta al occidente amplio (porque los otros mundos viven escaseces materiales más llamativas): la atención es un bien disputadísimo, y la batalla por la misma es la estrategia distractiva mejor aprovechada por este turbocapitalismo acelerado. Porque, llamativamente, los contenidos no son un bien escaso (habría que estudiar qué contenidos son estos que abundan), y la ficción inunda nuestros cotidianos: estamos sobrealimentados de historias, hasta el hartazgo, en todos los formatos, pero de una forma de historia muy concreta que busca acrecentar y mantener la adhesión a los valores del sistema. El miedo, la inseguridad, la desconfianza, incluso la conciencia del fin están dentro de esos valores, pero de tal modo que solo quedan en la retina y la psique como entretenimiento, truco del mal menor o atontamiento por sobreabundancia. Ante el escaparate de una librería generalista, de un portal de streaming audiovisual o de videojuegos, aunque algunas temáticas ecologistas o sociales se cuelen, la maquinaria de la ficción o de contenidos no parece estar a punto de atascarse, por ahora.

En este contexto, hace cuatro años aposté por regresar a la fabulación de historias como un acto político, además de personal. Fabular no se hace en el vacío, no es un arte sacro, no es un don sin consecuencias: la escritura ha de ser presente, y la invención de historias ha de incidir en este presente en el que el sistema (por todas sus costuras) está a punto de reventar; el del contador de historias ha de ser un trabajo atento a su responsabilidad en el mundo, como lo ha sido siempre y un poco más.

Hace pocas semanas leí el libro La última frase, artefacto publicado este mismo año por La Uña Rota:

«Además de ser un producto de entretenimiento, la ficción tiene un impacto sobre el mundo. Se deja influenciar por su entorno, pero también lo fabrica. Es un proyecto de colaboración, de retroalimentación, un ejercicio constante de revisión de la memoria y una apuesta de anticipación. Una voluntad de construir un tiempo en el que los antecedentes y los pronósticos se interpenetran. Los paisajes de los finales de novela contaminan y son contaminados por la realidad, como si se tratase de una creación conjunta».

Camila Cañeque, artista conceptual y filósofa, recoge en este trabajo, a través de 452 finales de libros, mordaces e inteligentísimas reflexiones sobre el fin. (El libro La última frase, por su carácter de colección obsesiva y demorosa, por su catalogación razonada de las ideas que se ocultan detrás del concepto de “final”, tiene algo de artefacto “infinito”, en cierto sentido inabarcable: como es un libro con tantas salidas como entradas, llevo semanas pensando en él).

A lo largo de sus reflexiones, emerge un paralelismo consecuente entre “terminar las historias” para “no terminar el mundo”. El fin de las historias, su última frase, nos habla de un tiempo acotado que somos capaces de domesticar, contener, hacer caber en nuestro tiempo humano, y cada uno de esos finales de historias tranquiliza o deja listo para emprender otra nueva cosa (volver a empezar). El otro tiempo, el del universo con sus supernovas y sus eclosiones y su silencio y su eternidad, no es manejable: abruma y aniquila la imaginación. Paraliza. Despolitiza. Por eso –entre otras razones que no caben en este texto–, la fabulación tiene una enorme responsabilidad en el presente, como siempre ha tenido y un poco más.

Una de las cuestiones a las que más vueltas di mientras escribía fue precisamente a dónde conducía cada una de esas historias, en las que personajes diferentes se ven asfixiados, impelidos por situaciones opresivas, abocados a viajes hacia el fondo humano, o encarando finales, de una etapa, de la vida, de su salud mental, o de todo lo conocido. Creía y sabía que la fabulación que estaba proponiendo, si era la última que era capaz de ofrecer, tenía que abrir huecos o pasillos hacia otra cosa, no me podía permitir la desesperanza absoluta. Contar una historia para no contar el fin del mundo, y contar el fin del mundo para no acabarlo. En el cuento Plaza Elíptica, todos quieren ser testigos del “final” pero ese es un final que no puede ser contado. Y mientras no sea contado, será pospuesto.

Camila Cañeque en su libro insiste en que la idea del “fin del mundo” es un tropo al que tiende la ficción (al que tiende la especie humana) como el borracho tiende al bar: nos dice que pensar en el final de todas las historias juntas a la vez nos emborracha (“¿sabe alguno de vosotros imaginar realmente la extinción?”), por eso fabricamos historias individuales y las hacemos acabar. Cuando una historia concluye es tiempo de empezar una nueva, y a través de todas ellas podemos hilar mejor nuestro tiempo en el mundo (y lo que hacemos en él), y esto sería parte del trabajo sagrado de la ficción: hacernos permanecer. Hace pocos días lo dije de un modo parecido en una presentación del libro: volví a la ficción para agarrarme a este mundo.

Cañeque es bastante crítica y determinante sobre esta adicción a los contenidos escatológicos:

“De la misma forma que una obra adquiere su significado con la última frase, el apocalipsis le daría sentido al sinsentido del mundo. Llevamos toda la vida invocándolo, bebiendo de sus contenidos”,

pero es ella también la que nos ha confiado, a lo largo de esas páginas, que lleva tiempo obsesionada con la idea de fin, en todos los formatos del fin, geográficos, temporales, existenciales, y de ahí nace La última frase. En su obsesión me reconozco y reconozco que, quizá, yo también entré en un túnel sin salida: escribir en los tiempos del fin, con la conciencia del fin, puede ser algo adictivo.

Quizá esta década no sea más crítica ni más terminante que la de 1930, o que la de 1860, o que la de 1540, o la del 990. Quizá esquivemos el colapso durante muchas décadas y no lo veamos. Quizá en el occidente amplio las consecuencias del calentamiento global, las crisis, las migraciones climáticas, las guerras por los recursos, la escasez de alimentos y de agua, no se sientan de forma generalizada de aquí a treinta o cincuenta años. O tarde un siglo en sentirse, a costa de todas las demás. Quizá continúe produciéndose ficción capitalista que nos asegure continuar agarrados a “la normalidad” en la que nos distraemos o bien nos sumergimos en la idea de colapso y en la guerra del todos-contra-todos. Quizá la batalla por la atención la gane definitivamente la materialidad, y la ficción ya no tenga lugar tal como la conocemos: o bien, tenga que disputar su lugar de una forma determinante, definitiva, aguerrida, poniéndonos a imaginar finales alternativos a la historia, proponiéndonos salidas, con la imaginación como única aliada.

Puede que el fin no sea mañana. Pero es que hay algo corriendo muy velozmente hacia el final de todas las historias. Y en este panorama escribimos, imaginamos y fabulamos. Y no se puede obviar el panorama, y esta es la responsabilidad del contador de historias, emho.(*)

(*) en mi humilde opinión, porque, como el personaje del cuento, nací en 1974 y se nota. Se puede leer este primer cuento en la web de Pepitas de Calabaza y el libro se puede adquirir en cualquier librería del estado, a través de todostuslibros.com

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