A base de pedaleadas
Vamos a aclarar que siempre fui malo. Mejor dicho, fui, soy y seré malo, en lo que a habilidades deportivas se refiere. En todo lo que tenga involucrado un balón, mi destreza es muy limitada. En todo lo que tenga que ver con velocidad, soy el más lento de la clase. Y también quiero aclarar que no siempre fui fanático de ellos. Por el contrario, más de una vez llegué a odiarlo profundamente. Y hoy lo amo con mi alma.
De niño, en mi Yerba Buena natal (en realidad nací en San Miguel de Tucumán, capital de la provincia homónima, una localidad muy pequeña dentro de la provincia más pequeñita de la Argentina, pero me mudé a Yerba Buena a los siete, ocho o nueve años) mis padres fueron los responsables de mis primera incursiones deportivas: ellos fueron los que me obligaron -literalmente- a asistir a mis primeros entrenamientos de rugby en el Tucumán Rugby Club, cuando apenas tenía 6 años y mi división se llamaba pre-rugby y mis compañeros eran en su mayoría compañeros de colegio, y sobretodo, aún no había asomo de ninguna diabetes ni nada parecido a eso. Ellos también fueron los que me compraron la primera bici, y la segunda (que los chicos crecemos rápido y mi dos hermanos varones esperaban esa herencia con ilusión, aunque no más que la mía por poder cambiar por un modelo nuevo...) y todas las de mi niñez, excepto una que ya les contaré.
En fin, por si no quedó claro, mi caso no fue por un deseo desenfrenado de practicarlo; fue más que nada por la necesidad de niño de obedecer a sus padres. Recuerdo que una vez mudados a Yerba Buena, había heredado unos botines marca “Ocelote” de un primo 7 años mayor, que obviamente me quedaba 10 números más grande y sólo Dios sabe lo que pesaban esas bestias… pero eran míos y a mi me encantaban: me gustaban tanto que volvía caminando con ellos desde el club hasta mi casa, todos los sábados de entrenamiento y los domingos de partido: 12 km semanales con las zapatillas colgadas del cuello, con botines que pesaban 1 tonelada cada uno (o eso me dicta mi memoria) y que tenía como recompensa principal a mi padre terminando de asar unas carnes a la parrilla, mi madre haciendo las ensaladas, y si había suerte, la visita de algunos de mis abuelos con el postre.
Y con la bici pasaba lo mismo: luego de mi primera comunión, había recibido de mi abuela Cuca una Fiorenza bici-cross roja (la que les hablé más arriba), y de verdad creanme que no me bajaba de ella ni para ir a clases: Iba y volvía del Colegio San Patricio, todos los días, luego llegaba a casa, tomaba la chocolatada y volvía a salir a rodar (sobre todo en primavera, cuando el clima es más benigno en una provincia que tiene una media anual de 30 grados). Esa bici roja es, para mí, mi primer bici: es la que tengo más fresca en mi memoria y la que considero como tal. La paliza que le dí a esa bicicleta, no se la día ninguna otra, creanme. Pero yo creo que la recuerdo tanto porque con esa bici debutó mi necesidad REAL de hacer deportes: a los pocos meses de esa primera comunión me diagnosticaron diabetes y el deporte ya no sólo era diversión, sino también obligación: los paseos mutaron de “salir a investigar en la bici”, a mi madre diciendo “¿vez que con la bici la glucemia se controla mucho mejor?”. Esa fue la primera vez que el deporte y yo no nos quisimos tanto.
De todas formas la seguí usando, porque la bronca al deporte dura poco y es en realidad una rebeldía hacia otra cosa distinta que lo termina pagando nuestro fiel aliado. Pobre mi madre, la anécdota la pinta mal, pero en realidad todo lo que hizo fue buscando mi bien. Y eso lo entendí recién ahora, con el trasplante. Gracias, vieja. Pero en fin, volviendo a la historia, de todas formas y a pesar de las broncas, yo seguía montando la bici, de vez en cuando algún partido de fútbol y jugando al rugby en mi club. Y ahí tuve un par de episodios complicados. La primera fue volviendo del club con mi hermano Diego. Una vez terminaron el entrenamiento, nos tomaron a todos los infantiles una foto por el 45 aniversario del Tucumán Rugby, y como era un evento algo más temprano que el horario habitual de los sábados, por apuro yo no había desayunado. Eso hizo que al volver del club a la casa, caminando con Diego comencé a sentirme mal: mareos, caminaba a tropezones, sentía que el mundo “daba vueltas”, hasta que un desmayo me agarro de lleno: yo no me acuerdo de nada, pero mi hermano (que habrá tenido… ¿8, 9 años?) tuvo que hacer auto-stop y pedir ayuda a alguien, a algún coche que lo asista… que su hermano mayor se había desmayado por gilipollas, por no desayunar. Ese, que fue mi primer desmayo, fue lo que hizo que deje el rugby al finalizar la temporada. Y lo dejé por un año. Y cuando volví sentía que se había acabado la magia; tenía otro entrenador y a veces los entrenadores de chicos tan pequeños no son todo lo didácticos que deben ser: no voy a entrar mucho en detalles, pero tuve un problema con uno de ellos al promediar un entrenamiento que hasta ese momento había sido de los más normal que hizo que odie, literalmente, el deporte, por segunda vez.
Pero todo pasa, y luego de 6 años, retomé la práctica (con ese impasse de un año y también con el citado desde los15 -finalizando mi ciclo en Tucumán Rugby-) a los 21 años, que fue cuando mi amigo Horacio me invitó a sumarme a otro club tambíen de Yerba Buena y tambíen cerca de casa, y también con amigos de la infancia: el Jockey Club, adonde jugué hasta los 23, cuando colgué los botines de manera definitiva, y del cual todavía conservo algunas amistades. Y es que el deporte te regala eso también: amigos.
Me casé con mi mujer a los 28 años. Pero desde los 23 hasta los 28 no hice mucho por mover mi cuerpo: apenas algo de fútbol con los colegas de la Universidad, pero muy ocasionalmente y no de manera periódica: eran pachangas que se armaban (o que muchas veces yo mismo organizaba) y yo me sumaba, si tenía ganas, y si no, pues no. Pero, a todo esto, yo sabía que en mi colegio San Patricio había un grupo de ex-alumnos que se juntaban los sábado a jugar en “cancha grande”, pero yo no iba: vergüenza o pereza, no lo tengo muy claro: la cuestión es que no iba. Cuando mi mujer se enteró de esto, recuerdo me decía “¿pero porqué no vas?¿sabes que te vas a divertir, no?” (esas dos preguntas me las sigue diciendo hasta el día de hoy, cuando hay planes con mis amigos y no estoy con muchas ganas de asistir) insistió tanto que finalmente, un sábado, que no recuerdo el día ni el mes pero que si fue en el año 2005, fui. No recuerdo bien la fecha, pero si recuerdo mi sensación al finalizar el partido: había encontrado mi lugar en el mundo. Había encontrado gente (hoy amigos) que fluía al mismo ritmo que yo podría fluir. Ellos fueron los que, 15 años después, y unos días después del doble trasplante, me dedicaron lo que ven en esta foto:
Hoy en día sigo practicando casi los mismos deportes: Hago bici (me parece que llamarlo ciclismo le queda muy grande, salidas en bici de montaña o de carretera hacen que sea lo que en España se llaman “globeros”, unos tíos que se mueven mejor o peor en la bici, pero que su característica principal es que son bikers de fin de semana), sigo haciendo fútbol (los miércoles de pachanga, con los amigos de La Cabrera, son y fueron una parte muy importante en nuestra estadía en Madrid, y el fútbol de empresas que comencé a practicar al terminar 2019, un lindo descubrimiento) y ahora, también por necesidad, me picó el bichito del running. Y es que recién operado, no me puedo subir a la bici y tampoco puedo jugar fútbol, sólo se me permite correr, y no muy rápido. Hoy en día el running es una necesidad (yo lo llamaría “troting”, pero esa palabra no existe) pero es una necesidad tan real, que siento mi día vacio si es que no puedo hacer mis habituales 15 kilómetros.
Y lo hago convencido de que me hace bien: muchas veces, mucha gente me recomendó hacer terapia, o hacer yoga (que al final podría ser un deporte…), o hacer meditación, por el “momento bravo que estaba pasando” y si bien yo siempre les agradecí mucho el hecho que me hayan querido ayudar, intentaba dejarles claro algo: ¿qué terapia podía ser mejor que subirme 3 horas en una bici, hacer una ruta de 50 km y conocer lugares a los que no se puede llegar de otra manera? yo con la bici era (soy) capaz de comenzar la ruta frustrado, o enojado, o triste, y esos kilómetros se lo van comiendo: tu cabeza ordena las ideas y vuelves relajado a casa, con los problemas todavía vivos, pero con el stress que había quedado en el camino. ¿Y el fútbol con los amigos? Prueben la sensación de jugar 1 o 2 horas, a muerte (aunque seamos todos gordos de 90 kilos que trabajamos toda la semana) y la satisfacción de tomarse algo una vez finalizado ese duelo, habiendo dejado todo en el campo, olvidando cualquier roce y riendo con chistes tontos y bromas entre amigos, y van a ver que la vida se les va a mejorar un poquito.
Cuando me hicieron la tercera intervención quirúrgica, una obstrucción intestinal producto de la cicatrización de las heridas de la cirugía de ambos trasplantes, estábamos con mucho miedo. No sabíamos cómo iba a responder mi cuerpo luego de haber pasado sólo 18 días desde ese trasplante y de haber bajado 16 kilos. Mi mujer tenía miedo, mis viejos igual, y a decir verdad yo pensé que no iba a contar el cuento: pero el cirujano que me operó esa vez (y también el responsable de la operación del páncreas) fue claro: “Carlos está fuerte y va a estar bien”…
Y sí, fui malo pero soy agradecido con el deporte. Todos ellos, y El como un conjunto, me ayudaron en los momentos más difíciles de mi enfermedad, en los momentos más duros de mi vida, el deporte estuvo ahí para aclararme la mente y para permitirme alargar un poco más la sensación de bienestar. Estuvo en la diabetes, con la bici obligada y las vueltas caminando del rugby. Estuvo en la pre-diálisis, cuando luchábamos, junto con mi mujer, por mantenerme ese riñón funcionando y la diálisis lo más lejana posible, y a base de pedaladas pudimos hacerlo, y estuvo en el trasplante cuando soporte 5 operaciones en 40 días, no sólo por mi condición física, sino también porque fue compañía en tantas horas de soledad que puede dar un hospital madrileño.