De entrante: cocido.

Clara Igriega
4 min readOct 18, 2020

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Cuando su pie tocaba el suelo, era el momento de dar un brinco y bajar de la bici. Una vez en firme, le preguntaba, con temor a una respuesta negativa, si vendría mañana. Él siempre se reía y me daba un avance de la próxima aventura. Asombrada y nerviosa, le abrazaba deseando que llegase rápido la tarde siguiente.

A las 14:00 del día siguiente, contaba cinco escaleras hasta llegar a la puerta verde, yo odiaba que fuesen impares porque me gustaba subirlas de dos en dos. Al cumplir siete años, empecé en un colegio que estaba en otro pueblo y todos los días, el bus que nos traía de vuelta, me dejaba en casa antes de que llegasen mis padres, así que, mi madre me hizo una especie de colgante con la llave para entrar. A mí me vino genial para darle algún sentido a la quinta escalera, porque era ahí y solo ahí cuando podía quitarme el colgante y abrir.

Para que la espera no se me hiciese muy larga me habían nombrado encargada de mesa. Un puesto que me exigía mucho autocontrol ya que mi madre me había dejado bien claro, que los platos que tenía que poner eran los marrones de cristal y nunca unos blancos súper bonitos que guardaba en la alacena, con florecitas de colores alrededor, y que a mí me chiflaban. El siguiente encargo, también había nacido a raíz de esta espera, tenía tanto hambre cuando ellos llegaban, que al parecer, empecé a comer con mucha ansia y eso se reflejaba en un montón de lamparones en mi ropa, por los cuales, tenía esperando en la cocina, una camiseta de Caja Segovia que anteriormente había pertenecido a mi padre y ahora hacía las veces de mandil.

Hasta que ellos no llegaban no empezábamos a calentar la comida, a mí no me dejaban hacerlo porque decían que era muy pequeña, pero en realidad, creo que era porque lo de las cerillas se me daba fatal y gastaba un montón antes de conseguir encender una. Después del telediario, mis padres se quedaban fritos con el calor que soltaba el brasero y yo aprovechaba para hacer las tareas lo antes posible

Como en mi pueblo no vivían más niños, cada tarde, después de terminar los deberes, aguardaba pegada a la ventana mirando las cigüeñas y esperando ansiosa escuchar el “clin clin” de un timbre de bici que pronto llegaba: “¿Qué haces?, galga. ¡Vente que vamos a ir a unos mandaos!”. Pocas cosas me hacían más feliz que ver venir aquella boina negra protegiendo los ojos azules más bonitos del universo: los de mi abuelo.

Como yo era pequeñita y él era enorme me sentaba en el piquito del asiento y él iba de pie pedaleando. Por el camino, me contaba mil historias de todas las variedades, algunas me daban miedo o me ponían triste porque eran de la guerra y no me gustaba pensar que lo había pasado mal. Como yo siempre he sido más de escuchar que de hablar, hacíamos buen equipo. La mayoría de los días, íbamos a dar de comer a los cerdos y a regar el huerto. Mi abuelo sabía que los animales me daban un poquito de miedo, así que, me subía sobre sus hombros y yo, a salvo, les echaba berzas y maíz. Después, íbamos al huerto. Mi época favorita era el verano porque había melones. Yo era la encargada de hacer girar la pequeña “aspita” del riego. Mientras me acercaba al tosco grifo, veía a mi abuelo palpar la fruta y yo ya sabía qué pasaría después, así que, empezaba a salivar y a ponerme un poquito nerviosa. De repente, sacaba del zurrón un cuchillito, cogía un melón y me daba un trozo gigante que al morderlo chorreaba y me ponía perdida.

Los días que llovía nos quedábamos en casa y jugábamos a las cartas, a través de ellas, mis abuelos me enseñaba lecciones para toda la vida como la diligencia con los faroles y el valor de la picaresca, mi abuela siempre me decía que esos juegos eran como la vida: “no gana al que le tocan las mejores cartas sino el que mejor sabe jugarlas”. Si era viernes y se nos hacía tarde, me quedaba a dormir en su casa y yo no podía ser más feliz pensando que a la mañana siguiente, cuando me despertase, toda la casa olería a patatas fritas con cebolla. Mi abuela, las preparaba bien temprano cada mañana.

Todos los sábados, comíamos juntos mis padres, mis abuelos y yo. Siempre había cocido. A mí me dejaban echar los fideos esos chiquititos que lleva la sopa e ir a recoger la leña para que no se apagase la lumbre de la cocina. Mientras se terminaba de hacer, mi abuelo y yo, disfrutábamos del “entrante”. Bajábamos al patio donde estaba el columpio que me había construido de la manera más simple y maravillosa del mundo: un trocito de madera, enganchado a dos cuerdas que se ataban a un tronco sostenido en los tejaditos que rodeaban el patio. Entonces, jugábamos a cocido, ¿en qué consistía? mi abuelo me preguntaba por los ingredientes que necesitábamos para hacer un cocido. Si ese día me sentía muy valiente, decía hasta el agua para la sopa, ya que por cada ingrediente, él retorcía las cuerdas del columpio y cuando ya no te acordabas de más, las soltaba y el columpio empezaba a girar rapidísimo mientras yo gritaba ¡¡¡COCIDO!!! Qué mareo.

Pocas cosas recuerdo con tanta intensidad y amor que aquellas tardes de mi infancia. En muchas ocasiones, la gente me preguntaba si no querría vivir en otro lugar, donde hubiese más niños, incluso mis padres me decían si era feliz allí. Yo no entendía cómo me podían preguntar eso. Cómo no iba a ser feliz paseando en aquella bici que mi abuelo conducía, mientras me enseñaba que las cosas más simples son las más extraordinarias.

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