Labruna

ContraAtaque
7 min readJul 23, 2019

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Tenía un poco más de un año cuando Ángel Labruna falleció. Aprendí quién fue esta figura de nuestro fútbol porque cualquier hincha de River que supera los 50 lo menciona por ser el técnico que rompió con los 18 años sin títulos, y porque además sus padres supieron contarle de La Máquina, de la cual él formaba parte en ese fenomenal ataque. Y luego uno va leyendo y escuchando, y Labruna de una manera u otra aparece.

Pero la primera vez que escuché “Labruna” fue en El Arsenal, en el picadito de los sábados a la mañana. Entre los regulares venía un viejo flaco, de unos (estimo) setenta y varios años, de impecable conjunto de gimnasia rojo furioso (el de las tres tiras), calzado negro, medias blancas por fuera envolviendo las mangas de los pantalones y bufanda gris que se metía por debajo del cierre de la campera. Su cara era igual a la de Don Ángel, por lo que el viejo era llamado por todos Labruna.

Esos partidos juntaban a muchas generaciones, siendo yo el más jóven y el viejo Labruna el mayor. Jugábamos casi 11 contra 11, a veces éramos más, otras menos, en la cancha que hoy en día sigue estando y que va a lo largo de Avenida Brasil, frente al hospital Garrahan,. Un potrero de pasto gastado en el centro por la cantidad de juegos y ya casi totalmente de tierra, pero siempre con verde hacia los laterales.

Labruna jugaba arriba (como no podía ser de otra manera), pero de wing derecho a diferencia de su homónimo riverplatense que lo hacía por izquierda.

Lo cierto es que jugar con Labruna era hacerlo con uno menos. No porque el tipo sea viejo, sino porque no se hacía cargo de su edad. Es sabido que a medida que uno envejece las posiciones a ocupar dentro de la cancha son las de defensa, ya que para atacar se precisan cualidades más fáciles de explotar en la juventud, como la velocidad y habilidad, las cuales se pueden contrarrestar con experiencia, que te permite recuperar la pelota sin necesidad de correr. No obstante Labruna insistía con las posiciones ofensivas, y el viejo no se daba cuenta que su lentitud era un problema. Si cualquiera que haya llegado a sus 30 años nota que el cuerpo ya no alcanza la velocidad que solía, imaginate a los 70.

Como se paraba de wing derecho, eso implicaba que al recibir la pelota la obligación era gambetear (o superar en velocidad) a tu marca y mandar centro. Si por milagro el viejo lograba sortear la marca, el intento de centro terminaba en el pecho del segundo marcador central. A Labruna ya no le quedaba fuerza en la pegada.

Algo que siempre me causó gracia era la forma de pedir la pelota que tenía. Un único grito, lanzado con energía pero a su vez de bajo volumen. Este era un grito siempre un poco afónico, en lo que era ya un estado natural de su voz.

Seeeeeeehhh!!!

No puedo describir con palabras el tono de su voz, pero créanme cuando les digo que por algún motivo esta grabado en mi memoria, e inclusive hoy en día, de escucharla, la reconocería.

Habré jugado en estos combinados por un año en toda clase de partidos, pero el momento que traigo como relato es el de una mañana primaveral, nubosa y por momentos con esa garúa de la que te moja la cara pero no el piso. Los equipos siempre cambiaban pero en el de Labruna nunca faltaba el Tordo, que era líbero, difícil de pasar, siempre bien parado y el que respondía a la premisa “pasa la pelota o el jugador, pero no los dos”. Un cincuentón competitivo aún físicamente. Ese día las negociaciones en el círculo central hicieron que el dueño de mi pase sea el equipo de Labruna y el Tordo.

El Tordo (claro capitán) me mandó arriba por derecha, cerca de Labruna. No me molestó porque su amistad con el viejo le hacía tirarle pelotazos, y mi posición era para que Labruna tenga a quien darle un pase, y también para que en cuanto le quiten la pelota haya alguien molestando en la marca. A mi me gustaba porque siendo un chico eso me podía garantizar cierta participación en el juego.

El partido fue horrible. Los dos equipos desordenados, amontonaban gente alrededor de la pelota, como si fuesen niños los que jugaban. No sé cuántos goles se marcaron, pero el partido estuvo casi siempre en empate.

Apenas si había tocado la pelota cuando decidí bajar un poco a una posición de 8 retrasado. Bajé porque mis compañeros en el medio no podían armar juego, y quizás estando más cerca podía ser opción de pase… a pesar de los reiterados retos del Tordo y del resto de la defensa para que me ponga de media punta, y así poder tirarme un pase (pelotazo) en profundidad y apelar a mi velocidad.

Ya era cerca del mediodía cuando definitivamente no iba a llover más, y el sol empezaba a picar lo suficiente como para que varios se quitaran lo que les quedaba de abrigo. En el potrero nadie mira el reloj ni se lleva el tiempo de juego, se intuye cuándo es la última jugada, y era claro para todos que el final estaba próximo.

Y fue cuando vino el corner para ellos. Con el partido empatado, algunos compañeros claramente cansados ya buscaban la mejor posición para ver cómo nos convertían el gol, o ya iban pispeando en dónde habían dejado las llaves o el bolsito para rajarse a morfar después de lo que era la última jugada. Yo siempre fui mal perdedor de chiquito, y en el fútbol es algo que aún arrastro un poco. Hoy en día me sigo amargando si pierdo un partido. Inclusive si vamos perdiendo por goleada pienso que lo podemos remontar. No iba a abandonar así nomás, y entonces me propuse adivinar a dónde iba a caer la pelota ante un supuesto despeje de nuestra defensa. Tendría mejores oportunidades en un lugar donde ningún rival pueda cabecear la pelota y donde pueda aprovechar mi velocidad, mi única real ventaja. Además, era conveniente que me posicionara cerca de nuestra área, porque no creía que mis compañeros puedan dar un pelotazo que llegue hasta mitad de cancha. Elegí ponerme de 5, cruzando el primer cuarto de nuestra cancha, a metros de la medialuna del área, y con mi cuerpo en posición de carrera hacia la derecha, esperanzado con que el despeje sea hacia allí y pueda correr con mi perfil hábil para controlar la pelota.

Centro abierto desde la derecha a donde debiera de estar dibujado el punto del penal, el nueve de ellos con dos tipos encima había corrido hacia el primer palo, dejando atrás a la marca y por suerte también a la pelota. Elevado en un salto como nunca, el Tordo mete un testazo con la única intención de que la pelota se vaya a la mierda.

La pelota se dirige un poco hacia la derecha, picando luego del violento cabezazo. Alcancé la pelota con la cabeza en alto, y está claro que no voy a poder seguir con pelota dominada sin tener que gambetear (al menos) a dos jugadores, que en movimiento de tenazas ya los tengo a 7 metros. Un claro grito se hace escuchar:

Seeeeeeehhh!!!

Cruzando mitad de cancha está Labruna solo, haciendo la diagonal de wing derecho hacia el centro, y sin rivales a sortear más que enfrentar a un arquero que estaba sentado con la cara al sol y las piernas estiradas. Mi otra opción era tirar un pelotazo al vacío de la izquierda, la cual descarté inmediatamente porque no me da la fuerza para que ese pelotazo tenga destino seguro. Y por otro lado, no tenía ni idea de si había alguno nuestro en esa zona.

Dudé mucho. A la pelota le quedaba aún el último pique del despeje, y eso me convenció. Me aseguré de calzar bien el empeine cuando la pelota estaba aún en el aire, para así lograr un pase derecho y en dirección a Labruna, y por arriba de los dos que se me venían.

Las puteadas fueron instantáneas. Me dijeron que me había cagado y que tendría que haber seguido y gambeteado a los dos… como si acaso tuviese esa habilidad.

¡Por supuesto que me había cagado! Venían dos tipos de frente a matarme, y es justo decir que me saqué la pelota de encima. Para mí la cosa se trataba en verdad o de tirarla al vacío, o hacia el delantero sin marca que corría hacia el arco, por más que se tratase de Labruna.

La pelota pasó la marca. Siguió su rumbo, en profundidad.

Y sólo quedó ver al viejo corriendo detrás de la pelota (que también lo había dejado atrás), y al arquero que ahora se incorporaba como podía y salía desesperado al cruce para achicar el tiro.

Labruna llegó antes, no levantó la cabeza, ni vio al arquero. Tampoco esperó a que llegue nuestro nueve por el centro, que corría un par de metros detrás de él a los gritos habiendo dejado atrás a su marca, y que en cualquier momento iba a estar a la par, listo para empujar la pelota al arco en un dos contra uno ventajoso.

Al viejo no le importó esa ventaja. Había tomado la decisión desde que hizo oír su afónico grito. Labruna metió un zapatazo de derecha, cruzado, alto y fuerte. Fuertísimo. El arquero (que estaba llevando su cuerpo hacia el piso para frenar la embestida con el pecho) no esperaba el tiro alto que lo pasó sin resistencia.

La pelota se clavó en el ángulo. Fue un golazo.

Lo gritamos como locos. Abrazos de un lado, miradas escépticas del otro.

Alguno de los que me había puteado me alzó para festejar la (ahora fenomenal) asistencia. Otros empezaron a elogiar no sé bien qué, porque en verdad me quité la pelota de encima.

El viejo no gritó el gol. No miró para atrás ni se abrazó con nadie. Sólo siguió trotando, hacia la esquina de Avenida Brasil y Combate de los Pozos.

Se iba como vino, de impecable conjunto de gimnasia color rojo, con la bufanda metida por debajo del cierre de la campera.

Se fué, y nunca más volvió.

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