Brillante alegato antitaurino

Diego Buendia
4 min readFeb 16, 2016

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Últimamente estoy descubriendo que algunas de las personas que respetaba han transitado francamente mal el camino hacia la vejez, situándose ahora en las antípodas de lo que parecieron ser una vez. Entre estos se encuentran por ejemplo Felipe González, Joaquín Sabina y el último en llegar, un perjudicado Andrés Calamaro, que parece creer que por escribir con un pésimo estilo barroco una plétora de lugares comunes ya está ofreciendo al mundo un discurso original y valioso.

Volverse reaccionario con los años no es un fenómeno extraño, pero duele un poco cuando los protagonistas no te resultan ajenos, sino que fueron una vez el objeto de tu admiración o de tu esperanza. De todos modos, no es de esto de lo que quiero hablar hoy. De hecho, lo que quiero es destacar un artículo en el que un antitaurino replica un elogio del arte de la tauromaquia hecho por Joaquín Sabina. El artículo-réplica citado no es especialmente brillante —de hecho los argumentos del bueno de Sabina se lo ponen muy a huevo—, pero lo que sí llama la atención es uno de los comentarios de los lectores, que ha resultado ser en realidad —maravillas de Google— un artículo de Francesc González Ledesma, periodista, publicado en El País en 2010.

Este periodista, que se reconoce antitaurino, admite conocer bien el mundo del toreo, por haberse criado de niño en la plaza de toros de Zaragoza. El artículo hace hincapié en todas las trampas que se llevan a cabo para doblegar el vigor del animal y garantizar así la integridad del torero y la apariencia de igualdad de la contienda.

Yo, que disfruté de los toros de pequeño, en blanco y negro, porque mi abuelo era aficionado, he sentido verdadero horror hace poco, contemplando una corrida en color y alta definición, en mi televisión de 50", lo menos. La sangre y el dolor ahora se palpa, por más que el torero intente vestir esa barbarie con una orgullosa coreografía. Por eso la descripción que hace González Ledesma me parece uno de los mejores alegatos antitaurinos que he leído nunca, y por eso lo copio a continuación, no vaya a ser que por uno de esos avatares de la vida se pierda un día su rastro y se me olvide su contenido.

LA MEMORIA DEL LLANTO

Perdonen si empiezo con una confidencia personal: yo, que soy contrario a los toros, entiendo de toros. Durante años, cuando me recogieron en Zaragoza durante la posguerra, traté casi diariamente con don Celestino Martín, que era el empresario de la plaza. Eso me permitió conocer a los grandes de la época: Jaime Noain, El Estudiante, Rafaelillo, Nicanor Villalta. Me permitió conocer también, a mi pesar, el mundo del toro: las palizas con sacos de arena al animal prisionero para quebrantarlo, los largos ayunos sustituidos poco antes de la fiesta por una comida excesiva para que el toro se sintiera cansado, la técnica de hacerle dar con la capa varias vueltas al ruedo para agotarlo… Si algún lector va a la plaza, le ruego observe el agotamiento del animal y cómo respira. Y eso antes de empezar.

Vi las puyas, las tuve en la mano, las sentí. El que pague por ver cómo a un ser vivo y noble le clavan eso debería pedir perdón a su conciencia y pedir perdón a Dios. ¿Quién es capaz de decir que eso no destroza? ¿Quién es capaz de decir que eso no causa dolor? Pero, claro, el torero, es decir, el artista necesita protegerse. La pica le rompe al toro los músculos del cuello, y a partir de entonces el animal no puede girar la cabeza y sólo logra embestir de frente. Así el famoso sabe por dónde van a pasar los cuernos y arrimarse después como un héroe, manchándose con la sangre del lomo del animal a mayor gloria de su valentía y su arte.

Me di cuenta, en mi ingenuidad de muchacho (los ingenuos ven la verdad), de que el toro era el único inocente que había en la plaza, que sólo buscaba una salida al ruedo del suplicio, tanto que a veces, en su desesperación, se lanzaba al tendido. Lo vi sufrir estocadas y estocadas, porque casi nunca se le mata a la primera, y ha quedado en mi memoria un pobre toro gimiendo en el centro de la plaza, con el estoque a medio clavar, pidiendo una piedad inútil. ¡El animal estaba pidiendo piedad…! Eso ha quedado en la memoria secreta que todos tenemos, mi memoria del llanto.

Y en esa memoria del llanto está el horror de las banderillas negras. A un pobre animal manso le clavaron esas varas con explosivos que le hacían saltar a pedazos la carne. Y la gente pagaba por verlo.

El que acude a la plaza debería hacer uso de ese sentido de la igualdad que todos tenemos y darse cuenta de que va a ver un juego de muerte y tortura con un solo perdedor: el animal. El peligro del toreo, además de inmoral como espectáculo, es efectista, y si no lo fuera, si encima pagáramos para ver morir a un hombre, faltarían manos y leyes para prohibir la fiesta.

Gente docta me dice: te equivocas. Esto es una tradición. Cierto. Pero gente docta me recuerda: teníamos la tradición de quemar vivos a los herejes en la plaza pública, la de ejecutar a garrote ante toda una ciudad, la de la esclavitud, la de la educación a palos. Todas esas tradiciones las hemos ido eliminando a base de leyes, cultura y valores humanos. ¿No habrá una ley para prohibir esa última tortura, por la cual además pagamos?

Perdonen a este viejo periodista que aún sabe mirar a los ojos de un animal y no ha perdido la memoria del llanto.

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Diego Buendia

Saliendo de la nada fui niño, músico, ingeniero, programador, padre, desarrollador SQL, prejubilado y vuelvo poco a poco a la nada.