Al final del mundo
La primera vez que estuve en el fin del mundo fue por el norte.
Al recorrer las rutas que llevan al Nordkapp, en Noruega, lo único seguro que tenía era que no me quería perder de mis amigos. No sabía muy bien qué esperar al llegar al final, pero no fue lo que vi. Mucho menos lo que sentí.
Al llegar al límite del mundo, al borde del barranco donde se termina la tierra y comienza el océano Ártico, me sentí pequeña. Entendí, mejor que nunca, la expresión un grano de arena en el desierto, es que justamente de esa forma me sentía: insignificante. Caminé por el borde de esos barrancos en silencio, con una total desolación que crecía en mi pecho y se hacía lugar por mis extremidades. Mis problemas y yo éramos igual de pequeños que todos los demás seres del planeta.
Cabo Norte se siente como el final: ya no hay nada más, los monstruos marinos existen y están al acecho.
Al llegar al fin del mundo por el norte, uno encuentra un marcador con los colores del arcoíris que indica latitud y longitud, una escultura del mundo, una de una madre con un pequeño hijo, y ocho medallones con creaciones que ocho niños de diferentes partes del mundo hicieron en un experimento de comunicación más allá del idioma.
En cambio en Cabo de Roca, mis sensaciones fueron completamente diferentes. Este lugar supo ser el fin del mundo durante siglos. El punto más oeste de Europa marcaba el final, justo antes de ver a los marineros desaparecer al ser devorados por todas las criaturas imaginarias (y reales) que la Europa medieval había creado. Pero para mí, este lugar representaba un inicio.
Al final del mundo por el oeste, entonces, hay una placa que nos ubica justo donde estamos: al final del mundo, un faro, una cruz y un gran barranco.
Los colores cálidos del atardecer sobre el Atlántico se venían como una pintura al óleo, donde las luces de los barcos en el horizonte hacían sentir que había esperanza al otro lado. Sentada sobre una piedra, admirando el paisaje, sentí esa emoción que solo me representan los barcos, la emoción de que se acercan aventuras.
Y luego llega el sur. Ushuaia es la ciudad más al sur del mundo y hacia allí huí en pleno verano (lo que quiere decir que salía a la calle de bufanda y campera térmica). El aire fresco aclaraba las ideas y el aire puro de montaña provocaba que esas ideas no pararan de correr.
El final del mundo al extremo sur del mundo no me despertó la desolación interior, ni tampoco me dio esperanza. En Ushuaia, mientras navegaba el canal, o caminaba por el parque nacional, incluso desde la habitación donde me quedaba, mirando las montañas a la distancia, lo que sentía continuamente era: esto es todo, ¿estás conforme?
— — —