Mi propia pizzería

Melissa Amezcua
4 min readMar 26, 2019

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Coincido con Lucía Berlín cuando habla del don que tenemos algunos para quedar mal.

No tengo claro si todavía eran los 90 o ya habíamos pasado el 2000 cuando Denisse y Betito llegaron al conjunto habitacional en donde pasé una parte de mi infancia, en el centro del Puerto de Veracruz. Se llamaba La Paloma y estaba entre una estación de radio y el parque embrujado Reino Mágico.

De niños, a mis vecinos y a mi nos encantaba contar la historia de que ese lugar había sido un cementerio. A los departamentos más nuevos los bautizamos como “la zona Xalapa” o “Xalapita”, porque esa ciudad siempre nos parecía aburrida. En las cocheras de esas casas abandonadas había ratas, basura y decían que hasta murciélagos. A los que nos gustaba andar en bici o avalancha nos gustaba deslizarnos por las rampas del estacionamiento de Xalapita.

La mayor parte del tiempo eran puros varones y yo. Las mujeres que había ya eran adolescentes –como mi hermana mayor– y nuestros juegos les parecían aburridos, supongo. Ellas se reunían para ver videos de MTV y escuchar a Madonna. A las demás niñas casi no las dejaban salir a jugar a los estacionamientos.

Así que cuando los hermanos Denisse y Betito llegaron a La Paloma para mí fue todo un suceso. Eran hijos de una madre soltera y, desde mi perspectiva, muy alta e imponente. La mujer trabajaba todo el día y en las tardes ellos se quedaban solos en su departamento del último piso. Qué privilegio.

Tampoco tengo claro si mis padres estaban al tanto de todas las veces que yo terminaba viendo la tele en las literas de Denisse y Betito, comiendo palomitas. Eran días geniales, aunque Denisse, una niña rubia a más no poder, lacia, de ojos azules o verdes, se la pasaba molestándome por la forma de mis pies, todo me daba risa.

Durante una de esas visitas a su departamento tuve la brillante idea de pedir una pizza, aprovechando que no había papás que nos dijeran que esa comida era sólo para fiestas o días de futbol. Sólo que teníamos un pequeño problema: el dinero.

Digo pequeño porque en mi deber como la más grande de la casa en ese momento, se me hizo fácil pedirle efectivo a los vecinos: donativos de tan sólo 20 pesos a las personas cuyo teléfono me sabía de memoria: Doña Norma, Sandra la Enfermera, Héctor mi amigo, y algún otro. Si cuatro o cinco vecinos accedían a mi petición, podríamos pedir una pizza con queso en la orilla.

El problema fue que al segundo intento fallido de mi incursión en el telemarketing, sonó el teléfono. Era mi padre.

– ¡Qué chingados estás haciendo, Melissa! ¡Van a decir los vecinos que no te damos de comer! ¡Te me regresas en chinga a la casa!– dijo exal-ta-dí-si-mo.

Estoy casi segura de que mi justificación con los dos vecinos que hablé fue que teníamos alguna especie de festejo a propósito de nuestro club infantil. Porque de hecho, sí teníamos un club infantil, yo era una de las líderes.

Sergio, un vecino que pasó años pidiéndome que fuera su novia (pese a mis negativas y que éramos apenas unos niños), y yo iniciamos un club con el único propósito de recolectar dinero para pedir una pizza. Siempre pensé que estaba dispuesto a seguir todas mis ocurrencias con tal de que fuera su novia.

Tomamos una mesa de madera de la caseta de seguridad, le pedimos a nuestros padres 30 pesos para invertirlos en dulces que compraríamos de un puesto cigarrero ubicado sobre la avenida Salvador Díaz Mirón, en la que los camioneros se paran a descansar, tomarse una coca, fumar y persignarse frente a la Virgen de Guadalupe que supuestamente apareció incrustada en un árbol por obra del Señor.

Ahí compramos unos chicles, chilitos, paletas y tamarindos y los vendíamos a gritos. ¡Dulces, dulces!

En un lapso de tal vez un mes o más juntamos casi 200 pesos, probablemente dábamos risa o ternura entre los vecinos, quienes pese a que sabían que estábamos revendiendo dulces a un costo absurdo, nos los compraban. El dinero, por acuerdo mutuo, se guardaba en la caseta de seguridad a la que sólo su abuela, por ser administradora de los edificios, tenía acceso. Confié en él hasta que un día que llegué a la caseta, noté que estaba abierta, entré y la cajita con el dinero ya no estaba. Nos habían robado nuestros 200 pesos para la pizza. En ese momento, mis ataques de coraje todavía no alcanzaban niveles tan elevados, y aunque le rogué a mi madre que le declara la guerra a la abuela de Sergio, me aconsejó que lo mejor era dejar las cosas por la paz y alejarme un poco de ese niño.

Esa fue mi verdadera motivación para telefonear a los vecinos. ¡Comprarme mi maldita pizza con queso en la orilla por la que había trabajado!

El día que mi padre me llamó a la casa de Denisse y Betito conocí la vergüenza pública y las ganas de esconderme bajo la tierra. Recuerdo haber pensado que de grande, o sea a los 18 años, trabajaría para poder comprarme mis propias pizzas.

Mi hermano Nacho, Héctor, yo, Fabiola y mi hermana Alicia.

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Melissa Amezcua

Me gusta leer, bailar, escribir y estar en la playa. También soy reportera.