Pizza de bacalao, olivas verdas y alcaparras
La Galicia a la que iba de pequeño hace años que no existe. Sigo yendo unos pocos días en verano, para ver qué problema nuevo hay que resolver en una casa familiar que no encuentra comprador, y para juntarme con la familia en la comida anual, donde el plato estrella, de unos años a esta parte, es el karaoke de la tarde.
La casa de mi abuela se vendió hace tiempo. Hoy es de un inglés que ha puesto una barandilla en la escalera hecha de trastes de guitarra, y que abre sus puertas a quien quiera descansar del Camino de Santiago. Con Shaun -y alguna otra persona cuya historia merece espacios más íntimos que este- la aldea se ha convertido, en los últimos años, en una suerte de Doctor en Alaska de la Galicia profunda. El hórreo se está cayendo, el tejado del horno anexo, también, pero todo eso, aunque me apena, ya no es asunto mío: el hórreo, el horno y la casa son ahora parte de otra vida.
De la herencia materna conservo todavía un prado pequeñito, con un arroyo al fondo encajado entre abedules, y unos robles rebeldes que se aferran a la piedra de una pequeña cantera que hay en una esquina -acerca de la cantera hay otra historia, pero ya me estoy extendiendo demasiado-. Recibo por el prado, en concepto de alquiler, 150 euros anuales, además de la tranquilidad de saber que está cuidado. No hay más razón para mantener su propiedad que la alegría que me da pensar en él, y el sueño que esa tierra sostiene de levantar un día una casa allí -que sé bien que nunca voy a construir, porque algunos sueños están para hacer la vida mas alegre, como una tela traída de un viaje, o una figurilla africana de madera: Hay que saber qué futuros llegan tarde-.
Y todo esto porque quería hablar hoy del horno de mi abuela. Era -es- una pequeña construcción independiente, del tamaño de una habitación, levantada en piedra menuda al otro lado de la pista. Al fondo estaba la pequeña puerta del horno, hecho de piedra de cantera. Cuando empecé a ir a esa casa, hacía años que no se usaba. Solo recuerdo haberlo visto funcionar una vez. Mis tías y mi abuela se pasaron una mañana amasando masa para panes y empanadas. Hicieron el signo de la cruz en la masa para asegurar que Dios estaba de su parte. Recuerdo que los panes me supieron mas ricos que el comprado -que con seguridad era igual de bueno-. Pero más que la empanada o el pan, lo que más me fascinó es que se pudiese cocinar en ausencia de fuego, solo con el calor custodiado por unas piedras que lo iban entregando poco a poco, al ritmo requerido por la masa para cocerse. Y también me fascinó -lo sigue haciendo- que el único lugar donde la ceniza pueda manchar el alimento, sea en la costra del pan.
En mi casa, como es lógico, no hay horno de leña, pero cuando quiero acordarme del calor tibio de aquel horno, me entrego a la pizza. Hoy es viernes y es fiesta, así que hay tiempo para dedicarlo a hacer con paciencia una de bacalao, olivas verdes y alcaparras. Las instrucciones de la masa las conté cuando hablé de la pizza de sepia confitada y pesto. Cuando la masa esté en marcha, coceremos un poco de bacalao a fuego lento hasta que el pescado empiece a desmigarse. Entonces quitaremos la piel y cualquier raspa, y haremos con la carne unos copos bien escurridos de agua. Los repartimos sobre la masa, y echamos sobre ella una salsa de tomate –yo la hago con un bote de tomate triturado, que frío con un poco de aceite y mucho orégano-. Añadimos unas olivas verdes picadas, las alcaparras limpias y escurridas, cebolla, ajo y chile confitados, y un poco de queso -en lugar de mozzarella aquí se impone usar uno de tetilla-, y al horno sobre una piedra calentada de antemano, si se tiene. Estará lista en diez minutos a la máxima potencia. Al salir, un poco de parmesano por encima.