Cómo me metí en esto de “cambiar el mundo” (y cómo sigo)

Danilo Castelli
6 min readOct 11, 2016

--

Empezó con el 20 de diciembre del 2001. Con esas grandes movilizaciones, decepcionado del menemismo sin Menem que resultó ser la Alianza (a la que voté para “terminar con esta fiesta”; Lanata, Chacho Álvarez, Carrió, y la Meijide eran mis héroes), y viendo al Estado y a la clase política en su conjunto (encabezada por el PJ y la UCR) reprimir al pueblo que reclamaba que se vayan todos, fue que me dí cuenta que son ellos o nosotros. Nosotros, el pueblo con todas sus miserias pero no por eso con menos derechos a vivir como seres humanos; y ellos, los de arriba, los que se enriquecen con nuestro sudor y nuestra sangre, y encima cuando nos retobamos mandan a sus detritus uniformados a darnos palos, gases, y balas.

Empecé a ir a los cacerolazos y luego a la asamblea popular de mi barrio. Fue con la discusión política dentro de las asambleas que superé mi posición superficial que solo veía la corrupción personal y supuesta inoperancia de los gobernantes. Me dí cuenta que ellos actúan como lo hacen porque responden a intereses que no son los de la mayoría del pueblo: los intereses de los ricos nacionales (entre los cuales hay varios políticos) y de corporaciones transnacionales (que no solo son “los yanquis”, como yo pensaba antes). Ahí me convencí que la única solución a la situación del país (pobreza, exclusión social, falta de soberanía) no era un gobierno “honesto”, sino una reforma radical del sistema económico y político: que el poder lo tengamos los trabajadores, que somos los que producimos la riqueza, y no los grandes capitalistas, que son los que nos explotan. Y esto solo era posible mediante una revolución social orientada al socialismo. Esa revolución no solo era (es) necesaria para terminar con el poder de los de arriba, la concentración de la riqueza, y reorganizar la vida social, también era (es) necesaria para quebrar la normalidad del capitalismo, que consiste en que las mayorías populares piensen como burgueses y actúen como esclavos. Una revolución social no es otra cosa que el momento histórico en que las mayorías populares rompen con sus hábitos de esclavos y empiezan a actuar como seres humanos libres.

Esta conclusión política anticapitalista y libertaria fue un nuevo punto de partida para mi pensamiento político, que hasta entonces no pasaba del anti-imperialismo básico de “somos una colonia yanqui”. Este nuevo pensamiento no apuntaba a un gobierno o a un partido político o incluso a un imperio como la causa de nuestros males, sino a un sistema en el que los distintos partidos que adhieren al sistema pueden alternarse en el gobierno. Haciendo una revisión de la historia reciente de mi país ví que gobernaron los milicos, después Alfonsín, después Menem, la Alianza, Duhalde, y ahora los Kirchner, y si bien hubo diferencias entre esos gobiernos, tenían un denominador común: gobernaban para mantener dominados a la gran mayoría del pueblo (con migajas o con terror) y para que los de arriba fueran cada vez más ricos. También me dí cuenta que esto no solo pasaba en mi país: pasaba en todos los países del mundo. Incluso en EEUU e Inglaterra, países a los cuales los latinoamericanos tendemos a sentir hostilidad por la historia de colonialismo e imperialismo. Debido a esto, abandoné ese pensamiento tan reaccionario y autodenigrante de que lo que pasa en este país se debe a que los argentinos somos particularmente corruptos, vagos, ignorantes, etc.

Me dí cuenta que los de arriba no son apolíticos. Actúan con inteligencia en favor de sus intereses inmediatos y estratégicos, y por lo tanto no se abstienen en política, todo lo contrario. Ellos tienen a sus propios partidos políticos. Ellos invierten en esos partidos y en dirigentes particulares, porque cuando esos partidos/dirigentes llegan al poder trabajan para enriquecerlos aun más (y de paso a sus lacayos).

“Nos mean y los medios dicen que llueve” era uno de los graffitis que se veía en varias paredes. Los grandes medios de comunicación son empresas propiedades de ricos que también hacen política. Nos machacan la cabeza con que este sistema es el único posible, se dedican a demonizar a los pobres y luchadores sociales ante la clase media para mantenerla políticamente analfabeta y al borde del fascismo, y apuestan a que los ratones se peleen entre ellos para ver si votan al gato negro o al gato blanco. Mi cambio de pensamiento renovó mi mirada sobre los medios y me permitió ver esto claramente.

También me di cuenta que los de arriba no solo tienen el poder económico y el político, también tienen el poder ideológico de convencernos, a través de su educación y su cultura, de que su mundo es el único posible o deseable. Empecé a ver que esta influencia se expresaba en el escepticismo de mucha gente conocida acerca de la posibilidad de cambiar las cosas. Este condicionamiento se expresa de dos formas: en la defensa del actual sistema como el mejor posible, o en la incapacidad de siquiera concebir una alternativa (lo cual se suele expresar en llamarle “soñadores sin los pies en la tierra” a quienes sí desarrollaron esa capacidad). Y en ambos casos, cuando se esgrimen esos argumentos, se cree hacerlo desde una sabiduría legitimada por la experiencia. El sistema es casi perfecto en lograr que sus víctimas lo defiendan. Hay excepciones, por supuesto, y en esas excepciones están las posibilidades revolucionarias.

Otra cosa que me dí cuenta es la fuerte resistencia que tenemos a reconocer la presencia de los condicionamientos sociales y culturales en nuestra vida, en nuestro pensamiento, y en nuestras decisiones. La cultura ultra-individualista en la que estamos sumergidos nos lleva a creer que todo lo que hacemos es producto de nuestro propio pensamiento original. Que así como elegimos qué marca de fideos compramos, así elegimos nuestra ideología. E incluso cuando reconocemos haber hecho algo contrario a nuestra felicidad y a nuestra libertad, nos esforzamos por convencernos de que no teníamos otra alternativa (y nos enojamos mucho con quienes nos lo discuta). Con este esfuerzo que invertimos para mentirnos a nosotros mismos, no es raro que no podamos expandir nuestro universo mental ni pensar con claridad en cosas más complejas.

Al mismo tiempo que mi pensamiento cambiaba y eso modificaba mi mirada de la realidad presente, empecé a estudiar historia (tanto argentina como mundial, y especialmente historia de revoluciones), sociología, antropología, y psicología con el objetivo de adquirir herramientas intelectuales para tener un mayor conocimiento del mundo y de cómo cambiarlo. Todo esto lo sigo haciendo hoy, es un proceso que siempre renuevo para conservar el hábito de aprender y no congelarme en una postura, pues no hay ignorancia más peligrosa creer que ya se sabe todo o por lo menos todo lo importante, que no hay nada nuevo que aprender.

En estos años he explorado las alternativas de “cambiar al mundo” que me preexistían. Tengo bastantes críticas hacia ellas y en un primer momento me orienté a debatir con sus partidarios, para demostrarles las limitaciones del sistema al que adherían y la necesidad de ir más allá. Pero después de mucha frustración en esa empresa, me dí cuenta que cuando adherimos a algo no solemos abandonarlo a menos que encontremos algo mejor (y no solo mejor “en teoría”, sino prácticamente). Entonces la actividad creativa y propositiva era más importante que la crítica y la oposición. La oposición es necesaria para impedir que se hagan cosas que empeoren nuestra situación, pero eventualmente tenemos que hacer cosas en positivo que la mejoren. La crítica de lo existente y de las propuestas transformadoras, tiene que estar al servicio de construir propuestas superadoras, o por lo menos de clarificar lo que falta conseguir para ello. Así que me he dedicado a buscar espacios de activismo donde, aparte de colaborar para el fin específico de la organización, pueda sumar para el proyecto revolucionario (que, en su fase actual, interpreto que pasa por promover la participación autónoma de la ciudadanía y una profundización de la democracia).

Gracias a todo esto de cambiar al mundo he crecido mucho como persona, y no solo intelectualmente, sino porque me ha permitido conocer gente muy valiosa que me da esperanzas en la humanidad, desarrollar habilidades como hablar en público, expandir mi universo cultural y conocerme (y cuestionarme) mejor a mí mismo. Esto también me ha significado abrir la sensibilidad tanto para lo agradable como para lo desagradable. Me duele bastante más que antes el ver a ratones resignados o inclusive contentos con ser comida de gatos, o a ratones que odian con razón al gato que está gobernando ahora pero quieren reemplazarlo… por otro gato. Sin embargo, estoy mucho más atento a posibilidades de cambio y cosas que ya se están haciendo para contribuir al cambio (incluso por gente que no tiene la idea de “cambiar el mundo”), y todo eso me da optimismo. Mi optimismo está cimentado en que casi todo lo que he aprendido sobre cómo cambiar al mundo, lo he aprendido de alguien más. O sea, existen muchas personas con este interés, y podemos ayudarnos muchísimo.

--

--