Donde terminan las historias
Una historia de desencuentros y continuidades
Hace un par de semanas me encontré pensando: ¿por qué no pudo mi viaje tener un final como el de Comer, Rezar, Amar?, con una protagonista enamorada y feliz.
Doy gracias a las segundas partes, que nos quitan esa ilusión de comer perdices.
Entonces comencé con esta idea de que todo depende de dónde termine la historia: Elizabeth Gilbert eligió, inteligentemente, terminar su relato de auto-descubrimiento al encontrar el amor de un hombre. ¿Cómo hubiera terminado mi propio libro de viajes?, porque hasta donde la memoria me llega, yo también volví a casa de novia.
El problema, desde mi perspectiva, era que yo seguí viviendo mi propia vida: me desenamoré, dejé a aquella persona con la que salía, me volví a enamorar de otro y así sucesivamente. Sin embargo, si mi libro terminaba cuando lo conocí a mi ex, ¡ah!, qué maravillosa historia hubiera sido. En lugar de Italia, India, Indonesia, mi historia hubiera incluido: Alaska, Inglaterra, Mar Caribe. Al final del libro hubiera conocido a un intrépido portugués (porque todos los barcos tienen un portugués, alguien astuto que sabe liberarse de los problemas), y al final de ese libro podría haber escrito algo como: «navegar por el Atlántico, perseguir el horizonte». Frases pegadizas, que van un poco a los lugares comunes pero con las que todas resonamos. Esas frases que significan amor.
Sin embargo, mi historia no terminó allí de la misma forma que la historia de Elizabeth Gilbert, con quien luego fue interpretado en la película por Javier Bardem, no terminó con el libro. Porque la vida sigue. Porque la vida está llena de cosas de las que no escribimos (como ronquidos, babas en la almohada, quemaduras por el sol que dejan a la otra persona poco atractiva y hasta pedos en la cama). Como ella ha sido tan generosa de compartir su vida con el público, sabemos cómo siguió esa historia: con la deportación de Javier Bardem, con refugiarse en Vietnam porque era un país barato que podían costear, con una investigación exhaustiva que llevó a la publicación del siguiente libro, donde Gilbert buscaba motivos para casarse. Hablemos de lo poco romántico que es eso: convencerse a uno mismo que debe casarse. Y, como la muerte de una crónica anunciada, luego llegó el divorcio de Javier Bardem porque (¡spoiler alert!) se dio cuenta de que estaba enamorada de su mejor amiga.
Lo que me lleva, justamente, a que lo verdaderamente importante es dónde está el punto final.
La historia del Zar Nicolás II y la Zarina Alexandra podría ser la historia romántica más maravillosa, de no ser porque terminaron muertos, ellos, sus hijos y su personal de confianza. Pero, ¡ah!, la historia del príncipe del imperio más grande del mundo que, tan enamorado estaba de aquella princesa de Hesse, insistió en sus propuestas de matrimonio sin importar cuántas veces ella lo rechazara. Alejandro III, el Zar del momento y padre de Nicolás II, dispuesto a hacer que su hijo se distraiga del enamoramiento, preparó una de las embarcaciones de guerra del reino para que lleve a sus hijos varones a dar la vuelta al mundo. Nicolás llegó tan lejos como Japón hasta que tomó sus cosas, se bajó del barco y se fue a Alemania para volver a pedirle, una vez más, casamiento a Alexandra. Y entonces ella dijo que sí.
Hasta allí, una gran historia romántica. Sin embargo, la vida sigue. Ella debería haberse guiado por su primer instinto.
La historia del mundo occidental sería muy diferente si Jesús se hubiera muerto en la cruz. Y, a la vez, Juana de Arco nunca hubiera llegado a mártir de no haber muerto en la hoguera.
Pero no son esos finales absolutos los que nos arruinan: cuando alguien muere, ya está. Lo que nos afecta en la vida diaria es recordar a la Cenicienta mirando a su príncipe, feliz, con su vestido de novia. ¿Qué habrá pasado después?
Bueno, mi cinismo y yo tenemos dos versiones. La primera es dada por el musical Into the Woods, donde Cenicienta escapa del castillo en mitad de la noche al descubrir que su príncipe Encantador la engaña. La segunda versión, en realidad, también tiene que ver con los cuernos: es que cada vez que me dicen «Cenicienta» no sé por qué la princesa Diana se me viene a la mente. Y todos sabemos que esa historia, de haber terminado en el casamiento, era muy feliz. Pero la vida sigue…
Entonces, aquella cuestión de: por qué mi viaje no tuvo final feliz. Bueno, es que la vida siguió. Es que en el camino fui tomando otras decisiones. Quizá aquel final feliz navegando por el Atlántico sonaba bien en el libro, pero pidió un remake y una continuación en la vida real.
Al fin y al cabo, la vida está compuesta de historias. Y, de momento, la mía sigue.