Oporto en 15 horas

David Táboas
9 min readNov 8, 2015

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Esto lo escribo desde la distancia. En Mayo-Junio planteé la aventura de ir todo un día a Oporto (Porto) sin tener un plan, ni siquiera alojamiento. Salir desde Vigo, llegar a Oporto y aguantar hasta que el tren de vuelta estuviese disponible. Dormir es de cobardes. Solo uno de mis amigos aceptó.

Ocurrió del 3 al 4 de Julio. Coincidió con el EDP Beach Party 2015, que es un festival de música electrónica que se celebra en Matosinhos. Quizás una mala coincidencia porque el tren, de no ser ese fin de semana, estaría más tranquilo, mucho más “corriente”. Mismo así, creo que no hubiese tenido otra percepción, excepto por la desolación en el viaje. No mucha gente utiliza este medio de transporte entre las dos ciudades al disponer de una autopista que reconcilia la ciudad olívica con la lusa por menos de 10€ el trayecto en hora y media.

El tren salió con un leve retraso, un par de minutos largos: eran las 9:05, hora española. La vuelta estaba programada para las 8:15 hora de Portugal, por lo tanto, serían 24 horas de viaje, sin excusas, sin sitio para dormir. De hacerlo, tendría que ser buscándonos la vida, como al final sucedió.

El viaje, al ser desde Vigo, no resulta un contraste. Dos comunidades idénticas, aunque se traspasen fronteras. A esas latitudes creo que nadie puede distinguir Portugal de Galicia, o se tiene que ir muy al norte de Galicia o llegar al centro de Portugal. Pongamos por caso que sólo un poco más allá de Braga las diferencias empiezan a notarse en las estructuras, los paradigmas de la vida, las casas, las forma de expresión, los campos…

La ruta cruzó Vilanova da Cerveira, sitio por el que sentí ganas de ir. Tiene una salida al Miño que debería ser una envidia y referente para muchos lugares de Galicia.

Llegamos a Oporto sobre las 10:30 hora de Portugal; es decir, dos horas y media de viaje en un tren nada moderno, tampoco demasiado antiguo. Creo que era un Talgo o alguno del tipo. Le llaman TRENCELTA. El trayecto no se hace pesado y el precio que tiene lo compensa, 23,60€ con una reserva anticipada en la web de Renfe. Sin tener que hacer intercambio, directo a la estación Porto Campanha.

Al llegar no teníamos ni idea de hacia donde ir. Todo era nuevo y no teníamos ninguna referencia. Solo alguna imagen mental del callejero de la ciudad que nos situaba en un punto al este del centro. Con salir un poco de la estación y echando un vistazo alrededor, se puede distinguir el Estadio do Dragão. Permite ubicarse un poco mejor, por lo que decidimos seguir la carretera principal que, aunque nos llevaría, quizás con mayor lentitud, a nuestro destino, era una apuesta segura. En la misma calle utilizamos los mapas de los autobuses para guiarnos, lo que nos permitió torcer en ciertas esquinas y ahorrarnos unos pasos. A partir de ahí, conseguimos obtener la referencia del puente Don Luís I y entonces ya todo fue muy sencillo.

Lo mejor para visitar una ciudad es dejarse perder y lo hicimos en la primera oportunidad. Cuando los carteles marcaban la dirección del centro histórico, nosotros omitimos la información y nos encaminamos por la primera calle que iba en dirección al puente. Oporto, ya en su zona antigua, muestra su carácter. Casas de piedra, vida corriente, bien avenida con la ciudad, sin desentonar ni caer en la grandilocuencia.

Desde ahí llegamos al puente que atraviesa el río Duero. No quisimos pasar a la otra orilla, donde se sitúan la mayor parte de las bodegas porque ceñirnos a las visitas típicas sería matar la esencia de la pequeña aventura. Nos queda pendiente esa zona para otra visita.

A mediodía comimos unos bocadillos que llevábamos para pasar el día. No todo el día, por supuesto, pero siempre sienta bien tener algo de casa, y mucho mejor si es en el estómago. Nos permitió sentarnos en una esquina, sin molestar demasiado y pudiendo observar cómo fluye la gente por las calles. Oporto tiene mucho turismo, algo que no tiene mucho que ver con su población que, por ejemplo, es algo menor a la que tiene Vigo. Oporto cuida de la experiencia que puedan tener sus visitantes con puestos de información, gente preparada en varios idiomas en los locales y una pulcritud absoluta en la forma de exponerse al público general. Es la segunda ciudad más importante de Portugal y está al nivel que conlleva.

Tras la primera parada en la ciudad, empezamos el ascenso al centro. El idioma no es una barrera para el visitante. Casi todos los restaurantes tenían a alguien para captar clientes, los cuales dominaban, aunque fuera lo mínimo, unos cuantos idiomas. Inglés, francés y español. En mi caso, el gallego ni siquiera fue un obstáculo porque en cualquier punto del norte de Portugal se puede utilizar sin mayor problema, te entienden y los entiendes.

Subiendo, siguiendo el carril del tranvía, llegamos a la estación São Bento. Y de ahí, subiendo algo más, a la zona comercial. Fue entonces cuando escuchamos a una señora española preguntar dónde se podían comprar toallas portuguesas. La señora paró a una mujer local que la mandó a un centro comercial, a la cual volvió a preguntar “¿Pero ahí venden toallas portuguesas, PORTUGUESAS?”. La respuesta fue afirmativa pero debió de desconfiar porque esperó a que marchase y reanudó su búsqueda de respuestas con otros transeúntes. Supongo que la mujer debió de sorprenderse porque las toallas portuguesas son las que se venden en Portugal. ¿Qué más querría?”, se había de preguntar. Para mí fue muy curioso comprobar cómo somos los españoles en el extranjero, un extranjero próximo y al que tratamos con desconsideración, pero que no lo merece para nada.

Poco después, revolviéndonos entre las calles fuimos a parar a la famosa librería que, en todo su esplendor, es decepcionante. La mayor parte de los ribetes y florituras que la adornan son, por lo menos ahora, de yeso pintado. La cantidad de libros no es digna de subrayarse y su estatus se corresponde por ser escena de unas películas. Mismo así, si estuviese vacía, por su antigüedad y parte de la escalera en madera tallada a mano, merecería la pena la visita. En un día donde los turistas desbordan, uno no se pierde nada si se la salta en el guión.

Para la comida acudimos a un local más bien apartado del centro. Lo que me llamó más la atención fue que en un día caluroso, rondando los 30º, la sopa fuese el primer plato de muchos menús. Hay locales para comer muy interesantes en Oporto y su precio no es elevado si se anda un poco lejos de las zonas turísticas.

Al acabar de comer volvimos a jugar con las calles, los monumentos, las esculturas y los emblemas de una ciudad que tiene mucho por descubrir. Seguimos una ruta sin marcar, tachando lugares del mapa turístico que el ayuntamiento proporciona de forma gratuita. Aunque la arquitectura es espléndida, marcada por la cultura religiosa, lo mejor es la vida de la ciudad, que cobra alma propia por las callejuelas estrechas y empedradas en las que los habitantes tienen su ropa tendida al público y no se extrañan ni se apartan de los turistas, que ven como si fuesen gatos callejeros, a los que no se les hace mayor caso y que no pertenecen a nadie excepto a la ciudad.

Seguimos ribeteando entre calles, callejones y callejuelas. Pasada la media tarde acabamos encontrándonos con un festival de moda junto a una feria de artesanía que disponía de un pinchadiscos de música electrónica. La calidad en el gusto de la juventud portuguesa por este tipo de música es excelente, nada que ver, por lo menos, con la zona de Vigo en la que me muevo normalmente.

Nos tumbamos en la hierba de una zona acomodada del Passeio das Virtudes escuchando algo de música y viendo la preparación del desfile, junto con lo que ofrecían en la feria. Las vistas eran sublimes. Teníamos de cara el río Duero en un atardecer que se marchitaba más allá de la vista de uno de los puentes de la ciudad, escoltado por pabellón Rosa Mota. Nada desentona en esa zona de Oporto, con unos tonos rústicos y añejos que hacen a la ciudad singular.

Después de descansar en los jardines, seguimos rondando la ciudad por todas sus esquinas. Hasta que volvemos hacia el anochecer al muelle. A esa hora se convierte en una especie de teatro para espectáculos donde alguna gente pone a prueba sus habilidades a cambio de una propina.

Espectáculo de pompas de jabón en el muelle.

Desde aquí, hicimos algo más de tiempo moviéndonos por toda la zona vieja a la que llegamos hacía ya 11 horas. Zona que aún no habíamos visto, el muelle y sus aledaños. Cuando llegamos decidimos pasar de largo por estar bastante concurrida y no ofrecer nada más que un turismo de asiento y contemplación al Duero, además de los típicos tenderetes. Es lo que yo llamo una “zona IMSERSO”. Pero había más, no queda duda.

Calles de Oporto por la noche. Banderolas y luces.

Callejeando se puede encontrar de todo. Desde las zonas más elitistas, bien cuidadas, de aspecto moderno, cuasi hipster, hasta zonas con aspecto decadente que son, para mi gusto, las mejores, ya que el turismo se olvidó de ellas. Enseñan las miserias de una ciudad, de la gente. Son la zona del alma del que nadie quiere hablar, las tinieblas y los puntos oscuros.

En Oporto hay calles donde las locales tienen los carteles roídos y casi en el suelo, sin ser su intención. Es donde se encuentran los precios más baratos. Son, en definitiva, tascas. Personas en camisetas de algodón de asas, manchadas del día, bien del trabajo o bien del ocio, sentadas alrededor de una mesa jugando a las cartas. Y un poco más adelante calles manchadas de drogadicción. Puertas con actividad mafiosa, nada de luz, gente sentada aguantando su cabeza mientras enfoca su vista hacia el suelo y alguno utilizando fuentes públicas para ducharse. Eso también es una ciudad.

Después de revisar todas estas calles, las que nos faltaban del centro, fuimos a cenar. Tras un merecido atraco por no rebuscar restaurantes, cediendo al cansancio, teníamos la determinación de ver cómo es la diversión nocturna en la ciudad.

En Oporto se sale de muchas maneras distintas, ¡faltaría más! Existen locales reservados para eventos elitistas, con champán, lista de nombres, trajes caros y vestidos ceñidos. Estos son los que menos se dan a simple vista. También están las calles de tapas y vasos de vino en la calle, donde la gente decide si se aglutina en una mesa o picotea algo viendo como el mundo va y viene. El botellón en la forma española también es popular entre la jóvenes, que crean un aforo a la salida de los garitos con lo que llevan o con lo que compran. Las zonas verdes se usan para la agüita amarilla, no hay diferencia en esto. En lugares cercanos a las zonas de botellón, algunos atrevidos, muestran sus facetas más espectaculares, bailando en grupos break dance, retando al público y pasando la gorra, a ver si hay suerte entre un público escaso de capital. Si se baja desde la Universidad hacia la Torre dos Clérigos es curioso ver como cada calle transversal tiene un ambiente distinto donde la música y el rango de edad es muy distinto. La gente debe de juntarse en esa zona y se forman ambientes separando la zona de botellón, en la punta opuesta del Jardín de Jõao Changas, de la zona de copas, donde se pueden reconocer los ambientes de 25–35 y 35–55. Todo esto ocurre alrededor de la Praça de Lisboa.

Después de haber visto de todo un poco, pasadas las tres y cuarto, hora portuguesa, decidimos retirarnos. Nos queda el trayecto a la estación de tren y buscar cómo pasar las horas que nos quedan.

Llegamos a la estación sobre las 4 de la madrugada. Teníamos que aguantar otras cuatro horas en plena madrugada sin hacer nada. Dormitamos en los bancos de la estación. Una zona que quedaba abierta porque ese día, al menos, el metro no cerraba. Creo que por el festival de música que había en Matosinhos.

La espera se hizo incómoda, entre la pesadez, la falta de un lugar cómodo en el que estar, la temperatura y el cansancio acumulado. Mismo así, mereció la pena.

Tengo pensado volver, no sé si haciendo lo mismo, pero sí sé que me queda mucho por descubrir en una ciudad que esconde lugares que deberían ser objeto de deseo de otros sitios con más altanería y publicidad. En este artículo he intentado rescatar algunos de los recuerdos que tengo en este momento del viaje que me prometí hacer e hice. Seguro que me quedan muchas cosas atrás, anécdotas, conversaciones e historias, pero aún sin ellas creo que ha sido un buen viaje.

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